Duelos y quebrantos (“…que entre religiosos llaman la merced de Dios,…”), decía Cervantes en El Quijote nombrando un plato manchego de huevos revueltos con carne y grasa de cerdo, y aludiendo metafóricamente al ensañamiento secular de la cristiandad contra árabes y judíos a los que se tuvo el hábito de delatar dándoles a comer ese plato. Son muchos los estudios y las hipótesis de lingüistas y filólogos al respecto de esa expresión cervantina. Pero lo que está muy claro es que Cervantes era capaz de denunciar de manera irónica, solapada y metafórica lo que en el siglo XVI era imposible denunciar. Mucho ha llovido desde entonces, aunque las cosas, en esencia, no han cambiado tanto como pudiéramos creer. Ahí está la Ley Mordaza, aprobada en plena segunda década del siglo XXI.
Pero no pretendo hablar de literatura, ni de historia comparada, ni mucho menos de gastronomía. Me han venido a la mente estas dos palabras añejas del castellano antiguo, que tanto y tan bien expresan la idiosincrasia española, simplemente porque nos han llegado los días intensos de “duelos y quebrantos”, de procesiones, penitencias, llantos, saetas, martirios, quejidos, horrores, penas, dramas, y demás parafernalias, muy bien escenificadas, con que algunos llevan muchos siglos metiéndonos la culpa, la pena y el miedo, es decir, la sumisión y la indefensión en el cuerpo; que eso rinde muy buen rédito.
Miles de sermones, tantos como ciudades, pueblos y aldeas hay en este país, algunos incluso televisados, seguirán expandiendo la superstición y la adhesión a idearios tan absurdos como falsos y retrógrados, e impregnarán a millones de seres humanos de las brumas de la culpa, de la intolerancia y de la indignidad. Y cuesta creer que a estas alturas, en la era de la información y de la globalización, siga habiendo tantos millones de personas que se dejen embaucar por creencias que se desmoronan con un simple atisbo, ya no de un mínimo de conocimiento y de conciencia, sino de un exiguo gramo de sentido común.
Mientras buena parte de los españoles dedicarán cuatro días a alabar a entes inexistentes por una supuesta muerte que acaeció hace veintiún siglos, apenas se conmoverán por la muerte, aquí y ahora, de casi cuarenta personas por la violencia demente de fanáticos religiosos que son capaces de eso y más por su dios. Y apenas se inmutarán ante los miles de seres humanos que huyen de la guerra y buscan refugio en una Europa hostil y despiadada que se olvidó de que en 1948 proclamó la Carta Magna de los Derechos Humanos. Y se quedarán impasibles ante la idea de que miles de niños refugiados son robados para adopciones y para el terrible negocio de tráfico de órganos que se traen algunos. En ningún sermón pascual se hablará de ello, ni se incitará a la solidaridad, ni se criticará el terrorismo religioso, ni se dedicará una sola palabra sincera a la compasión real, a la hermandad, a la tolerancia, o a la libertad.
Y, mientras tanto, una catequista taurófila y amante de la semana santa, que se dice socialista, aspira a la secretaría general del PSOE que fundó Pablo Iglesias. Probablemente ni conozca su pensamiento político. Y, mientras tanto, el Papa, el más alto jerarca de la Iglesia católica, reza en la frontera de Trump por los inmigrantes muertos; como rezan contra el hambre todos los papas a la vez que se embolsan cantidades industriales de dinero de los Estados y de los ciudadanos a los que idiotizan, y de los que no también. Total, rezar es gratis y da buena imagen. Y, mientras tanto también, la ridícula superstición religiosa que muestran sin pudor los del gobierno de la derecha española protagoniza portadas en la prensa extranjera. Se ríen de España, y con toda la razón.
Des medailles pour les vierges espagnoles, medallas para las vírgenes españolas, titulaba Le Monde el miércoles pasado su portada, aludiendo a la medalla al mérito policial que ha dedicado el ministro del Interior, Fernández Díaz, a una virgen. El artículo habla de España como un país de fuerte tradición religiosa, del espectáculo asombroso que es el país tomado por los ritos de la Semana santa, y de la intensa alianza entre el Estado español y la Iglesia católica en los tiempos que corren. En fin, que nos toman por poco menos que idiotas del paleolítico superior. Y, repito, con toda la razón.
Rechazo cualquier forma de tradición que sea un obstáculo para el progreso y la razón. Miro las procesiones de lejos y la verdad es que siento pena por la idiotez de la especie humana; da igual que esté o no avalada por estúpidas, negras y folclóricas tradiciones. Me adhiero a la razón, a la verdad, al progreso, al librepensamiento, al conocimiento, a la sensatez, a la consciencia, a la alegría. Y celebro, a mi manera, la explosión de luz y de vida, y el cambio maravilloso de ciclo natural que nos rodea. Porque, pese a todo, nos ha llegado la primavera.