Recuerdo con nitidez que, a mediados de los años 60, el párroco de Blanes pasaba revista a la indumentaria de las mujeres, los domingos al mediodía, en la puerta de la iglesia. "¡Tú, anda y ponte medias!", espetaba a una señora bien vestida y con mantilla. "¡Tú, enseñas los brazos!". "¡Tú, la falda es corta!". Con estas palabras, el cura, sucio, huraño, autoritario y tan maleducado que trataba a todos de tú y gesticulaba de mala manera, avergonzaba a las así acusadas de indecorosas y les negaba la entrada en el templo. Era en pleno verano. Para llegar a la iglesia hay que subir un buen trecho. A pocos centenares de metros, en las playas, lucían los primeros biquinis. Aquel pobre hombre era un superviviente de otras épocas, en las que la Iglesia dictaba las normas de la moral pública no en la puerta de las parroquias sino en todas partes.
Reporto esta anécdota, que cuenta con menos de medio siglo, porque no es nada fácil hacerse una idea de lo que significa, de cuán insoportable resulta la intromisión de la religión en las formas de vida de las sociedades. Contra lo que pueda parecer, la libertad no es un bien fácil de conseguir ni de preservar. Quizá no a todos les guste leerlo y a algunos les cueste admitirlo, pero es cierto que una de las condiciones imprescindibles para que los ciudadanos sean libres es el laicismo. Pues bien, la laicidad que Europa ha conseguido tras siglos de esfuerzos, Turquía la impuso de un día para otro. La libertad resultante por fuerza tenía que ser vigilada, postiza, sobrepuesta. No como un barniz sino con una enorme capacidad de penetración en el tejido social, enorme pero insuficiente.
Ataturk, el padre de la patria, liberador de Turquía tras la derrota en la primera guerra mundial, se propuso modernizar su país, es decir, desislamizarlo. Por un lado, adoptó leyes europeas y fue un adelantado a su tiempo en la promoción de la igualdad de las mujeres, a las que prohibió el velo (y a los hombres el fez). Por otro lado, disolvió las madrasas o escuelas coránicas, adoptó el alfabeto latino y resucitó el alma turca, anterior a la islamización. La idea era muy potente y a la vez sencilla: para sobrevivir y volver a ser una potencia, Turquía debía desprenderse de la influencia árabe, debía secularizarse, laicizarse, modernizarse. ¿Lo consiguió? Sí, y de manera plena, permanente. ¿Permanente? ¿Cómo entonces ganan y gobiernan los partidarios de reislamizar Turquía?
Algunos expertos detectan dos claves principales: el crecimiento económico sostenido y el interior de Anatolia, más refractario a la modernidad y beneficiario principal de ese crecimiento. Se puede añadir la frustración por el rechazo de Europa; la neutralización –al menos aparente– del Ejército, que es el sector más occidentalizado del país; la privilegiada situación geoestratégica, que convierte a Turquía en potencia regional; o la combinación de la pertenencia a la OTAN con la extensión del sentimiento antiisraelí, azuzado por el Gobierno.
En el plato negativo de la balanza, el exceso de celo en las medidas islamizadoras de la sociedad y las limitaciones de la libertad de expresión, que son los verdaderos desencadenantes de las protestas. Existen dos Turquías, y para desgracia mía y del lector solo conozco una, la de la costa, de Estambul a Antalya, que es la desarrollada, la moderna, que en poco se distingue de los países europeos. La segunda, la interior, hasta ahora más atrasada, es más tradicional y menos permeable a las reformas de Ataturk. Pues bien, la primera Turquía ha dicho basta a Erdogan y su constante erosión del estatus secular y laico de la sociedad.
¿Cuál es el auténtico alcance de las protestas? A riesgo de caer en un error de apreciación, se trata de un severo toque de alerta, no una réplica de la primavera árabe . Si, al final, Erdogan escucha, negocia, se refrena, afloja, proporciona algún tipo de alivio y reequilibra las tensiones que han estallado, volverá la calma. Si, de lo contrario, opta por encumbrarse y reprimir, quizá de momento se saldrá con la suya pero las tensiones aumentarán y acabarán por estallar de nuevo.
Es importante que Erdogan dé satisfacciones a las clases medias urbanas. Turquía es el gran laboratorio del islam moderno y democrático. Demasiadas veces se ha comparado su democracia musulmana con la democracia cristiana europea. No es muy justo, porque, a diferencia de Turquía, los políticos democristianos europeos no ponen en cuestión a la sociedad laica. Ojalá Erdogan y su partido aprendan la lección.
* Escritor