COMENTARIO: Los seres humanos podemos necesitar un proyecto colectivo que nos permita avanzar, pero no todos son iguales. No es lo mismo religión -sobre todo cuando intentan imponer su dogma y creencias en la organización de la vida común-, que los derechos humanos basados en una elaboración colectiva y racional de las personas para mejorar sus relaciones y condiciones de vida.
Durante unos 200.000 años el Homo sapiens y el Homo neanderthalensis coexistieron como pequeños grupos nómadas. Ambos eran cazadores y recolectores y competían por la misma clase de sustento. Sus poco probables encuentros no debieron ser muy amistosos. Ni siquiera debieron serlo los encuentros entre grupos de una misma especie. El tiempo fluyó despacio durante mucho tiempo. Coexistir no es lo mismo que convivir. Los primeros enfrentamientos ocurren en Oriente Medio y, al parecer, se los apuntan los neandertales por su fuerza y agresividad individual. Pero algo muy especial debió suceder para que al final nos hayamos quedado, nosotros los sapiens, como la única especie del género en el planeta y que, además, lo hagamos dentro de colectivos de miles o de millones de individuos. Es incluso posible que ambas cosas (estar muy solos y sin embargo muy acompañados) estén relacionadas entre sí.
En el uno contra uno, incluso en el pocos contra pocos, debería haberse impuesto el neardental. Por lo tanto, si al final se impone el sapiens es porque encuentra la manera de organizarse en grupos significativamente más numerosos. Aquí está la primera clave: el sapiens encuentra la manera de cohesionar grupos grandes (seguramente por encima de los 150 individuos) para ahuyentar o liquidar colectivos menores aunque estos sean de individuos más fuertes. Para comprendernos a nosotros mismos conviene seguir la pista del antropólogo Yuval Noah Harari: la clave siguiente está en el lenguaje (De animales a dioses, Debate, 2014).
Todas las especies del género Homo tienen, como tienen todos los animales, alguna clase de lenguaje para comunicarse. Sin embargo, son lenguajes demasiado rígidos y demasiado apegados a una realidad concreta. Sirven para comunicar una realidad local, aquí y ahora, con mensajes previamente empaquetados, cerrados y consensuados, tales como «¡cuidado, nos atacan!», «¡tengo hambre!» o «¡me encantaría tener un hijo tuyo!», pero no sirven para improvisar, para crear, y sobre todo, ¡no le sirven a un líder para ahorrarse la conversación directa con todos y cada uno de sus súbditos! Se trata de fragmentos de información que solo se pueden usar como paquetes enteros. O todo o nada. Es como si en lugar de un diccionario de palabras usáramos un diccionario de frases hechas. No es extraño que con esta clase de lenguaje solo se pueda aspirar a cohesionar grupos de muy pocos individuos.
Pero una mutación permitió al sapiens dar un salto de gigante cuando de repente accedió a un lenguaje con el que compartir sucesos sin necesidad de verlos, un lenguaje con el que se podían contar historias, mitos, cosas que no existen, ficciones, episodios que uno simplemente cuenta y otro simplemente cree… Ningún animal es capaz de algo así. Ni probablemente tampoco ningún otro homínido. Con la realidad presente solo se puede convencer a la familia más cercana. Quizá hubo un estadio previo con la invención de un lenguaje que permitió disfrutar chismorreando. Con ello, un líder ya puede convertirse en un mito sin la penosa tarea de mantenimiento que supone atender a todos los miembros del grupo a todas horas.
Con estas ideas se pueden repensar conceptos humanos tan universales como la religión o la patria. Edward Osborne Wilson, el gran entomólogo y pensador de la ciencia, asegura que han existido hasta ahora unas 100.000 religiones. En síntesis: un grupo humano, para sobrevivir entre otros grupos humanos, debe superar un mínimo tamaño crítico. Esto se consigue con la ayuda de una ficción colectiva siempre y cuando los individuos no la adopten como tal sino como una realidad natural, lo cual, a su vez, se logra con un lenguaje idóneo para inventar ficciones. La etimología de religión como religare aún se puede salvar siempre y cuando la cohesión no se refiera a la del humano con la divinidad sino a la de los humanos entre sí. La divinidad tiene aquí un papel bien claro: avalar la realidad de una ficción, llámese esta patria, religión o declaración de los derechos humanos.
El Código de Hammurabi, escrito 1.760 años antes de nuestra era, establece una jerarquía para los humanos estructurada en tres niveles: nobles, súbditos y esclavos. Pero para que a nadie se le ocurra cuestionar nada, esta verdad se presenta como natural e inevitable. No en vano el código está encabezado por el mismísimo rey Hammurabi posando junto al mismísimo Dios del Sol Shamash. Por otro lado, la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 empieza así: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…». Más de 3.000 años separan dos ficciones distintas al servicio de una misma idea, quizá la pieza clave del funcionamiento de la condición humana.
Jorge Wagensberg. Facultad de Física de la Universitat de Barcelona
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