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Dios y cocaina

El consumo es un componente del fenómeno del narcotráfico que no ha recibido ni la atención que merece ni el tratamiento que necesita. Esto, a pesar de que el consumo, la existencia de un mercado, de una demanda constante y creciente son el combustible del problema. La atención mediática y las acciones gubernamentales se centran en la lucha entre fuerzas federales y pistoleros de los cárteles, y la eventual captura de un “lugarteniente” o jefe de los maleantes, y sus respectivos arsenales. Los medios de comunicación llevan con esmero la cuenta del número de muertos, de los fusiles incautados y de los narcos capturados, pero casi no hay espacio para los consumidores, como si fueran invisibles entes incorpóreos.

Los consumidores están en las redacciones de esos medios de comunicación, son periodistas, burócratas, comerciantes, estudiantes, empresarios, empleados, artistas, etcétera. Es decir, son ciudadanos comunes y corrientes a quienes nadie les dice, por temor a parecer políticamente incorrectos, que su afición a las drogas, en especial cocaína, mariguana y las diferentes denominaciones de las drogas sintéticas, es parte de una maquinaria criminal que ha dejado chorreando de sangre a varias localidades del país.

¿Quién financia la compra de armamento sofisticado que usan los sicarios para matar policías? ¿Quién les da el dinero a los narcos para corromper a las autoridades? ¿De dónde sacan dinero fresco para su día a día? No se los da el diablo. Se los paga, con gusto, la gente que le compra sus productos, ya sean estudiantes aburridos, chicas reventadas o señores deprimidos. El narco menudeo ha tenido un crecimiento exponencial en nuestras comunidades porque la gente se acerca a las “tienditas” a surtirse. Una cosa son los adictos que necesitan asistencia médica permanente y otra, muy distinta, los que consumen como una forma más de entretenimiento, que conforman el núcleo del problema. A ellos no se les toca; al contrario, hace poco comenzó a operar un marco legal que los premia y protege. Ningún consumidor de fin de semana se siente aludido por las campañas que hablan de darles tratamiento médico a los adictos, porque no se asumen como enfermos. Lo malo es que tampoco reconocen que sus ratos de algarabía patrocinan la masacre que se registra a lo largo y ancho del país.

A evangelizar

A la errónea estrategia de tratar a los consumidores como enfermitos, y de brindarles la calidez de un paciente, ahora Felipe Calderón, en otro de sus tropezones de los últimos días —que por cierto dan mala espina—, los trata como chicos ateos que consumen drogas porque ¡no creen en Dios! De manera que en lugar de una agresiva política pública para darle un costo social al consumo de estupefacientes, habrá que emprender una nueva cruzada envangelizadora. En lugar de recurrir a los policías federales hay que sacar de los monasterios de jesuitas, franciscanos, carmelitas, dominicos y anexas, para que hagan la chamba que las autoridades civiles no pueden hacer.

Si el Presidente de la República, que también es jefe del Estado mexicano y mando supremo de las fuerzas armadas, cree que el problema del consumo se reduce a los jóvenes ateos, estamos fritos. Somos católicos y guadalupanos hasta la pared de enfrente. Incluso los narcotraficantes son creyentes, incluso mochos, y dan, lo saben en Palacio, piadosas narcolimosnas. Se podría, un lunes en la mañana, hacer un antidoping general a alumnos y maestros de escuelas confesionales del país, de la zona metropolitana y de provincia, para detectar si los chavos que se asumen como católicos consumieron o no drogas el fin de semana.

Por supuesto que hay un problema de valores en la sociedad, eso salta a la vista, pero mientras prevalezcan las estratagemas para que la gente no asuma su responsabilidad en el fenómeno del narcotráfico y se les tache de enfermitos, o de ateos que no conocen a Dios, seguiremos empantanados en charcos de sangre. No es una frase retórica, es otra manera de decir que en medio año, de enero a julio, llevamos 3 mil narcoejecuciones. Puede apostar que la mayoría de los difuntos eran creyentes, como lo son sus clientes.

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