Como todos los materialistas del siglo XVIII, Diderot hace una crítica de la religión que apunta a establecer la falsedad de todos los cultos. Al igual que Du Marsais, en sus años de juventud pasa por un deísmo del que extrae sus primeros argumentos contra el oscurantismo. Llega al ateísmo cuando examina los fundamentos del conocimiento. Esta posición se vuelve definitiva tras sus primeras representaciones del mundo y de la materia. El ateísmo de Diderot no es más que una consecuencia, no un motor, de concepciones más amplias.
El deísmo de juventud se encuentra en los Pensamientos filosóficos de 1746. Los argumentos son los clásicos de un irreligioso. La religión instituida y la superstición son dañinas para los hombres. Parafraseando a Bayle, piensa que la superstición es más ofensiva a lo divino que el ateísmo. Esta creencia vulgar es sustentada por la religión oficial, que inculca al pueblo la idea de una divinidad cruel a la que hay que temer sobre todas las cosas. El miedo al sufrimiento lleva a los más ingenuos a las creencias más extravagantes. Los convence de que han de rechazar sus pasiones y las fuentes de los placeres, cuando en realidad estos no son malos si su práctica es equilibrada. Finalmente, pese a que la diversidad de cultos demuestra la falsedad de la religión, el filósofo ha de plegarse a las reglas de la ortodoxia reinante. El joven Diderot intenta salvar las apariencias.
Por otra parte, lleva la crítica al terreno del ateísmo. Lo hace para justificar su deísmo. En este texto, ateísmo y materialismo significan lo mismo. El materialista es el que niega la existencia de una divinidad y la inmortalidad del alma. Diderot retoma por su cuenta la definición parcial de los defensores del cristianismo. ¿Qué les reprocha a los ateos? No su supuesta concepción de una formación azarosa del mundo: tal argumento es ineficaz, pues, dada una cantidad infinita de materia el ordenamiento autónomo del mundo es altamente probable. Cuestiona la ignorancia por parte de ellos de la perfección de las obras de la naturaleza, demostrada por la física experimental y que es el signo de la existencia de un ser soberanamente inteligente. Es, pues, mediante el estudio de la naturaleza que el deísta ha de convencer de su error al ateo.
Después de este texto, Diderot cambia rápidamente de opinión. El cambio es visible desde 1749, en su Carta sobre los ciegos. En ella condena el argumento de las maravillas de la naturaleza que utilizó en sus Pensamientos, según el cual la belleza del mundo es una prueba de la existencia divina. Para un ciego de nacimiento, este argumento no es pertinente; ¿cómo podría él tener una idea de esta armonía visual? Tendría que poder tocar con sus dedos este carácter maravilloso de las cosas. Pero el tacto no revela nada de eso. ¿Acaso la divinidad sólo es accesible por medio de un único sentido? La idea contradice la supuesta perfección divina. En realidad, la suposición de un ser primero no viene sino a redoblar la ignorancia humana respecto al origen del orden universal. Cubre con un ‘nudo’ aún más difícil de desatar, un asunto ya de por sí difícil. La conversión al ateísmo se manifiesta de inmediato, tan rápida como la celeridad con la que Diderot es encerrado en Vincennes.
La represión no lo desanima y prosigue su crítica a la religión. En La Religiosa ataca las costumbres de los lugares de reclusión. La novela describe el itinerario de una joven obligada por sus padres a ingresar en un convento. Lucha por escapar de él y explora todos los medios para sustraerse a las humillaciones a que la someten sus superioras. Este lóbrego universo sume a la heroína en una especie de compendio de todas las perversiones humanas. Víctima del sadismo y de la crueldad en un primer convento, en otro se convierte en la favorita de la superiora que se enamora de ella y acaba por volverse loca. Finalmente se escapa clandestinamente de esta prisión y es recogida por una lavandera. Más allá de la crítica de la vida en reclusión, Diderot denuncia el proceso general de perversión que engendra la religión. La humanidad ha de satisfacer las necesidades de su naturaleza, en particular la de vivir en sociedad. Si se ve obligada a reprimirlas, surgen los problemas. La religión es perjudicial porque basa su dominación en la frustración y la represión de los cuerpos. Es un ultraje a la naturaleza y al sano raciocinio.
Este trabajo de corrupción de la naturaleza humana es puesto al descubierto en la Adición a los pensamientos filosóficos (1762). Según Diderot, la religión exige el sacrificio de la razón al pedir a los hombres que adopten una creencia sin fundamento. Lo hace depender todo de la fe, que no es más que un principio quimérico. ¿Cómo podría Dios pedir la renuncia a la prueba mediante los sentidos cuando es su supuesto creador? Todos los seres de la naturaleza sólo viven en función de sus sentidos; ninguno puede esperar conservarse y prosperar mediante la fe. Esta no es más que una idea abstracta, sin fundamento real, que conduce necesariamente a la alteración del juicio. Quiere hacernos creer en una recompensa o en un castigo después de la muerte como si las acciones de los seres creados pudieran liberarse de las reglas que los determinan. La vida enseña a los hombres que el verdadero fundamento de la moral se sitúa en el placer y el dolor de este mundo, no en un desconocido post mortem. La religión deforma las costumbres y los reflejos transmitidos por la naturaleza, para travestir lo patológico en una norma absurda.
La superstición y el ocultismo no funcionan de otra manera. Ponen en práctica una estrategia de desarreglo de la salud mental y física de un individuo. Da un ejemplo de ello en Mistificación (1768), que es un breve relato novelado sobre la credulidad de una mujer ante un charlatán. El engañador y el engañado son dos piezas de un mismo mecanismo. Aquél saca su energía de la inquietud presente en cada uno y produce finalmente esta creencia enfermiza en la superchería. El remedio sólo es accesible a quienes están dispuestos a acabar con los prejuicios. Comenzar a dudar anuncia el comienzo de la curación. El filósofo ha de dar prueba de sinceridad, hablar de ateísmo cuando pueda, pero sin hacerse la ilusión de que su opinión puede cambiar a la mayoría de los espíritus. Delante de los magistrados, ha de ocultar su irreligión, pues su conservación es mucho más importante. En la sociedad, se somete a las ceremonias de la Iglesia para no dañar su posición social. En suma, Diderot no ve en el ateísmo una razón para sacrificar las necesidades de su ser; es decir, de deificar a la verdad poniendo en peligro su vida.
El incrédulo, tal como lo presenta en su Conversación de un filósofo con la mariscala de***, no tiene la misma acritud que el fanático. Es más bonachón y ajeno a cualquier empresa de proselitismo. Con ayuda de su razón, discute sobre lo divino como un filósofo: algunos pretenden que un espíritu puede crear la materia, ¿por qué la materia no podría crear un espíritu? Si se engañara, nada tendría que temer. Dios no podría reprocharle haber cometido una falta de razonamiento.