Poesía, política, Historia, religión. José Luis Pardo (Estudios del malestar) ha observado que en el siglo XIX la política sustituyó a la poesía en su función productiva de sentido social, en un proceso equivalente al relevo que otorga la «religión transmundana» a «la creencia en la Historia mundial». La guerra, que se vincula a fundamentos antropológicos sobre la conciencia de la muerte, se convierte en el instrumento mediante el cual la política concreta en la Historia «las aspiraciones de la antigua poesía». Y esto lleva consigo «una amenaza de muerte» que otorga a la política «la gravedad que antaño se reservaba para el discurso religioso». O sea que si el XVIII se afanó en un operativo de separación de categorías, el siglo de después las fatiga en una ejecutoria de alternancia y confusión, de cesión o colisión de roles que continúa en el XX con la dislocación de la poesía y el arte y las sustituciones conceptuales, localizadas y trágicas, de lo político/ideológico por lo religioso, de tal manera que se produce un retorno a la creencia en la necesidad de la guerra religiosa, que ya es guerra política, y la Historia mira por el retrovisor medieval mientras la poesía y el arte ensayan un despegue hacia lo desconocido.
La antigua poesía y la moderna política nos han dicho y adjetivado la guerra, pero lo más bélico y lo menos desprestigiado sigue siendo la religión. Nuestro Estado constitucionalmente aconfesional es confesional de facto, con funerales de Estado católicos, misas semanales en la televisión pública, juras de cargos con crucifijos y Biblias y fuentes de aporte económico a la Iglesia que empiezan o terminan en la declaración de la renta. La relevancia social de las cofradías, las romerías y los besamanos constata un atraso cultural que conjuga otras manifestaciones igualmente vinculadas a la esfera de las creencias, las supersticiones y los azares. La Santa Semana es, además de un teatro del terror con su matiz pavoroso que metódicamente usurpa un espacio público que es de los que creen, de los que no e incluso de los que creen en otra cosa, una expresión anacrónica que estimula la espectacularización devocional del símbolo en la hora ritual del hombre atado a sus miedos ancestrales como un acorde de incapacidad evolutiva. La antigua poesía es irrelevante, la política moderna murió en el XX (lo de ahora es otra cosa), la imaginación cotiza a la baja pero en el XXI hay quien nombra alcaldesa perpetua a una figura de la literatura fantástica, y no es precisamente Diana.