Porque la homosexualidad es un rasgo más de la idiosincrasia personal de cada individuo, como lo es el color del pelo o de los ojos, y cada uno de los rasgos que, biológica y psicológicamente, nos definen a cada uno.
Recuerdo que siendo niña, y siendo educada en el siniestro nacionalcatolicismo que aún estaba presente en la escuela de los setenta, me vendían la idea de la homosexualidad como pecado; un buen día descubrí que Lorca era homosexual, y eso rompió esos esquemas rígidos y abotargados de mi mente. Si alguien de la genialidad, la sensibilidad, la humanidad y el inmenso talento de Lorca era homosexual, la homosexualidad no era lo que me contaban. Y empecé a sentir empatía hacia un colectivo lleno de grandes hombres y mujeres… Un colectivo al que empecé a admirar en lugar de repudiar (como se me exigía).
La homosexualidad no es un pecado, ni una perversión, ni una enfermedad, como nos han inducido a creer históricamente las religiones y los defensores de la infame moral de la intolerancia. Es, simplemente, una condición natural más de los seres humanos y de la propia existencia, cuyo impulso vital es la biodiversidad y la multiplicidad de formas y manifestaciones. Los modelos rígidos, estáticos y monolíticos de ver la vida son irreales y se corresponden con formas totalitarias y liberticidas de enfrentarse al mundo.
Perversión y depravación sí son la pederastia encubierta y el abuso sexual de menores a que se llega cuando se reprimen las funciones sexuales naturales (…y a todos nos viene a la mente en qué tipo de organizaciones abundan estas perversiones). De hecho, las religiones son las grandes expertas en reprimir la sexualidad (la homosexual y la heterosexual) y en negarla como algo pecaminoso; y, por ello, son las grandes responsables del sufrimiento que ha generado a la humanidad la extirpación y la denigración de una de sus funciones más bellas y naturales…
Hace unos días, alguien de mi entorno me preguntó qué sentiría al tener un hijo homosexual y soportar lo que ello conlleva; con cierta dosis de indignación ante tal pregunta, mi respuesta se redujo a hacerle ver que, en ese supuesto, yo sería feliz si ese hijo fuera feliz, y sería muy infeliz si se viera obligado a esconder su realidad por mezquinos prejuicios ajenos.
Pues bien, por todo esto y por mucho más, me apunto al orgullo gay, me apunto al orgullo de la dignidad humana y del respeto real a los demás. Y repudio cualquier forma de dogmatismo, de moralidad hipócrita o de rechazo a los que tienen la decencia y la grandeza de mostrarse tal cual son. Y me apunto porque intuyo que no soy verdaderamente libre si no lo son todos los seres humanos que me rodean. La libertad de otro, lejos de ser un límite para mis derechos, es, al contrario, parte necesaria de mi propia libertad.
Coral Bravo es doctora en filología, máster en psicología. Miembro de Europa Laica