Jean Bricmont dijo lo siguiente: “La existencia de Dios, de los ángeles, del cielo y del infierno, o la eficacia de la oración son aserciones de hecho; y si las retiramos de veras, es decir, si admitimos que son falsas, entonces no sé lo que queda del discurso religioso: ¿cómo crear, por ejemplo, sentido o valores diferentes a los de los ateos partiendo de la misma base factual? (…) Supongamos que retiramos de la religion la literalidad de la Biblia, la eficacia de la oración y las demás cosas de las que podría surgir el conflicto con la ciencia (en la esfera de los hechos) ¿qué nos queda? O bien aserciones puramente metafísicas que no interesan a casi nadie, o bien aserciones puramente morales”. Pero ¿en qué diferirá esta moral de una moral no religiosa si abandonamos todos las aserciones de hechos, los castigos divinos aquí y en el más allá, el interés de Dios por sus criaturas y demás?
A propósito de estas palabras, Fernando Savater en su obra La vida eterna considera que este planteamiento de Bricmont, no solo no simplifica el problema, sino todo lo contrario, se enfrenta con ello a esa complejidad de planteamientos que pretender arrojar ambigüedad para evitar la crítica. Lo que tal vez sea una simplificación excesiva es considerar que la religión es un mero fraude por parte de los clérigos para mantener su poder sobre los creyentes, aunque no está nada mal tener ese factor siempre presente. El problema religioso supone una mayor complejidad e interés al tener que preguntarse acerca de la condición humana.
Desde la perspectiva actual, no basta considerar solo los engaños y charlatanerías para explicar la persistencia de la religión. Y esto lo digo desde un ateísmo combativo y, en la medida que me es posible, desde una escepticismo ferozmente crítico acerca de todo lo que obstaculiza el progreso. Las “creencias”, incluso en personas cultas y racionalistas, existen, por lo que hay que tener en cuenta los múltiples factores que conducen a las mismas (o, como dijo, Gianni Vattimo a “la creencia en la creencia”). Los creyentes, con todas las dudas y críticas que se quiera, están convencidos de que los postulados de su religión son más auténticos que cualquier otra visión naturalista. William James, con el que no estaremos por supuesto nada de acuerdo en su justificación de la creencia, lo expresó del siguiente modo: “estimo que la hipótesis religiosa da al universo una expresión que determina en nosotros reacciones específicas, reacciones muy diferentes de las que serían provocadas por una creencia de forma puramente naturalista”.
La creencia religiosa supone una perspectiva privilegiada que revela la verdad, de una forma bien diferenciada de otras formas de conocimiento, por lo que en ningún caso puede considerársela otra forma de interpretación diferenciada de lo ofrecido por la ciencia (como se han empecinado algunos autores). Volvamos a William James: “la creencia religiosa de un hombre -sean cuales fueren los puntos especiales de doctrina que implica- representa esencialmente para mí la creencia en algún orden invisible en el cual los enigmas del orden natural encontrarían explicación”; además, añade James que junto a esa creencia se produce la convicción de que hay un interés efectivo en practicar esa fe. Según esta perspectiva, la creencia religiosa permitiría entender mejor la vida en su contexto, vivirla mejor y abriría la posibilidad de algo mejor que la propia vida.
Creencias tenemos todos y, en la mayor parte de los casos, queremos pensar que están justificadas. Bernard Williams explica que “una creencia justificada es aquélla a la que se llega a través de un método, o que está respaldada por consideraciones que la favorecen no sólo porque la hagan más atractiva o algo por el estilo, sino en el sentido específico de que proporcionan razones para creer que es verdadera”. El deseo, de forma obvia, alimenta la creencia hasta el punto de aceptarla incluso sabiendo en el fondo que no es verdadera. De una u otra forma, porque somos humanos, cultivamos creencias más o menos infundadas, falsamente esperanzadoras y finalmente decepcionantes. Por supuesto, solemos considerar que los parámetros científicos son el mejor acceso a creencias justificadas; sin embargo, siguen siendo muchas las personas que persisten en creencias paranormales: cuando la educación rebaja considerablemente la influencia religiosa, las creencias a veces se desvían a otros fenómenos igualmente considerables.
Es precisamente William James, en La voluntad de creer, el que apuesta por la fe como forma de fundar las creencias adecuadamente; estamos hablando de uno de los fundadores del pragmatismo filosófico, por lo que no se cuestiona de dónde provienen las creencias, sino a dónde conducen en la práctica. Según James, la fe originada en el deseo de hacer o conseguir algo es, no solo legítima, también indispensable. Sin embargo, Pío Baroja en El árbol de la ciencia responde adecuadamente a James: la fe puede ser útil para una acción dada, pero dentro de lo natural, siempre que se utilice dentro del radio de acción de lo posible; así, lo que se llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza, la cual existe siempre, se quiera o no se quiera, a diferencia de una fe fundada en lo imposible. La fe es muy peligrosa cuando pasa de lo útil, cómodo y eficaz a lo meramente arbitrario.
Otro autor, Donald Davidson, también refuta a William James al recordar que existe una salvaguarda crítica sobre los deseos que conducen a las creencias: la veracidad y honradez en lo que creemos, algo que no deja de ser un deseo más fuerte. El famoso aserto de Los hermanos Karamazov, “Si Dios no existe, todo está permitido” (cambiemos, iguamente, a Dios por cualquier creencia sobrenatural sin la cual nada tendría sentido), no solo no demuestra la veracidad de una creencia, sino que más bien constata una urgencia patética que debería hacernos dudar. Lo único que se demuestra cierto con un deseo que empuja a creer es el propio deseo, por lo que en lugar de abandonarnos a él deberíamos tratar de comprender los mecanismos que nos han llevado hasta ese punto.
Se dice que las religiones cumplen (o han cumplido) determinadas labores sociales en las que pueden buscarse la justificación de su origen (cohesión social, explicación cosmogónica, obligaciones y tabúes, legitimación de una autoridad…), aunque existen otros factores para explicar las creencias religiosas individuales y, lo que resulta aún más sorprendente, algo tan aparentemente disparatado como el respeto a la clase sacerdotal. Por supuesto, en gran parte de los casos la creencia religiosa se produce por mímesis social: en circunstancias habituales, el ser humano hace, piensa y venera lo que ve hacer, pensar y venerar. Las sociedades modernas son heterogéneas, por lo que la oferta de creencias es dispar y los devotos y creyentes, parte al menos, pueden ser sinceros en su fuero interno. Algunos autores se han esforzado en considerar la creencia religiosa originada en alguna experiencia o conmoción subjetiva; por supuesto, es lógico considerar lo contrario, dicho fenómeno es resultado de la creencia y no al revés.
En cualquier caso, los deseos como fundamento de las creencias es el factor más digno de ser atendido. Tal y como señala Fernando Savater en la obra citada, la mayor parte de nuestros deseos más urgentes están dirigidos a evitar o aplazar la muerte. Las religiones se habrían convertido así en tecnologías de la salvación, según las cuales los deseos humanos son satisfechos por trucos mitológicos con la exigencia de creer en algo sobrenatural; estamos hablando, con toda la sofisticación que se quiera, de un simple “efecto placebo”. La creencia religiosa, para desgracia de los librepensadores que anunciaban su fin hace tiempo, depende más de lo que apetece que de lo que se sabe o se piensa. También, depende de lo que se teme y así hay que recordarlo para seguir combatiendo la religión y apostando por un mayor horizonte humano.
Sorprende igualmente la cantidad de personas incrédulas que muestra respeto hacia las creencias religiosas (no hacia los creyentes, que por supuesto son objeto del mayor de los respetos) y hacia la gran cantidad de doctrinas y dogmas sencillamente intolerables. Desgraciadamente, los responsables de las religiones suelen invocar lo contrario, piden un respeto, que resulta imposible desde la honestidad intelectual, y señalan lo que consideran que es una carencia al no haber abrazado una fe, la cual está fundada en cuestiones muy humanas. La “voluntad de creer”, tal y como lo expresó William James, surge de debilidades y angustias humanas que resultan muy comprensibles (y que habría que ser cauto a la hora de condenar sin más), pero es infinitamente más aceptable la incredulidad fundada en el esfuerzo por buscar la verdad sin engaños y una moral fraterna sin excusas sobrenaturales y trascendentes.