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Deprisa, deprisa

Hace unos meses que parece que se avecinan cambios políticos radicales. Algunos se anuncian, algunos ya se han iniciado y unos cuantos parecen flotar en el ambiente de las progresivas demandas populares.

  No parece lejano el día en el que, pase lo que pase, estos cambios se solidifiquen: la mejora de la educación pública en calidad y en equidad social, las soberanías nacionales con interdependencias libremente establecidas, la real separación del Estado y las iglesias, la transferencia de la Monarquía a la República, los derechos indispensables para una vida y una muerte dignas, las normas electorales para conseguir una democracia de verdad, la representación en Europa según las realidades territoriales y nacionales, la atención a las minorías lingüísticas, el nuevo plan hidrológico, el cambio de planificación de infraestructuras, etcétera.

YA SABEMOS que la historia va por este camino y que, con tiempo y paciencia, todo esto será realidad, si no llega algún que otro obstáculo. La meta es incontrovertible. Lo que hace falta es hacerlo deprisa, sin dudas, con resultados comprobables como los que el Gobierno de Zapatero nos ha ofrecido en temas complicados como el retorno de las tropas de Irak o la paralización de la LOCE, aunque en algunos temas más locales no aparenta tener tanta prisa.

La lentitud en ciertos cambios no parece deberse tanto a dificultades reales como a estrategias menos confesables. Es más fácil introducir el catalán en Europa y devolver los papeles de Salamanca que retirar las tropas de Irak. Las dilaciones tienen dos inconvenientes: hacen perder credibilidad y abren un periodo en el que las ideas se diluyen y los conservadores cogen aliento para hacerlas tambalear, especialmente cuando en el otro lado escasea la confianza. Cualquier revolución es más eficaz si se hace de prisa, sin miedo a las rupturas. Y sólo así se puede evitar un periodo de desconcierto. Ya sé que los cambios de ahora no llegan a ser una revolución en términos tradicionales. Pero lo son por el relanzamiento de la democracia.

En el glosario de Xènius de los años 1917 y 1919 hay muchas referencias a este problema, atendiendo la conmoción sindical de aquellos años en Catalunya. Existe una glosa que se titula De pressa, de pressa. Y otra en la que aún es más explícito: “Contra una opinión muy corriente, yo creo que, en ciertos cambios, el ahorro del desorden y de la anarquía no está en la lentitud, sino en la rapidez. Hay que proceder como un buen cirujano, como un buen dentista: ¡Esto es un ay” La prisa y la inmediatez son, pues, instrumentos para la eficacia de los cambios y para mantener el orden. Pero los jerarcas del catalanismo conservador que dominaban la política no se lo creyeron y contribuyeron con indecisiones a los posteriores desenfrenos. Estas glosas fueron seguramente elementos acusatorios que contaron en la famosa defenestración de Xènius de la Mancomunitat. Poner sensatez y prisas a la revolución o a los cambios es, esencialmente, mal visto por los que no la quieren a ningún precio. No hay que caer en los mismos errores.

PERO TENEMOS que reconocer que no todos los temas se pueden incluir en un mismo ritmo de calendario y método de decisiones. Temas como la República o la exigencia de una real separación Estado-Iglesia quizá no pueden resolverse tan de prisa como los que dependen de un decreto o una ley del Parlament.

Es preciso que, antes, los conflictos queden más evidentes y más reconocidos por la ciudadanía. Es preciso, por ejemplo, que se multipliquen escenas tan antimonárquicas y anticatólicas como la boda principesca. El exhibicionismo trasnochado de las familias reales destronadas o en peligro de serlo y la presencia de cardenales y mensajes papales deben de haber hecho reflexionar a muchos ciudadanos contra el trono y el púlpito.

Jaume Reixach lo ha dicho claramente en el Avui: “¿Era necesario que el Papa y los cardenales avalaran la boda del Príncipe? ¿No habría sido mejor distanciarse? ¿No habría sido más elocuente la ausencia que la presencia?”. Pero todavía añadiría: ¿por qué había que dar solemnidad estatal al rito católico cuando en el país existen otras religiones? ¿No se podía centrar la fiesta al único acto común y laico que es la boda civil y dejar la religión para un acto privado si los novios son, de verdad, católicos? Me parece tan evidente que me lleva a pensar que estas escenas anormales irán provocando la exigencia de corrección a medio plazo. Pero hay que ayudar a que esto ocurra para que no sea muy tarde y los cambios indispensables no lleguen a deshora. “Deprisa, deprisa”, como decía Xènius, pero con la ayuda de la persistencia de errores tan visibles como esta boda. Que siga la comedia y que el panorama se aclare de prisa por sí solo.

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