Nuestra jerarquía católica viene reprobando el laicismo de modo contundente, y lo hace en favor de una laicidad a su medida; de una laicidad modulada, también defendida por fieles de alta fidelidad. Viene hablándose de un laicismo antirreligioso, hostil, y de una laicidad legítima, sana; luego, como por simplificar, se hacen desaparecer los adjetivos y queda materializada la pirueta dialéctica: la laicidad (tal como se la dibuja) resulta ser bienvenida, y el laicismo es rechazado por perverso al margen del diccionario, que resulta así preterido. Todo esto es sabido, pero acaso permanece abierto a reflexiones.
Como isagógico recuerdo, hace más de quince años el entonces arzobispo de Valencia, tras saludar su visión de las relaciones con el Estado, sostenía: “Por el contrario, el laicismo es intolerante… Se trata de un prejuicio anti-religioso. El laicismo no es democrático. La mentalidad del laicismo es simple: las creencias religiosas vendrían a ser supersticiones de gente inculta. Trata la religión como si fuese una “afición privada” que no debe tener manifestaciones públicas… La intolerancia laicista deforma la realidad hasta amoldarla a sus propios dogmas y obsesiones”.
Cabe recordar también que laicismo se advierte en el propio Cristo y que el cristianismo de los primeros siglos —el que fuera perseguido y luego se tornaría también perseguidor— se mostró con firmeza separado del poder político, hasta que este pareció advertir su valor. En aquel histórico momento se abrieron grandes espacios —posibilidades— para los siglos venideros. Junto a la evangelización y otros saludables despliegues, el catolicismo incluiría pinceladas o brochazos de sangriento fanatismo, de obstruccionismo en el avance científico, de burguesismo en el modus vivendi de la nobleza eclesiástica, de integrismo doctrinal, de inmoralidad encubierta con cinismo (cuando no visible), de populismo en la retórica clerical, de colaboracionismo con dictaduras, de clericalismo pertinaz.
Aunque a menudo se fundan-confundan las fidelidades que generan, habríamos de separar bien credo y clero. Sin perjuicio del credo —aunque cada creyente acabe componiendo su versión—, parece empero haber en parte de la sociedad una latente, acaso patente, desconfianza ante el clero; prevención fundamentada que no impide que celebremos, satisfechos, labores sociales de muy alto valor, desplegadas a menudo con la colaboración del laicado más fiel. La sociedad de la información nos hace saber de estas y valorarlas, como también, ciertamente y con alguna frecuencia, conocer conductas reprobables en los distintos niveles jerárquicos de la Iglesia.
De modo que quizá no procede atribuir al laicismo los recelos y cautelas de la sociedad, ni tener a los laicistas por antirreligiosos o antidemocráticos, sino que cabe apuntar hacia los deméritos acumulados por la Iglesia, que no pasan desapercibidos a creyentes y no creyentes, a laicistas y no laicistas. No, no cabe dar por cierto que el laicismo rechace la religión o la democracia; se diría que especialmente rechaza el habitual clericalismo, la arrogación por la Iglesia del derecho a sancionar las normas de convivencia en la sociedad. En realidad seguramente son católicas —o sea, universales— estas y otras repulsas; también, por ejemplo, ante el materialismo con que se maneja la jerarquía, ante su tendencia a encubrir o relativizar conductas que la sociedad condena, ante la idea de multinacional católica o la de lobby católico.
Claro, ocurre que si un creyente se mueve en el catolicismo y se muestra objetivo ante la trayectoria de la Iglesia, o se confiesa alineado con el laicismo, entonces es fácil que genere desconfianza, tal vez simplemente por pensar con autonomía; que despierte, sí, aprensión derivada del sociocentrismo perceptible en no pocos colectivos. En ambientes católicos no parece haber, desde luego, mucho espacio para el denominado pensamiento crítico —del que no andamos sobrados, aunque sí nos demos a menudo todos a la crítica-censura— y sí, en cambio, parece arraigar la actitud acrítica, asintiente, corporativa.
Puede resultar oportuno recordar aquí algunas características de los colectivos sociocéntricos. En ellos las realidades se perciben de modo singular, autorreferencial, y se fortalece la creencia de estar en lo cierto, de llevar razón. Al definir posiciones y aspiraciones se puede incurrir en extremismos. El ideario común se establece por los líderes, que vienen a erigirse como fuente de información y de pensamiento. Al no abrirse espacio en los seguidores para el ya aludido pensamiento crítico, diríase que sus mentes se obstruyen, de modo que podrían fácilmente asumir inferencias torcidas, falsos dilemas, convenientes hipérboles, analogías sesgadas, derivaciones tangenciales, extrapolaciones gratuitas, conclusiones falaces.
Por cerrar estas reflexiones con una experiencia (personal) reciente, acaso reveladora, pudimos leer hace días un tuit de Escuelas Católicas (FERE-CECA) que convocaba a una quedada digital contra la denominada ley Celaá (también hubo activismo callejero ese día, sin incidentes). Decía el tuit de la mencionada patronal que querían ser escuchados y que no se iban a rendir (se leía esto con cierto aroma de advertencia). Entre los reparos a la ley, se apuntaba a la limitación de la autonomía de los centros, a la imposición de una asignatura de educación en valores cívicos y éticos, a que se dejaba a la Religión sin efectos en la evaluación, a que se introducía un “comisario político”, a que insistía “sospechosamente” en los derechos de la infancia…
Modesta mi presencia en Twitter, me atreví sin embargo a dialogar con otros tuiteros, y aludí en la redacción al debate parlamentario previsto, a la representatividad y competencia de las Cámaras, a la teórica aconfesionalidad del Estado… No detecté que se hablara de la eliminación del polémico pago de cuotas forzosas en colegios concertados y no sé si se viene incluyendo en el argumentario de rechazo, si es que no incomoda, o si incomoda pero no se dice.
Me había ocurrido con este proyecto como con la ideología de género, la eutanasia o el propio laicismo que nos ocupa: parecían ser cosas muy malas, perversas, reprobables, inaceptables; pero en cada caso se me escapaba información y sentía curiosidad. En aquella quedada, repliqué a algunos tuiteros (básicamente del sector salesiano a que sigo) en diversos aspectos: las enmiendas presentadas, la titularidad del poder legislativo, la oportunidad de la ley, la afirmación de que más de dos millones de alumnos tendrían que cambiar de centro, la de que se desoía la Declaración Universal de Derechos Humanos, la de que los docentes de la concertada trabajarían más y cobrarían menos…
Por lo que se decía, parecíamos padecer todos alguna dosis de desinformación, aunque seguramente conveníamos en lo perfectible del proyecto (como lo son todos). Si se acepta mi particular opinión, el sociocentrismo católico se manifestaba una vez más, incluyendo un perceptible seguidismo acrítico tras lo manifestado por los líderes. Al parecer, estos habían buscado las cosquillas al texto y a estas se agarraban los seguidores. El texto, por cierto, bien pudo haber sido redactado dejando zonas sensibles y hasta pronunciamientos-sonda.
Claro, todos somos bastante subjetivos al opinar, y no hay que olvidar que la ley será sin duda revisada y enmendada donde corresponde. Pero volviendo, ya para terminar, al tema que nos ocupa, cabe pensar, sí, que la Iglesia entiende la laicidad a su manera; de un modo que parece relativizar la independencia del poder político en la sociedad civil. Y a la vez atribuye grave perversión al laicismo, contra el que parece decidida a batallar —sin rendirse—, mediante la instrumentalización de los fieles de la alta (doble: clero y credo) fidelidad. O sea, que parece justificar en lo tan perverso del laicismo su batalla por seguir notoriamente presente en la vida pública.
José Enebral Fernández
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