Se suele decir que Europa es el encuentro de unos valores con un espacio geográfico. Pero después del auge de las políticas neoliberales sin un contrapeso social, ante la inminente ampliación al Este y con la cuestión turca en el horizonte, es necesario precisar tanto los valores como la geografía del proyecto europeo
Sobre este debate acerca del ser y la razón de ser de Europa han incidido recientemente dos acontecimientos diferentes pero relacionados: la demanda del Papa de que la futura Constitución europea contenga una referencia a Dios y a la herencia de la fe cristiana y las declaraciones del presidente de la Convención, Valéry Giscard d'Estaing, afirmando que la adhesión de Turquía sería el fin de la Unión Europea. La amalgama de estas dos posiciones, tendentes a concebir a Europa como un "club cristiano" y, en consecuencia, excluyente de un gran país musulmán como Turquía, era tan inevitable como peligrosa.
La demanda del Papa, asumida por el Partido Popular Europeo y por algunos representantes socialdemócratas, significaría, en mi opinión, un importante cambio en un proyecto político que es intrínsecamente laico desde sus inicios y debe seguir siéndolo, con aún más fuertes razones, en el futuro.
Una Constitución debe regular las relaciones entre la sociedad civil y el poder político que de ella emana. Cierto es que la Constitución polaca proclama a Dios "fuente de verdad y de justicia", los países escandinavos son oficialmente luteranos, los británicos confían que Dios salve a la reina y los americanos imprimen en sus billetes de banco un "in God we trust" que no hemos considerado necesario para nuestro euro.
Pero los tratados que han ido conformando la Unión no han incluido hasta ahora mención expresa a valores religiosos ni a herencias de ningún origen, quizá porque todas contenían elementos que más valía olvidar y porque la historia de Europa está demasiado llena de conflictos religiosos. Por el contrario, la UE es un conjunto de Estados que se han vinculado entre sí a través de acuerdos y de instituciones perfectamente laicas. Era la única forma de construir un futuro compartido para comunidades de dominante católica, ortodoxa o protestante en una población que cuenta ya con 10 millones de musulmanes y donde sólo el 15% es regularmente practicante.
Es obvio que el espacio europeo tiene profundas raíces judeo-cristianas y que entre los valores y las pautas culturales comunes de los europeos muchos se deben al cristianismo. Todos celebramos la Navidad, aunque sea en el día del solsticio de invierno, el dies natalis de los emperadores romanos, y la forma en la que lo hacemos sea más bien un retorno al paganismo que le dio fecha.
Pero otros muchos de esos valores se han construido contra la Iglesia o las Iglesias. Y, puestos a recordar herencias históricas, habría que recordarlas enteras, con sus guerras de religión, las matanzas de las Cruzadas, las noches de San Bartolomé y las hogueras de la Inquisición, Galileo y las evangelizaciones forzadas, los pogromos y la vista gorda con el fascismo.
En realidad, todos los valores que caracterizan la identidad europea son el resultado de combates, luchas y sufrimientos. Se han constituido desde el mundo grecorromano, la aportación judeocristiana, intensos contactos con la civilización árabe, los ideales de la Ilustración y de las luchas sociales que engendró la revolución industrial. Esos valores son los de la libertad, democracia, tolerancia, respeto a los derechos humanos, igualdad, especialmente entre géneros, separación del poder espiritual y el temporal, solidaridad, justicia y cohesión social. Y en materia de democracia, derechos humanos e igualdad, Dios es un converso reciente. Se acomodo durante siglos con la esclavitud, ayer todavía bendecía a Franco y no ha sido ajeno a la tragedia de los Balcanes.
Por otra parte, la cuestión de Dios y la herencia cristiana ya fue debatida por la Convención que elaboró la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea que la actual Convención ha propuesto que se incluya en la futura Constitución con la fuerza jurídica vinculante que le faltó en Niza.
En ella se establecen la libertad de pensamiento y religión, el derecho a la educación según las convicciones religiosas de los padres, el respeto a la diversidad religiosa y se prohíbe toda discriminación por razones de convicción.
¿Por qué entonces querer relanzar el debate?
Quizá porque en algunos países, Irlanda y Polonia por ejemplo, se siguen mezclando argumentos religiosos y políticos y se trata de asimilar la UE con la destrucción de su identidad católica o la imposición del aborto, divorcio o eutanasia. Quizá porque la democracia cristiana, gran ganadora política de la posguerra, concibió Europa como una simbiosis del cristianismo y el Derecho romano y esa concepción, que era más fácil de mantener durante la guerra fría, se usa todavía como una defensa, real o mental, contra el incremento de la diversidad cultural y de los movimientos migratorios que son la consecuencia del éxito de la Europa unida.
Pero lo peor sería que la pretensión de constitucionalizar las raíces cristianas de Europa fuese un intento de marcar distancias con el mundo musulmán. Si finalmente Europa dijese no a la adhesión de Turquía, cualesquiera que fuesen las razones reales, todo el mundo, y sobre todo el mundo musulmán, vería en ello las consecuencias de la concepción de Europa como un club cristiano.
Y como no lo es, no debemos exponernos a definir sus límites a través de la dimensión religiosa que sería la peor de las posibles para el papel de Europa en el mundo. Dejemos, pues, a Dios en paz y asumamos la responsabilidad de Europa en un mundo tan sobrado de referencias religiosas como falto de respeto a los derechos humanos.