De cuando en cuando en la vida pública se dan circunstancias que hacen aflorar las creencias fundadas de las personas, esas que se llaman los fundamentos de las cosas. Son esas creencias que, unidas a unos comportamientos y razonamientos que las apoyan, determinan como somos cada uno. Son muy particulares de cada persona, y están protegidas por la discreción y la intimidad de la libertad de pensamiento. Estos días, con motivo de la tramitación de la ley sobre la eutanasia, son especiales ya que tenemos la oportunidad de escuchar, entender y comprender posturas personales antes opacas. Cada una distinta, con una gran diversidad de creencias y argumentos. Napoleón decía que “la única batalla que se gana huyendo es la del sufrimiento”, lo que nos conduce a evitar tales situaciones si así lo expresa la persona que lo padece. Como seres inteligentes aspiramos a razonar y argumentar nuestras creencias, cosa harto difícil. Y es más difícil aún intentar convencer a los demás de nuestras inseguras certezas. Sin embargo, escuchar estas argumentaciones nos puede ser útil para orientar nuestras propias reflexiones sobre la vida propia, con argumentos y pensamientos que nos permitan un mejor entender y mejorar el vivir que nos toca.
Alrededor del significado de la vida, su origen y finalidad, así como su pertenencia, se articulan muy distintas posiciones. Estamos tratando de aclarar los pilares de la filosofía del buen vivir, de las preguntas universales de cómo y por qué estamos aquí, sobre las que tanto debatieron los griegos y los filósofos posteriores en sus diferentes escuelas. Hablar de libertad personal ante la vida propia, de prolongarla o darla por agotada con antelación, es acercarse a las raíces de nuestras creencias más profundas, religiosas o no. Por eso es importante escuchar y aprender en estos días. Hay que tener en cuenta que en esto de las creencias no somos muy libres -ni nosotros ni nadie-, pues la impronta biológica de nuestros ancestros y grupos sociales opera con tanta eficacia como ocurre en otros casos estudiados en la etología animal.
Para los que tenemos 65 años o más, recordemos un poco este espacio ideológico religioso en el que dimos los primeros pasos. Nacimos con un pecado original que se desdibujaba con el bautismo en la parroquia, y que era el comienzo de una vida de sufrimiento acá, para un destino de felicidad suma o castigo eterno en el más allá. Y para las mujeres habría que añadir que su misión en este mundo era tener hijos para el cielo. De ahí la sumisión social organizada de las mujeres a los hombres, que conduce a una situación heredada de dependencia, cuyas consecuencias vemos cada día. Entonces se llamaba santa resignación en el matrimonio. Podríamos seguir con el miedo, las penitencias para el perdón, etc., pero no se trata de eso. Se trata de percibir que en pocos años estos estigmas culturales van siendo obviados y al ir siendo olvidados provocan cambios sociales que son muy importantes, como el de la legalización de la eutanasia. Supone reconocer que la vida es un atributo de la persona y solo de ella.
¿Por qué es importante? Porque queramos o no estamos construyendo otra batería de creencias, que en definitiva sustentarán el sentido de la vida. La vida, la buena y la mala vida es nuestra responsabilidad. La Ilustración forjó un “Atrévete a Saber” para resaltar el conocimiento en el progreso social y hoy estamos cerca de acuñar el “Atrévete a Vivir”. De la buena vida nos debemos ocupar nosotros como individuos y como colectivo que crea circunstancias que posibilitan que sea posible para todos o casi todos los que convivimos en un determinado momento. Las anteriores ideas o creencias sobre la propiedad externa de la vida y sobre la sumisión organizada entre personas van entrando en crisis. Ideas que han venido justificando un modelo de sociedad y de gobernanza entre diferentes jerarquías, castas, géneros y grupos humanos.
Otro gran tsunami social en estas formas de entender las relaciones entre personas, es el tema de la igualdad de derechos y el respeto a la dignidad de las personas. Esta llamada a la comunidad como modelo de seres cercanos se contradice mucho con los procesos de generación de desigualdades en el acceso a los recursos, que los modelos económicos imponen. Así, laicismo e igualdad aparecen como sustratos de las nuevas creencias con las que rellenar ese gran hueco que se abre con el título del artículo De religión, anarquista. Porque anarquía -sin estructura de poder-, conduce a la necesaria organización entre cercanos. Abandonadas las anteriores seguridades del más allá, el buen vivir, aún sufriendo, solo puede apoyarse en los demás, en los que están cerca, en los que me hacen posible sentirme bien entre ellos.
El bien estar es complejo, subjetivo, personal y evolutivo. Superados el dolor y el sufrimiento -que lo asfixian- el bienestar agrupa posibilidades que conducen a realidades sobre el estar bien con los demás, para poder hacer y crear con las capacidades disponibles y poder elegir responsablemente entre opciones. El propósito vital, si existe, se materializa aquí y cerca. Y ese propósito es la vida cotidiana o lo que expresamos cuando nos preguntan qué tal estamos, qué tal va la vida. Si tenemos hijos hablamos de ellos, y si emprendemos algo lo narramos para que otros observen el curso de nuestras actividades y tendencias. Cada vez es más habitual recoger la consigna de que vivir bien es disfrutar el máximo del corto plazo, de cada instante. Y más aún después de un triste acontecimiento que limita o corta las posibilidades vitales de cualquier persona. Esta, la del “carpe diem”, es la receta alternativa a aquella anterior de sufrir aquí para gozar allá. El bien vivir no es estridente ni en dinero, ni en poder, ni en sensaciones, ni en conocimiento. Está más bien sostenido en apoyos mutuos y con ciertos propósitos, incluso sencillos pero motivadores. Estos los encontraremos cerca de los próximos y viviendo la mutua reciprocidad amable, fruto de la amistad agradecida.
“De religión, anarquista” no basta. Puede que sea parte de una nueva etapa en la socialización humana donde el sentido de la vida sea una relación enriquecedora entre más iguales y cercanos, y dentro de una sociedad del cuidado mutuo. Los aires de la economía vigente como disciplina práctica, que diseña las relaciones humanas, no conducen de momento a esa utopía, pero los pasos de renovación de creencias que el debate sobre la legalización de la eutanasia puede generar, son siempre un buen comienzo.
Juan José Goñi Zabala