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De cristianos e imperialistas católicos

Escribía Montesquieu respecto al exterminio de la población indígena indiana por parte de los españoles: “Un pueblo tan numeroso, como todos los de Europa juntos, desapareció de la tierra con la llegada de esos bárbaros”. ¿Fue un genocidio la conquista de América? Si bien los españoles no buscaron el exterminio indígena por razones de raza –mestizos y criollos formarían parte en adelante de una nueva realidad–, con el Descubrimiento arrancó un gigantesco proceso no sólo evangelizador –el dios de los católicos no existía en el Nuevo Mundo–, también colonizador.

“La explotación de la Nueva España –escribe Neil Faulkner– fue despiadada. Los nativos no asesinados por cañones, enfermedades o hambre eran a menudo obligados a trabajar hasta la muerte en las minas y en las haciendas de sus nuevos amos coloniales. Las Leyes de Burgos de 1512-13 decretaban que los indios debían trabajar para los encomenderos españoles nueve meses al año y pagar diezmos a la Iglesia Católica, y que sus mujeres e hijos serían esclavizados y sus propiedades confiscadas si se resistían. La población del área de Lima en Perú –prosigue Faulkner– cayó de 25.000 habitantes a solo 2.000, y la de México de diez a tres millones de habitantes. La ciudad minera de Potosí, en la actual Bolivia, aumentó en cambio su población hasta 150.000 habitantes gracias al trabajo forzoso (mita). Un noble español escribía así al rey en 1535: “He viajado por buena parte del país y he visto una destrucción terrible”.

Si Carlomagno, dominador centroeuropeo, era coronado en los nuevos Estados pontificios (año 800) como Sacro emperador católico, siete siglos después, y en paralelo al discurrir de la Casa Imperial, Alejandro VI, el papa Borgia, otorgaba el título de “Reyes Católicos” (1496) a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Descubiertas las Indias, la Monarquía hispánica había de convertirse en singular garante católica (universal) del Vaticano en todos aquellos nuevos mundos aún por descubrir.

En lo que respecta al Nuevo mundo, Isabel indicaba en su testamento que junto a la misión evangélica, debía procurarse el mejor de los tratos a los indígenas. En sus bulas, Alejandro VI hablaría de instruir a los naturales en la fe y las buenas costumbres. El argumentario no resultaría distinto en tiempos de Carlos. Refiere la oficina del emperador: “Es nuestra voluntad (…) que los indios sean libres y no estén sujetos a servidumbre”. Pura retórica. Si para la atormentada población de América Latina, el horror había llegado para quedarse en 1492, las nuevas colonias de la Monarquía no podían ser concebidas sino como una gran posesión destinada a ser expoliada.

La plasmación en lo concreto del modelo de explotación indiana presenta un momento particularmente interesante de la Hispanidad. Bartolomé de las Casas buscó reivindicar la inocencia de los sometidos, denunciando los horrores del sistema de explotación. Representada por Juan Ginés de Sepúlveda, la comprensión oficialista de la colonia defendía una aristocrática jerarquía de la humanidad. En tanto más atrasados, la Monarquía estaba legitimada para hacer de los indios su mano de obra. “Los indígenas no merecen recibir la fe” estimaba el Consejo de Indias.

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Ilustra José Luis Abellán en su magna Historia crítica del pensamiento español: “En su libro, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (Sevilla, 1522), el mismo Las Casas dice: Todas las cosas que han acaecido en las Indias han sido tan admirables y tan no creíbles, que parecen haber nublado y puesto en silencio a quien no las vio. Entre estas son las matanzas y estragos de gentes inocentes y despoblaciones de pueblos, provincias y reinos que en ellas se han perpetuado, y todas las otras de no menor espanto”. Este libro y las Relaciones de Antonio Pérez –prosigue Abellán– han sido considerados como el origen de la leyenda negra antiespañola (…) pero es seguramente la obra de Las Casas la que más influyó en ello, a través de los increíbles relatos de matanzas de que está llena. Se va pintando una imagen de los españoles en la que solo brilla la crueldad implacable y la insaciable sed de riquezas. Únicamente en La Española, según el famoso Apóstol de los Indios, hubo antes de la conquista tres millones de almas, de las que solo quedan doscientas. Y refiriéndose al Continente, escribe: “Somos ciertos que nuestros españoles, por sus crueldades y nefandas obras, han despoblado y desolado y que están hoy desiertos, estando llenos de hombres racionales, más de diez reinos mayores que toda España, aunque entren Aragón y Portugal en ellos, y más tierra que hay de Sevilla a Jerusalén dos veces, que son más de dos mil leguas. Daremos, añade, por cuenta muy cierta y verdadera que son muertos en los dichos cuarenta años, por las dichas tiranías e infernales obras de los cristianos, injusta y tiránicamente, más de doce cuentos de ánimas, hombres y mujeres y niños y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos…” La imagen de la crueldad española se hizo desde entonces prácticamente proverbial en todo el mundo”.

La cuestión debió hacerse así inexcusable desde el mismo 12 de octubre de 1492: ¿Podía un imperio católico ignorar su teórico reconocimiento cristiano respecto a las poblaciones que iba haciendo suyas? ¿Podía aquel presunto humanitarismo concretarse en el más cruel y depredador de los imperialismos? Las tesis de Las Casas lograban arrancar, negro sobre blanco, estatutos protectores de la Corona para la población indiana. Desgraciadamente, la suerte de todos estos pueblos no iba a cambiar en la práctica. Tras Felipe II, los reinados de Felipe IIIFelipe IV y Carlos II no harían otra cosa que renovar todos aquellos decretos de explotación. Tampoco actuarían distinto los Borbones, grandes negreros todos ellos y sus consortes, una vez instalados en la Península.

Las venas abiertas de América latina, clásico de Eduardo Galeano, continúa siendo referencia de obligada lectura respecto al maltratado hemisferio latinoamericano: “En 1581 Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento de las minas (…) Entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavélica: “El veneno penetra en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro años” informó al Consejo de Indias y al monarca (…) En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas (…) Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina, las que más gente mataban (…) Potosí era una “boca del infierno” que anualmente tragaba indios por millares y millares y cuyos rapaces mineros trataban a los naturales “como a animales sin dueño”.

En puertas del siglo XIX, las impías directrices seguían muy lejos de enmendarse. Leemos en Galeano: “En 1781 Túpac Amaru puso sitio a Cuzco. Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas, encabezó el movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura. La gran rebelión estalló en la provincia de Tinta. Montado en su caballo, Túpac Amaru entró en la plaza de Tungasuca y al son de tambores y pututus anunció que había condenado a la horca al corregidor real Antonio Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición de la mita de Potosí. La provincia de Tinta estaba quedando despoblada a causa del servicio obligatorio en los socavones de plata del cerro rico. Pocos días después, Túpac Amaru expidió un nuevo bando por el que decretaba la libertad de los esclavos. Abolió todos los impuestos y el “repartimiento” de mano de obra indígena en todas sus formas. Los indígenas se sumaban, por millares y millares, a las fuerzas del “padre de todos los pobres y de todos los miserables y desvalidos” (…) Por fin, traicionado y capturado por uno de sus jefes, Túpac Amaru fue entregado (…) y sometido a suplicio, junto con su esposa, sus  hijos y sus principales partidarios, en la plaza de Wacaypata, en el Cuzco. Le cortaron la lengua. Ataron sus brazos y sus piernas a cuatro caballos, para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió. Lo decapitaron al pie de la horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue a Tungasuca y el otro a Carabaya. Mandaron una pierna a Santa Rosa y la otra a Livitaca. Le quemaron el torso y arrojaron las cenizas al río Watanay. Se recomendó que fuera extinguida toda su descendencia, hasta el cuarto grado”.

En 1865 finalizaba la Guerra de secesión de los Estados Unidos de América. El Norte, antiesclavista, se imponía a los confederados. En adelante, solo dos naciones en el continente americano, Brasil y España –en sus islas de Cuba y Puerto Rico– seguirían mostrándose partidarias de seguir explotando la esclavitud. No sería hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando la Metrópoli, habiendo negado hasta ahora cualquier estatuto de autonomía a sus colonias, optara por abolir la esclavitud en sus últimos territorios, al atisbar el riesgo de perderlas. En tiempos de Amadeo se decretaba el fin de la esclavitud en Puerto Rico. La medida había de afectar a unos 40.000 esclavos. Cuba, sin embargo, contaba con más de 350.000. Allí los distintos intereses en disputa resultaban difícilmente conciliables con la dignidad católica.

Con motivo de los doscientos años de la independencia de México, exhorta el papa Francisco en estos días a reconocer aquellos “errores (…) cometidos en el pasado que no contribuyeron a la evangelización”. Responden los arietes del tradicionalismo cancerbero que ellos no piden perdón. Es el pedigrí. No han faltado tampoco luminarias declaraciones enmendando la plana al pontífice y hasta poniendo en valor el absolutista legado; a saber: aquel capaz de “llevar el catolicismo, y por tanto, la civilización y la libertad –¡tres siglos antes de las revoluciones americana y francesa!– al continente americano”. Toda una declaración de intenciones.

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