No hay mayor hipócrita que aquel que se dice creyente, fiel y sincero, de cualquier fe. Y si no es hipócrita, peor aún, porque el que cree a ciegas y no miente, es entonces un iluso. Como los ilusos no abundan en una especie inteligente como la nuestra, la conclusión es rápida.
No se pretende con esto insultar a nadie ni soltar aseveraciones gratuitas, pues demostrar la premisa (y sus conclusiones) no resulta complicado: creer con sinceridad plena en lo que afirma un dogma y cumplir su letra, cumplirla con todas las consecuencias, es imposible o, como mínimo, tarea propia de héroes.
La única certeza para el creyente es el miedo. Miedo a la herejía, al pecado, a no estar a la altura… En la doctrina clásica al feligrés común sólo se le aseguraba el Hades, un limbo tedioso en el que permanecería para siempre a la espera de nada. En otro dogma antiguo, el hinduismo, los fieles están atrapados en el reciclaje permanente de la reencarnación, un mecanismo celestial que funciona como la rueda del inquisidor. Aunque hablando de torturas nada hay comparable a la venganza salvaje de ese infierno que cristianismo e islam, las dos exitosas sectas del judaísmo que hoy rigen la creencia de millones de personas, ofrecen a sus partidarios.
Se argumentará que la fe no es sólo promesa de castigos, sino también de salvación y esperanza. Pues sí, y ahí está la trampa. El dogma religioso, de manera parecida a doctrinas políticas emparentadas con él, como estalinismo, fascismo o neoliberalismo, siempre muestran en su publicidad la puerta dorada del Paraíso. Pero en la práctica no regalan más que miseria. La propuesta de salvación se proyecta siempre hacia un futuro que ni llega ni puede llegar porque, a decir verdad, ¿qué ser humano de carne y hueso está capacitado para recibir la bendición suprema que proponen los dogmas?
En la fe clásica había que ser un espadachín heroico para alcanzar la condición de, al menos, semidios, único paraíso posible de aquella doctrina violenta. En cuanto a los millones de indios enredados en la rueda del samsara, qué paciencia habría que tener para alcanzar, al final del camino (si se llega), un resultado incierto. Pocas doctrinas han conseguido aunar con tanta eficacia las promesas de salvación y castigo en una sola pieza como ha hecho el hinduismo, pero aun así es agua de borrajas si se compara con el esfuerzo que supone «salvarse» en cualquiera de las religiones del Libro.
Para el solitario dios hacedor de los monoteístas toda conducta humana es pecado. El judaísmo, que tiene más recorrido, a veces incluso hace mofa de esto (hasta cierto punto), aunque no es así en el cristianismo ni en el islam, donde el intento por sustentar «lógicamente» la doctrina (que se lo digan a Aristóteles) ha desembocado en un interminable reguero de crímenes, guerras y, sobre todo, incertidumbres para el creyente piadoso.
El dios único es tan ocurrente y fértil a la hora de dictar normas que las contradicciones surgen como setas y el fiel ya no sabe a qué atenerse, pues haga lo que haga, pecará. La única seguridad que puede tener el creyente, si de verdad se lo creyera todo, sería vivir en un estado de ansiedad constante, pues sabría que la condenación es inevitable. Si además tratara de ser coherente con el rito y el dogma acabaría loco, pues no podría superar las imposibilidades lógicas de hacer una cosa y su contrario.
Es obvio que, si bien los creyentes pueden hacer gestos raros como arrodillarse ante retratos de seres imaginarios y pedirles cosas, o cargar muñecos a cuestas por las calles, no suelen comportarse como locos ni les come el ansia (a algunos sí, pero por otros motivos). Sólo algunos niños poco despiertos viven aterrorizados el primer adoctrinamiento, pero enseguida se les pasa: o aplican la lógica infantil que pone de manifiesto la ridiculez de las doctrinas, y se salvan; o asumen la hipocresía de los adultos, y se calman.
Teniendo en cuenta cómo el método científico desvela cada día en qué consiste la realidad y lo lejos que se encuentra ésta de cualquier mito… ¿por qué ese empeño de tantísima gente en creer que cree fantasías, incluso hasta el fanatismo en algunos casos? Porque la verdad que ofrece el conocimiento científico es objetiva y no proporciona lo que el creyente busca en su fe, que no son certezas, sino consuelo.
Consuelo, porque el creyente es el gran desesperado. Tan convencido está en su pensamiento profundo de que la vida carece de sentido que necesita adornarla de cuentos que muestren, al menos, un camino a seguir. El creyente es un enorme pesimista y por eso el dogma suele albergar un tono fatal bajo sus oropeles. La religión antigua mexicana, como la vikinga, como la cristiana en toda época, o como el nazismo, tienen en su punto de mira el desastre absoluto. Si alguien lo duda, que se pasee por una iglesia de la secta católica y contemple los horrores de su iconografía repleta de torturas y mutilaciones. Su libro sagrado concluye describiendo el fin del mundo.
Estas sutilezas, que se dan en toda doctrina (porque todas son, en lo esencial, idénticas) no importan al creyente, que se queda sólo con lo bueno. Es fácil, porque la fe, religiosa o patriotera, es un espacio hueco. Puede que ayude al débil a sobrellevar el día a día, a fortalecer su convencimiento de que forma parte de algo grande y, sobre todo, a mantener en pie la capacidad de negación que nos caracteriza como especie: el autoengaño es una de nuestras especialidades. Pero también lo es la visión clara y por eso la fe ciega sólo puede acabar en decepción.
Frente a la ansiedad por trascender, por creerse parte de un todo mayor (dios, la patria, el destino), por buscar un «sentido»… hay que empezar por decir en voz alta, a uno mismo y a los demás, una de esas verdades que —parece mentira— vuelven a sonar subversivas: no existen los dioses, ni las patrias, ni hay un propósito superior. Y esto es bueno.
Aspirar a que otro (un dios, el líder providencial, etc.) venga a solucionar nuestros problemas es un magro consuelo. Además, sería desastroso. Nadie va a salvarnos, y no ya fabulaciones teatrales como los dioses, sino tampoco ninguno de los mesías de carne y hueso que se prodigan aquí y allá. Es bueno que sea así porque no sólo cada cual es responsable de su propia suerte, sino que todos juntos somos responsables del devenir común de nuestra especie. Podemos hacerlo mal, confiando en quimeras y aferrados a un ídolo o a una bandera. Pero también podemos hacerlo bien, utilizando la razón.
Es terrible pensar que el universo pudiera estar en manos de tiranos sobrenaturales, incontestables, repletos de soberbia y crueldad, como los que pintan las mitologías. El universo como patrimonio de superseres psicópatas es un concepto tan perverso que da la medida de hasta qué grado se encuentra enferma la civilización. Esto explica también que doctrinas en principio ajenas a la fe religiosa, como la mayoría de las grandes ideologías, compartan todos sus rasgos negativos (incluso exacerbados, al eliminar la minúscula base ética y social que sí posee, con todo, la religión).
Por desgracia la creencia no es un fenómeno en declive: en tiempos de crisis, miseria y guerras por doquier, las luces de la razón se apagan y cada vez más gente se aferra al dogma con la esperanza (otra vez) de mitigar o distraer la miseria cotidiana soñando con paraísos. Vana ilusión, pues los dioses y los héroes, los mesías y sus apóstoles, lejos de solucionar problemas, los agravan y crean otros nuevos.
El universo real que nos ha revelado la ciencia —y sigue haciéndolo cada día, con mucho esfuerzo— es más fascinante y maravilloso que cualquier pobre colección de cuentos. Y lo mejor es que este universo no posea sentido ni finalidad alguna. ¿Quién fue el soberbio que decidió que había de tenerlos?
La libertad requiere esfuerzo y valor, y el primer paso para conseguirla consiste en sacudirse el miedo a la intrascendencia y la esperanza en paraísos ridículos. Desterrado el sentido de misión, el ser humano se quita de encima el miedo a la muerte y puede asumir que, en efecto, forma parte de algo grande: el cosmos. Cada uno de nosotros es un pequeño trozo de universo que trata de comprenderse a sí mismo.
Si superamos la inclinación a autoengañarnos no necesitaremos consuelos mentirosos. Y si somos capaces de tomar las riendas de nuestra propia vida, tampoco harán falta intermediarios en forma de líderes, sacerdotes o salvadores. No será necesaria la humillación de postrarse a suplicar delante de un muñeco. Entonces seremos, si no inmortales, al menos libres de nuestras propias tonterías.