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Cultura laica

Las Iglesias, cualquiera que haya sido su origen, se han constituido, durante siglos, en las capitalizadoras de nuestra moral indicándonos cómo tenemos que ser

Desde que hacemos ese primer viaje azaroso que es el parto, en el que otra mujer nos da la luz, ya desde ese momento estamos en un proceso de aculturación que acabará cuando nos despidamos de la vida.

Hablar de cultura sería escribir de esos elementos intangibles que nos conforman la vida, toda ella, desde la prescripción más banal a la más trascendente.

Nacemos y empezamos a percibir, a sentir, a oír, a ver, más tarde a entender, a comprender, nos informamos. Todo lo que nos llega se adhiere a nuestra vida con mayor o menor intensidad, pero nos entretiene.

Recibimos, sobre todo las mujeres, mensajes de subordinación y de resignación, se nos muestran modelos más o menos diversos, en función de lo más o menos democrático que sea el lugar donde llegamos y nos desarrollamos. Crece nuestro cuerpo y crecen y se perfilan los mandatos de la cultura donde habitamos.

En todo este trayecto, y durante demasiado tiempo, una particular forma de entender la espiritualidad de las personas se ha impuesto con carácter preponderante. Las Iglesias, cualquiera que haya sido su origen, se han constituido, durante siglos, en las capitalizadoras de nuestra moral indicándonos cómo tenemos que ser.

Estos mandatos no nos han hecho más libres, ni más autónomas, más bien nos han hundido en un marasmo de resignación y de renuncia a nuestra capacidad de sentir y de ser.

Todavía hoy, el cuerpo de las mujeres es el escenario donde se dirime la decencia, el honor familiar y se intenta que pertenezca a instancias distintas de su propio yo.

¿Qué cultura es ésta que no permite a personas adultas tomar sus propias decisiones? ¿Qué cultura es ésta que instituye ideologías que limitan su capacidad de autonomía?

La respuesta es clara: es la del patriarcado articulado en el entramado de las religiones monoteístas, que sacralizan la superioridad de los hombres sobre las mujeres a partir de sus textos sagrados y de sus prácticas organizativas en tanto que iglesias.

La humanidad, que ha determinado formalmente, a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que todos y todas somos iguales, que debemos tener los mismos derechos y posibilidades vitales, ha creado un marco formal que colisiona con "culturas" de otras organizaciones que siguen negando estos principios universales, en ocasiones vehiculando sus pretensiones a través de partidos que se dicen demócratas, pero no lo son.

Afortunadamente, ahora estamos en un estadio de la evolución humana en el que, gracias al desarrollo de los principios democráticos de convivencia, varias culturas interactúan en el ámbito social en un momento temporal/geográfico concreto.

Es verdad que algunas tienen más poder, disponen de elementos de difusión masiva que les permiten producirse y reproducirse, creando paradigmas falsos y dañinos para toda la ciudadanía y sobre todo para las mujeres. Se utilizan, sobre todo, dos vehículos: partidos políticos que defiendan, más o menos veladamente, los distintos papeles que hombres y mujeres deben asumir, y se utiliza el sistema educativo como transmisor eficaz de esas desigualdades. Actualmente, en esta ola neoliberal que nos invade, y por lo que hace a este asunto, se propaga la perversa idea de que las y los que valen llegan… No sabemos a dónde, pero sí sabemos que es falso, ya que todos y todas no partimos de los mismos lugares, ni nos enfrentamos con las mismas barreras.

Otras formas de ser y de estar, otras culturas, están ocultas, pero no por ello son inexistentes. Están en los márgenes o en las periferias más alejadas, según las circunstancias. Algunas de esas culturas serían el feminismo y el laicismo.

El feminismo, en sus distintas vertientes, ya que es un movimiento vivo y evoluciona, ha denunciado ese sistema de abuso que es el patriarcado, practicando otras formas de vida y explicándonos el mundo de otra manera.

El laicismo ha mostrado, entre otros aspectos, la necesidad de conformar las sociedades democráticas en torno a los principios que les son propios y, sobre todo, a la libertad de la conciencia, relegando a la esfera privada todas las expresiones de ésta.

Frente a estos elementales principios, nos cabe preguntar, para ir concluyendo:

¿Qué democracia es ésa en la que a una parte de la población se le limita la capacidad de tomar decisiones sobre su propio cuerpo, en función de creencias que sólo deben de obligar a quienes las tienen?

¿Qué democracia es ésa que a una parte de la población no le permite controlar su salud sexual y reproductiva?

Mi cultura democrática, por lo tanto feminista, por lo tanto laica, me da derecho a exigir vivamente la desaparición en el ámbito de lo público de todas esas culturas de discriminación que se quieren imponer a toda la ciudadanía, participe de esa cultura o no.

La democracia, más allá de sus valores, no debe de reconocer otras superioridades morales que las que la informan y constituyen.

REFERENCIA CURRICULAR

Rosario Segura Graiño nació en Madrid. Es Licenciada en Ciencias Políticas, madre de dos hijas, funcionaria desde 1976 y desde 1990 trabaja en el Instituto de la Mujer, desarrollando su actividad con las mujeres de la Universidad que construyen el Área de Conocimiento "Estudios de las Mujeres, Feministas y del Género". Ha tenido la oportunidad de trabajar como consultora en organismos internacionales y publicar algunos artículos sobre políticas de igualdad, así como de participar y organizar seminarios en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) y en otros ámbitos. Dice de sí misma: «Soy feminista y creo que las mujeres debemos incorporarnos activamente, además de en otros movimientos, en el de la consecución de una sociedad más laica, más libre, que se articule alrededor de valores democráticos que nos respeten como cuidadanas que somos».

 

Este artículo forma parte del número 18 de la Revista "Con la A" dedicado a "Creyentes, librepensadoras y descreídas"

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