Por otro lado, creer en la razón equivale a asumir que la realidad es inteligible; es decir, la percepción de la realidad es útil, sirve para buscar esencias comunes entre sucesos y objetos distintos, sirve para construir verdades que una sola excepción puede pulverizar. La razón conecta la creencia con la realidad. Con la razón se discurre, con la razón se comprende, con la razón se conversa. Con la razón se puede cambiar una creencia; he aquí la contradicción.
Mientras el creyente racional pasea por el mundo de las ideas, no tiene por qué ocurrir nada especial. La crisis aparece cuando se descuelga a analizar las cuestiones de este mundo, cuando pretende comprender su propia vida y la de sus vecinos. La razón, la buena razón, siempre se ofende cuando una creencia, una buena creencia, le cierra el paso. Esta clase de contradicción asoma en muchas disciplinas, quizá en todas, pero en ninguna como en teología. ¡Tratar de la fe sin renunciar a usar la razón! En principio, ¿por qué no? Las contradicciones, bien llevadas, proveen suculentos avances en la construcción de conocimiento. El teólogo Enrique Miret Magdalena es un interesante caso de creyente racional. Siento simpatía por el espíritu que palpita en el fondo de un reciente artículo suyo publicado en estas páginas, pero los argumentos y referencias que median entre el título (Contra la credulidad) y su última frase (‘Si somos creyentes o no creyentes, no seamos crédulos, ¡por favor!’) no son, creo, buena letra para tan buen espíritu.
El artículo empieza bien. El presunto animal racional es un engreído de sus creencias. Por eso, muy a menudo, las antepone a la razón. Estamos de acuerdo. A continuación recuerda: grandes matemáticos que se rigen sólo por la lógica de la evidencia (sic) han cometido errores garrafales que a veces se han perpetuado durante siglos. Conclusión: somos demasiado crédulos. Estamos en desacuerdo. ¿Qué es un crédulo? Un crédulo es alguien que asume una verdad fácilmente, sin exigir demasiadas garantías a la realidad que debe soportarla. No veo de qué manera un matemático, como matemático, puede ser un crédulo. La matemática es una construcción mental que no tiene por qué hacer concesiones a la realidad física. Pero quedémonos con la idea y pasemos de la matemática a las ciencias experimentales. En ciencia sí se matizan verdades, todos los días. Y se corrigen. Y se sustituyen. Pero una verdad cuya vigencia ha resistido siglos es la prueba misma de que no se basaba en una verdad para crédulos, de que las garantías que la sustentaban eran bien robustas en su momento. ¿De qué sirve citar aquí a ilustres personalidades como Abel, Bernouilli, Cauchy, Euler, Fermat, Gauss, Lagrange o Poincaré? Las verdades para crédulos, justamente, aguantan muy poco en ciencia (fusión fría, esporas resucitadas del ámbar, fósiles terrestres de bacterias marcianas…). A un científico en horas de servicio no se le puede llamar crédulo. Llamémosle de otra manera; por ejemplo, creedor. Creedor: el que cree con garantías razonables y está dispuesto a cambiar la verdad vigente por otra más coherente (con menos contradicciones) y / o más completa (con menos lagunas). Un científico, como científico, es siempre un creedor de la creencia en la que trabaja, nunca un creyente o un crédulo. El método científico (basado en la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica con la realidad) sirve para tratar ideas, no tanto para captar ideas. Por eso, el científico necesita creer, partir de una creencia. Cree en una idea, pero luego la pasa por el método. Si después de la colisión creencia-realidad la creencia queda libre de paradojas de contradicción (la realidad dice A y la creencia dice no A) y de paradojas de incompletitud (la realidad dice A y la creencia no dice A ni no A), entonces el científico continúa creyendo. En caso contrario abandona la idea y busca otra. En resumen: creedor sería el que exige todas las garantías que la realidad pueda ofrecer en un momento y lugar; crédulo, el que exige muy pocas, y creyente, el que no exige ninguna.
Si nos atenemos a estas definiciones (de las que Miret es no culpable), entonces la conclusión que atribuye credulidad tanto a creyentes como a no creyentes se vacía de contenido. La infamia en la historia de la humanidad se explica en clave de credulidad, pero no en descargo de creedores y creyentes. Ser creyente es, sencilla y llanamente, el grado máximo de credulidad, el caso más grave. De nada sirve construir ilustraciones a base de una misma persona con categoría de creyente (o no) en un aspecto, con calidad de crédulo (o no) en otro y acaso correcto creedor (o no) en un tercero. Que un crítico de un religioso sea supersticioso no prueba nada, salvo que ambos son creyentes. ¿De qué sirve citar aquí a Balzac, Dumas o Zola?
Y llega la hora de la verdad. Como buen creyente racional, Miret se tropieza pronto con las preguntas ¿qué razón podemos tener para ser creyentes? ¿Qué es la fe? El primer amago de respuesta menciona nada menos que la probabilidad en física cuántica (!), pero tan prestigioso concepto no da ni para reorientar las preguntas. Miret vierte entonces una nube de citas (del matemático-filósofo Édouard Le Roy, del tomista Garrigou-Lagrange, del neomarxista Garaudy, del biblista Bultmann, del teólogo Rahner…) que intento sintetizar a continuación.
Resulta que el término creyente no significa, en general, lo que los creyentes creen que es ser creyente, no es una simple adhesión intelectual a una lista de teoremas (esto suena bien)…, sino el discernimiento de una exigencia de vida del espíritu (sic) (esto no se entiende demasiado, pero seguimos avanzando), una experiencia moral básica, escoger el bien por el bien (bravo, aquí abrazaría con fuerza al señor Miret)…, un absoluto en el fondo de esa exigencia moral que es ya afirmar a Dios, sea como sea como se le nombre (vaya, tan bien que íbamos…). Supongo que, al llegar a este punto, el creyente respira aliviado: después de todo, ser creyente sí vuelve a ser lo que él toda la vida ha creído que es ser creyente. Y así se vuelve a enredar en la contradicción de siempre.
Intentémoslo de nuevo. ¿Por qué somos creyentes? ¿Qué es la fe? ¿Se puede intentar otra aproximación a estas preguntas que no sea la del creyente racional? Para mostrar que sí se puede (y sólo para eso) propongo un sencillo juego mental. Imaginemos por un instante al primer humano que accedió al conocimiento abstracto. Seguramente abrió los ojos, miró el mundo y se asustó. Se asustó mucho. ¿Cómo mantener la propia identidad independiente de los caprichos de un mundo tan incierto? ¡Con el conocimiento! Agarrarse al conocimiento sin tener aún conocimiento al que agarrarse debía ser aterrador. Muchos debieron morir de pánico o de autocompasión, pero unos cuantos, pocos, que habían nacido con una fe indestructible en algo, lograron dominar su miedo y seguir vivos. De esos pocos descendemos todos, claro. De ahí la universalidad espaciotemporal del concepto creyente, del creyente con fe inquebrantable en algo, ya sea en una intuición, en un dios, un ídolo o en una buena identificación colectiva (familiar, tribal, deportiva, nacional…). Simplificando mucho, la creencia se enunciaría así: la selección natural favoreció el gen de la fe. Es una idea fastidiosa quizá para algunos, pero es una idea razonable: se le puede aplicar la razón. No es una idea de creyente. Es una idea de creedor; esto es, una idea que la realidad puede rechazar, sin que por ello haya que pagar con la sangre del clásico conflicto irresoluble.
Creo que la idea fundamental del artículo de Miret es promocionar un fondo de exigencia moral como salida para seguir siendo creyente. Yo sólo cambiaría creyente por creedor. El matiz es esencial. Lo mejor que la humanidad ha hecho en favor de sí misma ha sido por la gracia de algunos creedores que empujan y para la desgracia de algunos creyentes que se resisten. La esclavitud humana fue compatible con millones de creyentes de cientos de miles de religiones desde el amanecer de la humanidad hasta ayer mismo. La abolición de la esclavitud no estaba impresa en ninguna creencia de creyente, fue un boceto de creedor. Algo parecido ocurre con la liberación de una de las dos mitades de la humanidad: las mujeres. La democracia hunde sus raíces en una creencia de creedor; cualquier otro sistema político lo hace en una creencia de creyente. Lo que más se acerca a un absoluto en materia de exigencia moral quizá sea la llamada Declaración de los Derechos Humanos. No conviene ser creyente ni siquiera en honor de tan hermosa idea, porque cualquier día caemos en la cuenta de que falta un nuevo derecho o un nuevo matiz. Yo apuesto por los creedores. Y si a la hora de organizar la convivencia humana hay que elegir entre un creyente o un crédulo, por favor, que sea un crédulo.
[Nota] *Jorge Wagensberg es director del Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa en Barcelona