En un artículo anterior (“El belén y la extraña familia”) tras comentar, con cierta ironía, aspectos irracionales de la llamada “sagrada familia” terminaba con la siguiente reflexión:
“Lo que me interesa destacar es que estamos ante un relato en el que se violan principios físicos y biológicos que cualquier persona por poco instruida que esté puede detectar fácilmente. Sin embargo sigue aceptándose como cierto por millones de personas. ¿Por qué?”
El biólogo E.O. Wilson recoge la esencia del problema cuando afirma: “La predisposición para la creencia religiosa es la fuerza más compleja y poderosa en la mente humana y con toda probabilidad una parte imborrable de su naturaleza”.
En mi opinión, dado que las creencias religiosas constituyen un rasgo casi universal, resultado de impulsos heredados por presentar ventajas evolutivas para la supervivencia, resulta más interesante indagar en el por qué de las mismas que poner en evidencia los aspectos absurdos de su contenido. En consecuencia, su estudio, debe abordarse como un fenómeno natural centrado en la evolución de la especie en general y la del cerebro en particular. Teniendo presente que la presión evolutiva del cerebro lo ha sido en el sentido de la supervivencia y no de conocer la verdad.
Desde esta perspectiva, las explicaciones creacionistas no nos son útiles, ya que nos remiten a la fe y los dogmas como argumento, que es tanto como decir que “las cosas son así porque si, y no necesitan ser demostradas”, en vez del análisis de los hechos desde la ciencia y las leyes de la naturaleza. Con lo que se limitan a “cubrir con un oscuro manto de ignorancia la luz de la razón”, suspendiendo la aplicación del razonamiento crítico ante hechos contrarios a la lógica y al conocimiento científico.
Comenzaremos por distinguir dos fenómenos que suelen confundirse: espiritualidad y religiosidad. Entendemos por espiritualidad un rasgo de la naturaleza humana, que puede darse al margen de las creencias religiosas, descrito como “un sentimiento placentero con sensación de atemporalidad y de acceso a una segunda realidad que experimentamos de manera más vívida e intensa que la cotidiana como consecuencia de una hiperactividad de estructuras del cerebro emocional”. Por el contrario la religiosidad, del latín religare, o sea, unirse a dios, implica poseer dichas creencias. En definitiva, que la religión está basada en la espiritualidad y no se concibe sin ella, pero la espiritualidad puede existir, y de hecho existe, sin religión.
Para entender el sustrato biológico de las creencias religiosas son importantes tres dispositivos o módulos cerebrales relacionados con “la conciencia espiritual”:
- El denominado “Operador binario” descrito por el psicólogo Eugene D’Aquili, que analiza la realidad en términos opuestos, como la dicotomía yo-otro y que posiblemente sea el responsable de la “tendencia natural” a la dicotomía material-inmaterial, cuerpo-espíritu, que constituye la base del dualismo.
- El “Dispositivo hipersensible de detección de agencia” (DHDA), descrito por el psicólogo Justin L. Barret, y que nos predispone a detectar en la naturaleza “agencias” parecidas a las humanas, de manera que atribuimos a los objetos y fenómenos naturales una capacidad o potestad de acción intencionada, que en realidad no existen. El DHDA nos predispone a cometer, lo que en estadística se conoce como, error de tipo 1 o falso positivo, consistente en “creer que hay algo cuando en realidad no lo hay”, es decir “ver lo que no existe”. Resulta obvia la ventaja evolutiva para la supervivencia de dicho módulo, pues confundir una sombra de un árbol o una roca con un depredador no implica riesgos vitales, quizás solo un poco de estrés. Sin embargo los falsos negativos, pensar que la sombra es del árbol cuando corresponde a un depredador nos puede costar la vida.
- El “módulo interprete”, descrito por M. Gazzaniga en pacientes con el cerebro dividido tras una “callosotomía” como tratamiento en algunos tipos de epilepsia. Dispositivo involucrado en la génesis de las creencias humanas, al estar en la base cerebral de una de las características primigenias del ser humano, su curiosidad y necesidad de “crear explicaciones a posteriori de todo lo que hacemos”. De manera que, aunque las razones sean inconscientes y por tanto desconocidas siempre elaboramos ad hoc un relato “coherente y no necesariamente verdadero”.
Con estos datos podemos avanzar una respuesta plausible a la pregunta origen del escrito.
Si nos retrotraemos a los albores de la humanidad, cuando nuestro cerebro emocional e intuitivo lo era casi todo, mientras que la corteza prefrontal, base del razonamiento, estaba en fase embrionaria. Nuestros primitivos antepasados, pertrechados de “mucha” intuición y “escasos” conocimientos para enfrentarse a los interrogantes que sus experiencias vitales les planteaban, como ¿Cuál es la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto? ¿Qué ocurre tras la muerte? ¿Qué es lo que da origen al despertar, al sueño, al enajenamiento, a la enfermedad, a la muerte? ¿Qué son las formas humanas que se aparecen en los sueños y en las visiones? ¿Quién causa las tormentas? etc, es plausible imaginar que, a través del soporte biológico de la espiritualidad, encontraran en las creencias animistas las respuestas que necesitaban. El animismo al considerar que los fenómenos naturales pueden y deben explicarse de la misma manera y por las mismas leyes que la actividad humana subjetiva, consciente y proyectiva, poblaba la naturaleza de mitos, atribuyendo una intencionalidad a dichos fenómenos y estableciendo entre la Naturaleza y los Humanos una “profunda alianza”, que al basarse en los mecanismos intuitivos del cerebro emocional más antiguos y potentes que las recientes regiones de la corteza prefrontal, aún perdura en nuestra civilización a través de las distintas doctrinas religiosas.
A los argumentos anteriores de su persistencia tenemos que añadir las ventajas evolutivas que las religiones han aportado a los grupos que las asumían, sobre todo por facilitar la cohesión y la salud del grupo.
Con estos soportes biológicos, la exposición desde la infancia a una cultura potenciadora de dogmas y mitos religiosos, nos conduce a una sociedad organizada en base a ritos como el ejemplo origen de este escrito.
Antonio Pintor Álvarez