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Creencias, vida y delito

En verdad, la «guerra santa» impulsada por la iglesia contra quienes no comparten sus creencias como la persecución y el tratamiento criminal a las mujeres que interrumpen sus embarazos no es la mejor manera de defender ni la vida del feto,

Es cierto que, políticamente hablando, ninguna coyuntura preelectoral es propicia para abrirse frentes, lidiar con poderosos adversarios o como el caso de Bolivia, emular reformas a modo de continuar con la “revolución democrática” de los primeros años. Estos son más bien tiempos crepusculares, de consolidación y reproducción del poder asegurándose la reelección. En este marco, la demanda por despenalizar el aborto surge inoportuna, aunque sea de las filas del propio oficialismo. Ya el presidente Evo Morales ha mandado la señal, “es un delito” porque así lo establece el ordenamiento jurídico del país.

Y aunque el “debate está abierto”, en palabras del vicepresidente, la ofensiva real la lleva la Iglesia Católica, cuyas coordenadas están puestas por ella al afirmar que: “es muy triste que nuevamente” se quiera “imponer” leyes “de muerte”. Mientras tanto el gabinete está a la zaga haciendo cálculos políticos, sin ninguna convicción respecto al carácter laico del Estado y el Tribunal Constitucional Plurinacional ignora que los derechos reproductivos están consagrados en la Constitución.

Es cierto que la Iglesia constituye un actor poderoso que habita con sus amenazas de excomunión y pecado en la conciencia de muchos de sus habitantes, hombres y mujeres y quizá de algunos de nuestros gobernantes pese a su “Pachamamismo”. Sin embargo, es tarea del Estado democrático, laico y de derecho, mover las aguas de mitos, dogmas y creencias y enfrentarse a las iglesias cualquiera sea su credo, para no dejarse vencer por discursos religiosos que se aferran a la afirmación de sus propios principios morales por encima de los derechos de las mujeres para salvaguardar su salud y su vida. En verdad, la “guerra santa” impulsada por la iglesia contra quienes no comparten sus creencias como la persecución y el tratamiento criminal a las mujeres que interrumpen sus embarazos no es la mejor manera de defender ni la vida del feto, ni de la madre. Todo lo contrario.

Ninguna mujer que se embaraza para abortar, y si ello ocurre es un imponderable, cuando no producto de la violencia. El aborto implica un dilema moral y ético para las mujeres, pero son ellas quienes en última instancia deben resolver desde una conciencia autónoma si desean proseguir o interrumpir un embarazo. Mientras tanto el Estado tiene la obligación de legislar no para las iglesias, sino para toda la sociedad y acompañar a través de políticas públicas de calidad cualquiera sea la decisión que las mujeres tomen respecto a su maternidad.

La interrupción del embarazo es en suma un problema de salud pública, de acceso igualitario a información, de educación sexual en las escuelas, de métodos anticonceptivos gratuitos y derecho a un aborto “seguro”. En Bolivia, éste se practica y salva la vida de algunas mujeres con recursos mientras que cientos de otras mujeres jóvenes, pobres y migrantes que recurren a la clandestinidad están condenadas a la muerte o a lesiones físicas de por vida. Se calcula que esta injusticia se lleva cada año la vida de 480 mujeres por abortos mal practicados, con la complicidad de los poderes públicos y del fundamentalismo religioso.

Es pues fundamental el esfuerzo de las organizaciones de mujeres, indígenas, feministas, de derechos humanos, intelectuales, cientistas, artistas, jóvenes, académicos/as, analistas políticos, periodistas que puedan acompañar este debate de la despenalización del aborto para poner en evidencia la cara patriarcal del Estado Plurinacional y romper con presentaciones culposas y creencias que a título de defensa de la vida en abstracto, violan y amenazan los derechos humanos de las mujeres.

La autora es socióloga, docente de la UMSS

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