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Contra la orgía católica

Debo reconocer de entrada que soy de los pocos ateos con papeles, de esos que han hecho formalmente apostasía renunciando a la pertenencia a la Iglesia católica. Pero he tenido una educación basada en las tradiciones católicas, y quiero recalcar que educación en las tradiciones católicas no quiere decir, sólo ni fundamentalmente, en la aceptación de la fe. Aprecio especialmente la tradición universalista iniciada por San Pablo, una de las mayores revoluciones sobre la concepción del hombre: «Todos los hombres somos hijos del mismo Dios», aunque tardamos dieciocho siglos en verlo traducido a lenguaje laico en el ámbito de la política con la declaración de independencia de EE UU: «Que todos los hombres son creados iguales». Aprecio también las corrientes que generaron el movimiento humanista en Europa: la unión con el prójimo en el mismo dolor, que hoy traducimos por la solidaridad que surge del reconocimiento del 'otro'.
El catolicismo ha sido origen de muchas tradiciones, de todo signo, pero me cuesta encontrar una en la que incardinar a los adolescentes histéricos de estos días, que me recuerdan más a las 'groupis' con la libido alterada en los conciertos. Madrid se ha convertido en espacio conquistado con ostentación por la JMJ. Es seguramente el efecto más buscado y preparado: el argumento de fuerza de la fe católica: somos muchos, somos más.
Y ya que, cada vez que hablan, lanzan críticas a todas las personas que no son de su tribu, espero yo que, aunque sólo sea por resignación cristiana, acepten que otros, que no pertenecemos a su tribu, podamos criticar sus posiciones.
Por lo que leo y veo estos días, lo fundamental de sus discursos no es la defensa de sus propios valores sino las críticas de los ajenos. Una me crea especial malestar: el uso perverso del concepto de libertad en las palabras del papa. Reitera, siempre que tiene oportunidad, que sin Dios no hay verdadera libertad. Es un truco burdo de todos los totalitarios que hemos padecido en la Historia; si la libertad no te lleva a mi verdad, esa no es verdadera libertad. Lo han repetido sin cesar todos los dictadores de cualquier signo: si no aceptas mi posición es que haces un mal uso de la libertad. Nuestro dictador particular decía que la libertad era la suya y el libertinaje el del resto. Yo quisiera preguntar: Si no puedo elegir entre una opción u otra, si no puedo escoger entre Dios y su ausencia, entones, ¿para qué quiero la libertad?
Y cuando le escucho hablar sobre la persecución de los cristianos, del impedimento de la expresión pública de su fe, ya me enfado de verdad. ¿Le parecerá poco haber tomado en exclusiva todo Madrid? ¿Que el Estado haya puesto a su disposición todos los espacios públicos, poniendo recursos y funcionarios a su servicio? ¿Le parece que es impedir la expresión pública de fe las innumerables procesiones de Semana Santa que recorren las ciudades españolas? Y, sobre todo, ¿le parece persecución que la religión católica sea la única sostenida con impuestos públicos de los creyentes y no creyentes españoles? ¿Dónde está su ecumenismo y la tolerancia respecto otros creyentes para no denunciar este monopolio de los católicos?
Pero me parece a mí que con lo de la persecución quiere decir otra cosa: mientras haya gente que no comulga con ellos, mientras haya gente que crítica sus posiciones, se sienten perseguidos. Sólo cuando todos asumamos su posición y nos sumemos a su comunidad terminará verdaderamente su persecución. Porque no están dispuestos a aceptar que las normas que regulan el comportamiento público se sustenten en un concepto pluralista de la sociedad: donde se deja un gran margen a las convicciones personales. Una sociedad pluralista permite que un ámbito amplio de la vida personal sea decidida por el propio individuo: la función del Estado no es decirle qué tiene que hacer, sino garantizar que pueda vivir su opción personal. Los católicos se olvidan de que la Ley del Divorcio no obliga a los católicos a divorciarse; respeta su opción y también la de los otros, que entienden el matrimonio de forma diferente. Pero a estos católicos que campan en Madrid no les basta, quieren imponer a todos su forma de entender el matrimonio – y no sólo el matrimonio-, y mientras no lo consigan se sienten perseguidos.
Mi mujer, que es polaca y atea, reconoce sin embargo un papa, uno sólo: el polaco. Ella también se ha horrorizado al conocer que este papa traía como reliquia sangre de Wojtyla. Al ver este macabro tráfico de restos, me han venido a la memoria Voltaire, Beccaria y los primeros ilustrados que hablaban de los tiempos bárbaros en los que los corazones de los hombres estaban invadidos por las supersticiones y la ignorancia.
Pero sé que intentar un dialogo con este papa es realmente difícil, Habermas, con candor excesivo, lo intentó llamándole el papa de la razón. Pero terminó la conversación sin haberse iniciado de verdad. Porque el argumento de fe no acepta el argumento de razón, y los católicos, cuando no encuentran salida en argumentos de razón, se blindan abrazándose a la fe, que no acepta ningún diálogo con posiciones discrepantes.
Habermas proponía la creación de un lenguaje universal que pueda traducir los argumentos de los discrepantes. Hasta la fecha sólo el lenguaje de la razón ha intentado con seriedad este objetivo, y aunque es incapaz de traducir los argumentos de fe logra, sin embargo, comprenderlos. Un diálogo que reconoce el lenguaje de la razón deja a los discrepantes desnudos de todo apoyo externo a sus propios argumentos. Cada uno debe buscar razones desde un lenguaje compartido para defender sus posiciones. Este papa no está dispuesto a ello: Dios no acepta discusión y la fe es la prueba de su existencia.Yo no tengo intención ni ganas para discutir con estos católicos que vivaquean por Madrid. Pero me preocupa su pretensión de imponer al resto su forma de vida buena. Una forma de vida de la que hacen ostentación con esta orgía, que más que para ellos ha sido diseñado para aviso de navegantes de los que no somos de su tribu.
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