Que la religión es cosa de cada uno y que el Estado no debe entrometerse en ella es una teoría sostenida por muchos desde hace tiempo, pero pocas veces conseguida. En el caso español, la imposibilidad de plasmar una absoluta neutralidad de los poderes públicos respecto de la religión se manifestó en el artículo 16 de la Constitución Española (CE). Como es sabido, este precepto consagra la aconfesionalidad del Estado, pero acto seguido obliga a los poderes públicos a “tener en cuenta” las creencias religiosas de la sociedad –sin duda, se refiere en realidad a las creencias de los ciudadanos españoles, o a las existentes en la sociedad- y mantener “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. La Constitución pudo, sí, romper la larga tradición de confesionalidad de España, plasmada ya en la Constitución de 1812, en cuyo artículo 12 se señalaba, algo premonitoriamente, que “la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. El liberalismo no llegaba, pues, al extremo de amparar la libertad religiosa, iniciándose así una cadena que continuaría en las sucesoras de la Pepa, con la breve interrupción de la Constitución de 1931 y los frustrados propósitos de dos constituciones que no llegaron a entrar en vigor, la de 1856 y la de la I República.
Pero lo que la Constitución no pudo evitar es pagar el correspondiente tributo a nuestra larga historia de confesionalidad católica. Es verdad que el Art. 16.3 de la Constitución española parte de la proclamación de la aconfesionalidad del Estado, y es también cierto que el inciso subsiguiente es, más que otra cosa, “una concesión a una realidad sociológica” . Pero de concesiones verbales a realidades sociológicas está empedrado el camino de todo tipo de realidades jurídicas y económicas.
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La consagración de la libertad religiosa no puede hacerse, pues, más que eximiéndonos del tributo que pagamos al pasado. Hay vías para ello. Algún padre a cuyo hijo obliguen, para “no discriminar” a quienes deseen recibir enseñanza religiosa, a sacrificar su libertad personal para autodeterminar en qué emplear su tiempo podría llegar a solicitar el amparo del Tribunal Constitucional. Y, tal vez, alguien podría plantear la posible inconstitucionalidad del Acuerdo al respecto con la Santa Sede por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad. Ciertamente, una declaración de inconstitucionalidad de este Acuerdo podría aparejar los problemas inherentes a la declaración de inconstitucionalidad de un tratado internacional; la Santa Sede estaría en su derecho de denunciarlo si no se cumple en sus estrictos términos, o en los que la contraparte interprete que son sus estrictos términos. Pero tal vez así nuestra libertad religiosa estaría real y efectivamente protegida, y consagrada nuestra soberanía interna para determinar cómo ha de ser nuestro propio sistema educativo. Igualmente, algún contribuyente podría algún día negarse a satisfacer la proporción del IRPF que él destina a otros fines sociales y otros encauzan hacia la Iglesia católica; la ulterior actividad administrativa otorgaría la ocasión de impetrar el amparo del Tribunal Constitucional o, aún antes, instar al órgano judicial que conozca del recurso que eleve la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad. Tampoco es descartable que alguien que deba tomar posesión de un alto cargo se niegue, invocando la aconfesionalidad estatal y su derecho a la libertad religiosa, a prestar el juramento ante símbolos de una confesión religiosa determinada, como también es posible que algún letrado, o alguna de las partes o testigos que hayan de comparecer en una vista oral, se nieguen a hacerlo ante los símbolos de una confesión religiosa.
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