Veinte años después de que el informe Support revelase en toda su crudeza las graves deficiencias de la asistencia de la muerte, hay que admitir que, si bien se han dado pasos en la buena dirección, son hasta ahora insuficientes. La cultura médica occidental no ha integrado todavía en su ADN que para los hombres y mujeres del siglo XXI, el objetivo de una muerte digna es tan importante como lo ha sido hasta ahora la recuperación de la salud.
La realidad es que, a pesar de que la mayoría de la población expresa su preferencia por morir en casa y con los cuidados mínimos imprescindibles para evitar el sufrimiento sin prolongar una existencia vegetativa, morimos mayoritariamente en hospitales de agudos, sometidos a toda clase de procedimientos invasivos y sin la mínima intimidad deseable. Muchas veces, en la soledad más lamentable. Por una especie de lógica perversa, los avances médicos no sólo han conseguido que muramos más tarde, también que lo hagamos más lentamente y rodeados de tecnología.
Desde luego, no es sólo que no se presten oídos a los deseos del paciente. Es, también, que no se tiene certeza de cuáles eran. En nuestras sociedades, hablar de la muerte y de cómo desearíamos que se produjera es un tema tabú. Vivimos de espaldas a la muerte porque se nos ha enseñado a temerla. El resultado de ignorarla es una mala muerte entre tecnología.
Mientras estamos en condiciones de hacerlo, evitamos manifestar nuestras preferencias y la cosa se complica porque, a causa del aumento de años vividos, es cada vez más frecuente que las personas afrontemos el final de nuestras vidas con diversos grados de incapacidad. No sólo las demencias o las secuelas neurológicas de accidentes vasculares; incluso la prolongación de enfermedades crónicas (diabetes, insuficiencia renal, cardiopatía isquémica…) que hace unos años acortaban el tiempo de supervivencia por efecto de complicaciones sin solución técnica, enfrentan hoy su tramo final con niveles de consunción y pérdida de energías que en muchas ocasiones llegan a ser, en verdad, incapacitantes.
En situaciones de incapacidad para decidir, las decisiones recaerán necesariamente en médicos y familia que se verán obligados a decidir en la incertidumbre.
Como instrumento para cambiar esa realidad, Luis Kutner, abogado activista de los derechos humanos, elaboró y publicó en 1969 el primer modelo de testamento vital (Living Will), que luego se ha generalizado en las legislaciones de los países desarrollados. No así entre la ciudadanía.
Ese testamento vital, en España denominado oficialmente «documento de instrucciones previas», es un instrumento legal que nos permite comunicar anticipadamente, a quienes nos asistirán al final de nuestra vida -tanto sanitarios como familia y allegados- los valores en que basamos nuestro personal sentido de la dignidad, tanto en la vida como en la muerte, y determinar qué cuidados médicos acordes con dichos valores aceptamos y cuáles rechazamos.
El derecho a formular el testamento vital se configura así como la garantía de que nuestra autonomía, eje de toda relación sanitaria, será respetada incluso si llegáramos a perder la capacidad de decidir. Pero, además, servirá para descargar a los familiares de decisiones que, en el contexto afectivo y emocional del final de la vida, entrañan serias dificultades y secuelas posteriores.
Para los profesionales, conocer los valores y preferencias de su paciente será de gran ayuda para proporcionar una asistencia acorde con los criterios morales de quien se acerca a la muerte. Sin la certeza de cuáles eran los deseos del enfermo, la formación recibida por los médicos les hará inclinarse con toda probabilidad hacia la aplicación de medidas encaminadas a la prolongación de la vida; especialmente, si no se tiene evidencia de sufrimiento por parte del enfermo y más aún si el entorno familiar tiene dificultades para admitir la situación como irreversible. El resultado será el recurso a hospitalizaciones y procedimientos de tratamiento que, sobre ser incapaces de revertir la situación, tienen un elevado coste económico. Es un hecho que un tercio del gasto sanitario capitativo se consume en los últimos seis meses de vida pero, como queda dicho, no es la voluntad de quien afronta la muerte la responsable de ese dispendio.
Sorprendentemente, a pesar de sus virtudes y potencialidad, el testamento vital es un instrumento muy escasamente utilizado por el conjunto de la ciudadanía. En España, el número de testamentos vitales registrados hasta enero de 2015 es tan sólo de 3,86 por cada mil habitantes. Y en Estados Unidos, donde está mucho más integrado en la cultura médica, apenas alcanza a un tercio de la población. Es evidente que las cosas no se han hecho bien hasta ahora.
Todos los estudios que han buscado las razones de esta escasa acogida coinciden en su desconocimiento no sólo por la población, también por la mayor parte de los sanitarios. El hecho debería ser un inquietante elemento de reflexión para nuestros políticos y responsables sanitarios.
Con este panorama, ¿pueden imaginar una ciudad de 52.000 habitantes en la que el 96% de las personas haya expresado anticipadamente, en un testamento vital, sus deseos sobre cómo vivir el final de sus días, en qué ambiente y recibiendo qué cuidados médicos?
Pues existe. Se llama La Crosse y se extiende a orillas del río Misisipi en el estado norteamericano de Wisconsin. Una ciudad sin otra peculiaridad demográfica que el hecho de que sus habitantes, jóvenes o viejos, ateos o religiosos, republicanos o demócratas, todos, de cualquier sexo y color, han superado el tabú de la muerte lo suficiente como para reflexionar sobre la propia con su entorno familiar y sanitario y, tras tomar sus propias decisiones al respecto, las han expresado en un testamento vital.
Resulta especialmente esperanzador el hecho de que este resultado sea fruto de la iniciativa y el esfuerzo de un médico: el doctor Bernard Hammes, bioético del hospital local, que diseñó un programa de Planificación Anticipada de Cuidados basado en La Conversación, un guión que ayuda a las personas a hacerse preguntas sobre cómo desearía que fuese su final, a compartir sus respuestas con su entorno afectivo y con el sanitario y a suscribir su testamento vital.
La consecuencia más sorprendente de esta iniciativa local, que ha merecido un reportaje de la revista Forbes, es que los datos demuestran que en La Crosse no sólo se muere mejor y más acorde con los deseos de los pacientes. También se muere más barato. Resulta que seguir los deseos expresados por los pacientes reduce costes asistenciales. Concretamente el coste de la asistencia en los dos últimos años de vida en La Crosse es de 18.000 dólares frente a los 26.000 del promedio nacional. La experiencia en La Crosse es que cada dólar invertido en el programa permite ahorrar dos en costes sanitarios. Promocionar el testamento vital es rentable no sólo moralmente, también económicamente. Un dato que debería mover a reflexión a los políticos responsables de que en nuestro medio el testamento vital siga siendo casi clandestino. Y, también, una oportunidad para declararlo el decimoquinto derecho a reivindicar en el 9º día europeo de los derechos de los pacientes, el próximo 12 de mayo. La lista no está cerrada.