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¿Cómo tratar con los antivacunas?

Desde que germinó la oposición a las vacunas, allá por el siglo XIX, los científicos se han preguntado cómo desactivarla. Y en esas seguimos.

El debate es tan viejo como la vacuna contra la viruela. Corría el siglo XIX y muchos temían que aquella sospechosa inyección los convirtiese en vacas. La transformación podía ser total o parcial (aparición de cuernos, florecimiento de rabo, desarrollo de ubres…). En Londres incluso se formó una suerte de protolobby, la Anti-Vaccination League, que exponía al público sus temores y animaban a la insumisión contra el pinchazo obligatorio.

Hoy la viruela está erradicada, pero la aversión hacia las vacunas permanece. Su fórmula magistral no ha cambiado mucho con el paso del tiempo: un cóctel de desinformación, recelo hacia la autoridad y miedo, combinado a veces, no siempre, con incultura científica. Tampoco el debate sobre la forma adecuada de tratar este fenómeno se ha movido un milímetro de donde estaba en el XIX. ¿Qué hacemos con esta gente? ¿Cómo se les puede convencer de que su postura es equivocada y peligrosa? ¿Hay que dirigirse a ellos con buenas palabras o es mejor tratarles como una panda de pirados?

Algunos científicos y divulgadores abogan por esto último. Les llaman idiotas en público y los caricaturizan con un gorro de celofán en la cabeza, consultando el horóscopo o buscando chemtrails. Los comparan con los terraplanistas o los negacionistas del alunizaje. Es una simplificación. Muchas de las personas que rechazan las vacunas ni siquiera han oído hablar de Roswell y están bastante seguras de que la Tierra es aproximadamente redonda.

Los medios se refieren (nos referimos) a toda esa gente como el “movimiento antivacunas”, como si fuesen descendientes ideológicos de la Anti-Vaccination League decimonónica. Pero esa es también una etiqueta simplificadora. Por más que exista algún grupo organizado (al menos, en Facebook), dudo que la mayoría de las personas que se niegan a vacunarse contra la COVID se considere parte de alguna clase de movimiento. Sus experiencias son distintas y también sus motivaciones. ¿Hay pirados entre ellos? Seguro. Pero ¿acaso no los hay en todas partes?

La otra estrategia, abanderada por el resto de científicos y divulgadores, se basa en el respeto y en una decidida apuesta pedagógica. Todo el mundo puede estar equivocado, y no por ello debemos despreciarlos. Armados de paciencia, quienes así opinan invierten parte de sus esfuerzos profesionales en convencer a la población de que las vacunas constituyen uno de los grandes logros de la humanidad, a la altura de los antibióticos, el ibuprofeno o la Nespresso.

No lo tienen fácil porque, en esa versión simplificada de la realidad que tanto se estila en redes sociales, ellos están en el lado oficialista. Trabajan en el sistema científico (malvado) o para grandes (y malvados) grupos de comunicación. Les dan premios patrocinados por Bayern, por Johnson & Johnson, por GSK. ¡Por supuesto que quieren que nos vacunemos! ¡Son la voz de su amo, y su amo fabrica las vacunas y (opcional) también las enfermedades!

¿Solución? Nadie lo sabe. El hecho es que las dos estrategias, la hostil y la paternalista, están demostrándose igualmente infructuosas, y una combinación de ambas (“¡Eh, maldito imbécil, lee este artículo divulgativo que he escrito para chalados como tú!”) no parece que vaya a mejorar las cosas.

Hasta hace poco, la desconfianza hacia las vacunas era un fenómeno residual en nuestro país. Ya no puede decirse que lo siga siendo. Hay asuntos más preocupantes, desde luego. Muchos. Pero desdeñarlo como si fuese cosa de cuatro pirados sería un error. Aunque solo sea porque, a veces, los pirados ganan las elecciones.

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