La historia es la que explica el presente, y nos ayuda a edificar el futuro conociendo los errores cometidos, para no repetirlos. Algo tan evidente que no sé por qué en ocasiones tengo que recordar, especialmente a todos aquellos que me critican duramente mi memoria y el hecho de que conozca lo que ha sido el PSOE antes de 1977, dónde militaban Suárez o Fraga antes de jugar a ser demócratas, o por qué Juan Carlos I fue rey de España. Una vez más me dispongo a escribir desde esta memoria, para saber cómo podemos llegar a un estado laico verdadero y justo.
La vida, a diferencia de lo que nos venden, es más plural y diversa de lo que a muchos les gustaría, y más allá de etiquetas y bandos, hay personas que, con unas inquietudes u otras, aspiran a que se respeten sus derechos, se les eviten injusticias y participen del bien común. Sin embargo, muchos gobernantes y reyes, han pretendido uniformar todo y, pasándolo por el filtro de la religión, imponiéndose el título de “reyes por la gracia de Dios” (o caudillos de España), buscando la bendición episcopal y papal para gobernar camuflados en una “voluntad divina” que les permitiese salir airosos de todos sus errores. Al mismo tiempo, obligaban a la religión de turno a ser benefactora de su discurso, mientras garantizaban privilegios a los mismos que los defendían, en una suerte de matrimonio entre poder y religión, o cesaropapismo, donde a los súbditos, que no ciudadanos, solo les queda asentir. De todo ello, quizás el ejemplo más reciente en nuestro país, sea Franco.
Tras el alzamiento armado contra el orden democrático en 1936, y hasta 1939, el ejército sublevado, en nombre de una “santa cruzada”, la emprendió contra una república democrática para instalar un régimen militar fascista. En nombre de esa “santa cruzada” se asesinó a sacerdotes vascos y catalanes, se bombardeó Guernica mientras se rezaba en sus iglesias, como también se bombardeó la catedral de Alcalá y la de Cartagena. No son sino unos pocos ejemplos de cómo Franco utilizó la religión como le vino en gana, se alió con una jerarquía que le era beneficiosa, nombró solo a obispos favorables a su dictadura (y es que tenía el derecho de nombrar obispos), atacó a quien no pensó como él, aunque fuera cristiano, y buscó una imposición religiosa a todo el país para que, garantizando las iglesias llenas, a él se le garantizara un pueblo fiel y sometido.
El tiempo pasó y, mientras se había impuesto el cristianismo en aulas, hospitales, celebraciones institucionales y hasta la vida civil, otra parte de la iglesia estaba aliada con el PCE, muchos sacerdotes y fieles encabezaban huelgas y movimientos obreros, un gran número de obispos y sacerdotes dio la espalda al dictador, hasta el punto que Franco empezó a pedir a la guardia civil ir a las misas para controlar las homilías e imponer multas a quien hablase contra él, edificó una cárcel en Zamora solo para sacerdotes, quiso excomulgar al obispo Añoveros por decir que se respetara la cultura vasca y hasta pidió al papa Pablo VI que obligara a los curas a no ser comunistas. En medio de todo esto, los obispos tenían privilegios no solo fiscales, sino también políticos y judiciales, la iglesia era protegida a nivel institucional, aunque a sus fieles y a muchos de sus curas la dictadura les hiciera imposible la vida.
Así llegamos al período que llaman democrático, y con él a unos acuerdos Iglesia- Estado que poco o nada tienen que ver con la laicidad. La constitución española dice que España es aconfesional y al mismo tiempo le reconoce un lugar privilegiado dentro del marco jurídico. En contra de la voluntad de Vicente Enrique y Tarancón, y de no pocos obispos de la época, pasamos a un período diferente de la dictadura franquista, pero se sigue dando religión en las aulas, se sigue teniendo exclusividad católica en la convalidación de matrimonios civiles, las universidades y hospitales tienen capillas de exclusividad católica y servicios religiosos pagados por todos los españoles, la iglesia goza de exención de impuestos de bienes inmuebles, el obispo castrense es elegido por el rey y los sacerdotes castrenses pagados con los presupuestos generales del estado… Y así, varios privilegios que, a día de hoy, hacen que sigamos sin alcanzar un marco de convivencia donde quepamos todos, y nadie esté por encima de nadie.
Para remontarnos, quizás sería conveniente diferenciar tres cosas que no deben confundirse: Dios, iglesia y jerarquía. Dios, o la divinidad, no es exclusivo de la iglesia católica y, si bien los creyentes mayoritarios hoy en día pueden ser de esta confesión en nuestro país, nuestra pluralidad debe llevarnos a preservar, como dicen los Derechos Humanos, el derecho de toda persona a la libertad de culto. No garantizará la libertad de culto los privilegios a una única religión, ni tampoco la discriminación a confesiones minoritarias, lo cual no es perjuicio para el catolicismo, sino llamada a una convivencia mejor. La iglesia es el grupo de los creyentes, donde podemos encontrar una gran pluralidad, más allá de lo que nos vendió el franquismo y aún el PP reclama, en esa iglesia hay conservadores, liberales, progresistas, comunistas, anarquistas y apolíticos. Flaco favor hace la jerarquía al aliarse con un partido que representa solo la conservación de sus privilegios heredados del franquismo, y mucho peor hace al atacar a otros grupos políticos porque están más cerca de la realidad; y es que quizás ese es el problema, que hemos heredado estos años una equiparación de iglesia con jerarquía, y entendemos todo esto como única religión posible, cuando muchos creyentes dentro de esa iglesia no se sienten representados por esa jerarquía.
A diferencia de aquellos obispos que pretenden atacar leyes progresistas, pensando que al tratar de imponer su pensamiento en la política van a conseguir que más gente haga lo que ellos piensan, los ciudadanos y ciudadanas hemos aprendido a convivir respetándonos, y estamos en un tiempo oportuno para exigir que, de toda esta pluralidad, emerja una constitución que reconozca la laicidad y garantice un espacio en el que creyentes y no creyentes, practicantes ono, podamos convivir desde el respeto, sin privilegios para ningún credo o jerarquía, y al mismo tiempo, en un país donde todos quepamos, y es que la colectividad debe llevarnos a la convergencia de ideas, no a la confrontación en la que un bipartidismo cómplice nos haga votar enfrentados a creyentes y no creyentes una misma política que los eternice a ellos, mientras nos roban derechos, nos privan de libertades, nos venden el estado y se ríen de nosotros.
El laicismo no es una realidad con la que marearnos a creyentes y no creyentes, para que los obispos atemorizados por la pérdida de privilegios hagan a la iglesia votar en masa al PP (iglesia que, por suerte, no les ha hecho caso al acudir a las urnas), mientras el PSOE predica que va a conseguir la laicidad que no han llegado siquiera a intentar en los 22 años que han gobernado. La condición laica del estado es garantía de igualdad ante la ley, ante una hacienda que no beneficie a ningún credo por el hecho de serlo, que no privilegie en aulas la difusión de un mensaje que no debe formar parte del currículo escolar, ni se den beneficios por el hecho de que no despeguemos de un franquismo que parece eternizarse. Solo desde aquí podemos garantizar que, como nuestros vecinos del norte, podemos vivir en paz unos y otros, desde el respeto y la democracia, pero sobretodo, desde una constitución y unas leyes que busquen una verdadera justicia.