El rechazo a las personas de origen árabe se remonta a la herencia colonial, pero hoy se exhibe sin complejos. Autores de esta procedencia afincados en Europa relatan sus vivencias.
El odio al árabe y al musulmán estalla en las sociedades europeas, donde se mira con creciente distancia y decreciente empatía al inmigrante que viene del sur. Sucesos como el abrazo con el que una voluntaria española de la Cruz Roja arropó al senegalés Abdou, derrumbado tras atravesar fugazmente la frontera en Ceuta, desatan una hostilidad venenosa en las redes sociales. Es el lado más visible de un rechazo que parece vislumbrar enemigos donde antes veíamos multiculturalidad. El cambio es notable porque el odio hoy se exhibe a la luz del día, pero el recelo es secular.
Varios autores que tratan el tema conectan el fenómeno a una tendencia que hunde sus raíces muy atrás. “Cuanto más mayor me hago, más me doy cuenta de hasta qué punto la visión de los árabes en Occidente está aún muy influenciada por el orientalismo y el colonialismo”, cuenta Abdelá Taia, autor de la memorable novela La vida lenta (Cabaret Voltaire). Los discursos racistas construidos hace siglos sobre árabes y musulmanes, asegura, han perdido complejos: están en los medios, en las redes. De hecho, se han vuelto un programa político para ganar elecciones, como vemos en Austria, Holanda, Francia o Dinamarca, apunta Taia, nacido en Salé (Marruecos) en 1973 y afincado en Francia, adonde llegó a los 25 años con una visión romántica de Occidente y la democracia. “Pronto vi que la libertad no era para todo el mundo, que la fraternidad puede ser a veces solo un discurso intelectual vacío de sentido y que la igualdad no es más que una quimera”, recuerda desde París en alusión a los tres principios de la República de Francia. El terrorismo islamista aceleró ese recelo hasta unos niveles de estrangulamiento de oportunidades que refleja en su libro. La vida lenta narra la historia de un homosexual marroquí en París que pasa de tener un noviazgo con un policía francés y una buena relación con los vecinos a ser denunciado como terrorista. Cuando los agentes irrumpen en su casa, detalles como la escasez de muebles le convierten en sospechoso. ¿De qué? Nadie lo sabe. Es un simple profesor con mayor formación que quienes le interrogan, pero es marroquí y por tanto un enemigo.
“No se puede meter a todos los árabes en el mismo saco. Un jordano no tiene nada que ver con un marroquí, un libanés o un tunecino. Cada uno tiene una historia particular, vivimos en regímenes políticos muy diversos. Y es esto lo que caracteriza la visión de los europeos de nosotros: todos en el mismo saco”, asegura Leila Slimani (Rabat, 1981), escritora francesa de origen marroquí. “La mayoría ignora nuestra historia, costumbres y culturas particulares. Nos ven ante todo como musulmanes y nos definen de entrada como seres religiosos. ¡Y somos mucho más que eso! Somos ciudadanos con una historia, una sociología, una cultura y una visión del mundo”. Tras eludir la indagación en su propia biografía, la premiada Slimani (ganó el Goncourt con Canción dulce) ha iniciado con El país de los otros (Cabaret Voltaire) una trilogía en la que narra su historia familiar y las distintas fases de otredad que ha atestiguado desde que su abuela normanda se enamoró de un soldado marroquí que servía a Francia en la II Guerra Mundial y se fue con él al Magreb.
Al colonialismo y a la incapacidad de suturar heridas y de reconocer excesos se sumó en años recientes el sentimiento de amenaza por el terrorismo islamista, la recesión y, sobre todo, una eclosión de la ultraderecha que, para los consultados, libera sentimientos ocultos. Sucesos como el 11-S sirven como justificación para el castigo colectivo, afirma Mohamedou Ould Slahi, que pasó 14 años preso en Guantánamo y solo fue liberado después de una larguísima batalla judicial. Autor de Diario de Guantánamo (Capitán Swing), su historia ha llegado al cine con la recién estrenada The Mauritanian. Slahi está seguro de que, si fuera blanco, nunca habría pasado por estas experiencias. “Nací en África, en una familia pobre, y ese es un pecado imperdonable”, reflexiona por correo electrónico.
Munir Hachemi (Madrid, 1989), de padre argelino, licenciado en Filología Hispánica y autor de Cosas vivas (Periférica), ha percibido toda su vida algo que oscila “entre la extrañeza con la que se mira a un animal desconocido y el odio”. Y añade: “La sensación me ha acompañado toda mi vida, aunque solo recién he sido consciente y he podido encontrarla en la cantidad de veces que he ocultado mi nombre de forma casi inconsciente para ir a buscar un alquiler o un trabajo”. Ese rechazo social tiene picos, como el que provocó el 11-S, o el actual, que ve conectado a un Occidente que lleva tiempo agonizando, que sigue mirando sus excolonias con “asco y desprecio”, y que no entiende del todo por qué tuvo que abandonarlas.
Parecida experiencia relata la escritora española de origen marroquí Najat el Hachmi (Nador, 1979), licenciada en Filología Árabe y último premio Nadal, ha perdido oportunidades de trabajo o alquileres que ya había apalabrado por teléfono cuando le veían la cara. Aunque ha sufrido racismo desde siempre, vio más intensidad cuando llegó la crisis de 2008. En España, señala, el rechazo y la desconfianza se manifiestan en la figura del “moro”, que no es lo mismo que árabe o musulmán, aunque este siempre sea musulmán y pueda ser o no árabe. “Es una construcción específica con raíces históricas: la penetración colonial del protectorado, la Guerra Civil y en alguna medida Al Andalus”. El término, explica la autora de El lunes nos querrán (Destino), decayó por políticamente incorrecto. Se maquilló el lenguaje, lo que complica la gestión del rechazo: “Si no existe, no hay nada que analizar. Pero los que venimos de Marruecos lo hemos sufrido desde hace décadas”. Quizás, dice, influye la desmemoria de lo que los españoles eran no hace tanto: más parecidos a marroquíes que a europeos.
Marwan Abu-Tahoun (Madrid, 1979) es hoy un poeta y cantautor famoso y querido, pero el racismo lo sufrió de joven, incluida “una buena manita de hostias de un profesor racista”, recuerda. Odiar sale rentable, sostiene este español de padre palestino: “Hacer una campaña política a base de bulos contra los jóvenes árabes no acompañados crea adhesión, si no, no se usaría”. Tampoco está seguro de que el racismo hoy sea mayor que antes, pero sí de que se esconde menos porque se siente avalado por la ultraderecha. Se ha establecido el relato “de que los de fuera vienen a quitarnos lo nuestro. El ignorante siente que vienen a robar lo que es suyo en lugar de a sumar. Lo terrible es que el penúltimo de la sociedad es manipulado porque le dicen que el último viene a quitarle lo que es suyo”.
El expreso de Guantánamo Mohamedou Ould Slahi tiene aprendida la receta del racismo: “Se llama a los delincuentes por su origen siempre que no sean blancos. Son delicuentes negros, musulmanes, hispanos… pero a los blancos nunca les llaman criminales incoloros”, cuenta desde Mauritania.
El inmigrante protagonista de La vida lenta enseñó a su amante francés el Museo del Louvre, en el que este nunca había estado. Fue ahí cuando rompieron. ¿Imposible aceptar el éxito del extranjero? Todos los consultados han publicado, han triunfado y se han integrado. Taia lo explica sin complejos: “Vivo en París desde hace 22 años y eso me da legitimidad real para hablar, criticar, escribir historias de gente expulsada y maltratada. Esa legitimidad me la doy yo, no espero a que el sistema me reconozca y me valide como ese buen árabe todavía colonizado en su cabeza. Avanzo con mis armas, con mi relación con el francés. París es mi campo de batalla, de varias batallas. Hay muchos que sufren mucho más que yo, los arrojados a las banlieues con la orden de que se integren”. Escribir, opina, significa incluirlos a ellos, las voces que no se escuchan. “Hay que continuar el combate”.
Un combate nada relacionado con el terrorismo, sino con la igualdad, la libertad y la fraternidad de verdad.