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Clericalismo y Poder

Esta concepción teocrática y clerical del Poder, que se encuentra formulada en la religión judía por Moisés, está en los orígenes de la historia de la Iglesia católica y de sus relaciones con los demás poderes existentes sobre l

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Todas las religiones, y especialmente, por su trascendencia política, las religiones monoteístas, sólo pueden ser explicadas en términos políticos, sociológicos,  económicos, morales, culturales y psicológicos.  Tanto en sus doctrinas como en sus intereses políticos y económicos no existe nada que nos sea desconocido. Carecen de misterio. Como cualquier mitología antigua, con cuyos contenidos se fue construyendo el mito cristiano, producto sobre todo del imaginario colectivo que necesitó unos trescientos años para dar forma a su dios antropomorfo, Jesús, y a su doctrina moral y teoría del Poder.

“Todo poder viene de Dios; los que existen han sido reglamentados por Dios mismo: resistirlos es alterar el orden que Dios ha establecido y quienes sean culpables de esa resistencia se condenan a sí mismos al castigo eterno”. (Pío VI, Quod aliquantum, 1789- León XIII, Inmortale Dei, 1885  y Rerum novarum, 1891; Pío XI, Quadragesimo anno, 1931; Doctrina cristiana y Derecho canónico en la actualidad)

De una manera práctica en la encíclica “Divini illius magistri”, escrita por el papa Pío XI en 1929, se concreta esta teoría del Poder, donde dice: “41. Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre la misión educativa del Estado está basado en el sólido e inmutable fundamento de la doctrina católica sobre la constitución cristiana del Estado, tan egregiamente expuesta por nuestro predecesor León XIII, particularmente en las encíclicas Immortale DeiySapientiae christiane. «Dios —dice León XIII— ha repartido el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo, de donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero, corno el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno yotro poder. Las (autoridades) que hay, porDios han sido ordenadas (Rom 13,1). Ahora bien, la educación de la juventud es precisamente una de esas materias que pertenecen conjuntamente a la Iglesia y al Estado, «si bien bajo diferentes aspectos», como hemos dicho antes, «Esnecesario, por tanto —prosigue León XIII—, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva, no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas, que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.”

Esta teoría, formulada por San Pablo y repetida hasta el presente en la doctrina cristiana, el derecho canónico y las  encíclicas papales, se ajustaba como anillo al dedo a la teoría formulada por Diocleciano del “Deus imperator” y se soportaba sobre el decreto de “utilitas publica”, en función del cual los ciudadanos romanos perdían la condición de hombres libres para pasar a ser súbditos del Estado, de Dios y del Emperador, que eran una misma cosa, una trinidad en la misma persona: el Emperador. Una concepción teocrática y totalitaria del Poder es la teoría de la Iglesia católica y la que gobierna esta institución.

Esta concepción teocrática y clerical del Poder, que se encuentra formulada en la religión judía por Moisés, está en los orígenes de la historia de la Iglesia católica y de sus relaciones con los demás poderes existentes sobre los cuales pretenderá afirmar su autoridad. Sobre los Estados, sobre las Autoridades y sobre los individuos que deberán quedar bajo su autoridad religiosa, clerical y moral. Que todo Poder viene de dios es afirmar lo mismo que todo poder está en el clero y, por lo tanto, el clero es la autoridad de origen que gobierna las sociedades y las voluntades de los individuos. La Iglesia católica nació con voluntad de Poder y con vocación de dominio.

Estas características nos ayudarán a entender en todo tiempo histórico la conducta del clero en relación con los Estados y los individuos y su carácter, objetiva y subjetivamente, autoritario y totalitario porque el Poder es necesario para dominar. De ahí que su ideología totalitaria alimente y simpatice con todas las formas de gobierno antidemocráticas y todos los totalitarismos. Y acabe siendo, la doctrina cristiana y su concepción del Poder,  la conciencia de clase de la clase dominante siempre que existan sistemas políticos y económicos de dominación. Aunque estos se camuflen bajo formas democráticas de gobierno en las que exista explotación económica y moral. Y en las que, por tanto, las libertades individuales estén recortadas o limitadas a las libertades políticas, porque la libertad aún no sea ni moral ni económica. Por eso no debemos olvidar que esta voluntad de Poder permanece incorruptible en su concepción teórica de la soberanía y que precisamente por eso la Iglesia católica como las religiones monoteístas, no descansarán en negar toda soberanía, todo poder que emane de los ciudadanos, de los seres humanos, porque mientras existan ciudadanos existirán seres libres que negarán la autoridad del clero.

Pero esta misma voluntad de Poder y de dominación revela su actitud de rechazo a todo cambio político, económico y moral, frente a toda revolución social porque toda revolución destruye el “viejo orden feudal o monárquico absolutista, agrario y precientífico”, “Su Orden”, que la Iglesia católica ha tratado de proteger por la sencilla razón de que sobre ese clima de ignorancia, subdesarrollo económico y científico, de sumisión moral y política, ella, el clero, como toda religión monoteísta, fundamentaba y ejercía su dominación absoluta.

En este libro no voy a tratar de dioses cuya existencia nos es desconocida por su falta de presencia o porque están ausentes del devenir de los seres humanos. Eso sería un lamento especulativo. De los que sí voy a tratar es de los llamados dioses monoteístas porque éstos sí podemos decir, en términos sociológicos, políticos, económicos, legislativos, morales y psicológicos, que existen. De éstos podemos probar fácilmente su existencia porque se materializan  al identificarse con el poder y al estar en posesión de inmensas riquezas; porque poseen privilegios y legislan; porque mandan y bendicen ejércitos;  porque tienen una moral represiva con la que los poderosos construyen la cultura dominante, materializada en la opinión pública, expresada en “el qué dirán”; existen dioses porque la mujer ha sido, y sigue siendo, despreciada, humillada y sometida; existen dioses porque el placer sexual ha sido perseguido, llevado a los tribunales, condenado e incinerado en su nombre.  Estos dioses, que consideran que el individuo no es un fin en sí mismo sino un instrumento a su servicio para alabarlos, ensalzarlos y glorificarlos,  ya nos están indicando su carácter autoritario y totalitario. Y su sistema de valores: resignación, sufrimiento, desprecio al placer, castidad, humildad, obediencia, jerarquía…

En los orígenes de la humanidad la ignorancia y la incomprensión ante los fenómenos naturales, la muerte y las riquezas o sufrimientos sólo se explicaban en términos de espíritus desconocidos que actuaban a favor o en contra de los seres humanos, determinando su vida y su porvenir. El fenómeno religioso nace, de esta manera, producto de la ignorancia y la superstición en un tiempo en el que el pensamiento científico aún no existía. El fenómeno religioso estaba y sigue estando asociado a la credulidad como única forma de explicar el ser humano y todo lo que le rodea. Eran tiempos pre-científicos.

La idea de la existencia de espíritus que dominan la suerte de los seres humanos nace en sus orígenes como una idea del Poder. Los espíritus tienen poder sobre los humanos, luego los humanos con Poder o son dioses o están consentidos por esos espíritus o dioses. Fue en los comienzos de las civilizaciones urbanas cuando se originaron las clases sociales o lo que es lo mismo, cuando se formaron clases dominantes frente a clases dominadas. Y fue el momento en el que el monarca era rey, jefe militar, juez supremo y dios o representante de dios. Las primeras formas de gobierno eran teocráticas. Teocracias que gobernaban sobre la desigualdad social creando un orden social, político y moral en beneficio de la clase o bloque social dominante. Todo orden social injusto está presidido por la autoridad implacable de un dios monoteísta, ya sea judío, cristiano o islámico.

La religión nacía y es, hasta el momento presente igual que en sus orígenes, una religión o ideología interclasista, como el nacionalismo totalitario, fascista, nazi o teocrático. Lo que significa que clases sociales con intereses antagónicos tiene el mismo dios, las mismas leyes y la misma doctrina y valores.  De esta manera, junto con la espada, la religión trata de borrar las diferencias de intereses económicos, políticos y morales entre las clases antagónicas. En una versión actual, las religiones actúan exactamente igual que los nacionalismos. Integrando las diferencias antagónicas de las clase sociales en un mismo orden social bajo una misma voluntad, una misma conciencia y un mismo sentimiento. Sólo que ese nacionalismo como ese dios o esa religión están al servicio y en beneficio exclusivo de los propietarios de los medios de producción: la clase explotadora y dominante. De esta manera podemos destacar ya dos rasgos específicos de las religiones: que son poder en sí mismas o por asociación con el Poder  y que son interclasistas tratando de impedir la lucha de clases. De esta característica “interclasista” se desprende la función social de las religiones. De manera especial de las monoteístas. Su función dentro del bloque de poder o del Estado en el que se integra como aparato ideológico y represivo, será la de crear el sistema de valores, la moral, la doctrina que, protegiendo los intereses del bloque dominante, someterá a las clases dominadas a la voluntad de aquél. Este carácter “interclasista” y esta función serán políticamente determinantes para el fenómeno religioso porque la ideología religiosa será la ideología o conciencia de clase de la clase o bloque de poder dominante en todo tiempo histórico. Hasta las revoluciones liberales. Y después, hasta hoy, para la derecha, democratacristiana o no, continuará siéndolo.

Por su carácter interclasista los hijos de los trabajadores no son formados de acuerdo a los intereses de su propia clase social y según la conciencia de la misma, sino en los valores y la conciencia de clase de la clase dominante. Con la finalidad de que piensen como si pertenecieran social y económicamente a la clase dominante. La religión se encarga de que el proceso de formación ideológico y moral de los niños y jóvenes se ajuste a los intereses del Poder y la dominación.

Este carácter interclasista se concreta en la moral religiosa que se impone a todos los súbditos del Estado y de su dios. Para las religiones sus súbditos o fieles están sometidos a la autoridad de su dios, representado por su clero que es a quien deben someterse. En este sentido todos los creyentes son súbditos y por lo tanto solamente tienen deberes u obligaciones, en ningún caso tienen derechos. Este dominio jurídico del clero sobre los súbditos queda reflejado en la moral religiosa ya que ésta establece un sistema de normas que regulan o imponen un código de conducta a los súbditos. Este carácter totalitario de las religiones monoteístas contrasta con las leyes democráticas porque éstas se elaboran a partir de considerar al individuo como sujeto de derechos individuales y no como súbditos. En los sistemas democráticos la ley no regula la vida de los individuos sino que establece los derechos que tiene y que el individuo utiliza y penaliza en el Código penal las amenazas y agresiones contra los derechos. En un sistema político basado en los derechos individuales las leyes no imponen normas de conducta, se elaboran para proteger el ejercicio de la libertad, esto es: de los derechos individuales. Cuando en un sistema democrático se elaboran leyes impositivas éstas tienen un contenido moral residual de la presencia de las religiones en los partidos políticos, especialmente de derechas. Es una anormalidad constitucional, esto es: son inconstitucionales aunque sean por su origen parlamentario, legales.

En la antigüedad y en la Biblia encontramos una primera asociación entre totalitarismo, nacionalismo, pueblo y dios. Fue un artificio de Moisés quien en el Éxodo y el Levítico mostró a su dios al pueblo judío y lo presentó como el único dios de los judíos. Dios, su ley y su moral, era la seña de identidad en torno a la cual se arropaba el pueblo judío frente a los demás pueblos y demás dioses, cuya existencia no niega Yahvé. También Moisés, siguiendo el modelo egipcio, creó la casta sacerdotal y le encomendó el Poder del pueblo. Nacía así el judaísmo como una teocracia. Tenemos aquí el tercer rasgo de toda religión: su identificación con el Poder de una comunidad política, posteriormente nacional, como seña de identidad de todo el pueblo dominado por aquél. Teóricamente el reparto de funciones entre el Poder civil y el Poder religioso será  elaborado por el papa Gelasio I, en el siglo V, en su tratado sobre “las dos espadas o poderes”.

En tiempos del Imperio romano una religión de origen judío, el cristianismo, insignificante en sus comienzos como cualquiera otra rama del judaísmo, se desarrolló siguiendo la moda de las religiones orientales entre legionarios y las clases populares que buscaban en ésta como en otras una esperanza de salvación. Esas comunidades cristianas, durante los 300 años que estuvieron formándose se organizaron en torno a unos líderes que acabarían siendo el estamento sacerdotal. Así nacía una alta jerarquía religiosa distanciada de sus propios fieles, con autoridad absoluta sobre ellos y con sentido de permanencia y de irresponsabilidad de sus actos ante su comunidad de origen.

Era una corporación religiosa organizada en torno a un clero que no tenía ni  Estado ni Poder. Una religión así difícilmente hubiera podido sobrevivir más allá de la desintegración del Imperio romano o incluso antes como consecuencia de que un cambio político en Roma hubiera decidido terminar con esa amenaza. Sin embargo, esa soledad política cambió por una decisión imperial, los emperadores Constantino, primero, y Teodosio el Grande, después, a lo largo del siglo cuatro, la legalizaron y luego la impusieron como única religión de todo el Imperio.

Esta proclamación iba acompañada de la donación imperial de todas las posesiones que habían pertenecido a los cientos de religiones que existían en el Imperio. De esta manera, el cristianismo pasaba a ser la religión de los emperadores y el clero cristiano a tener inmensas riquezas que no dejarán de acrecentarse con el paso del tiempo. Así la que fue una religión en la periferia del Poder pasó a ser el fundamento ideológico y moral del Poder. El cristianismo presentaba dos características específicas: era una corporación clerical y, a diferencia del judaísmo y las religiones politeístas todas ellas asociadas a una comunidad política o nacional, tenía vocación imperial. Estos rasgos los continuará conservando hasta el día de hoy, pero después de pasar por un largo proceso de desintegración geopolítica que no fue capaz de superar: la formación de Estados nacionales o Estados dentro de Alemania que reclamaron para sí la ruptura con la corporación clerical dirigida por la autoridad del papa y afirmaron las iglesias nacionales. Pero no ocurrirá hasta el siglo XVI. Aunque se fue fraguando en los siglos XIV y XV.

Todo imperio necesita una ideología o religión imperial, ésta la proporcionó el cristianismo, de ahí su triunfo. Pero por estar vinculada a una ideología imperial, en el proceso de desintegración política del Imperio romano, la Iglesia cristiana se fue lenta y violentamente desintegrado. Llegó un momento en el que el cristianismo occidental, políticamente separado del Imperio oriental, Bizancio, sólo se sostuvo sobre su propio y escaso territorio, los Estados Pontificios, el único en el que el papa, rodeado de enemigos, tenía autoridad. La amenaza de los pueblos invasores y posteriormente del Islam habrían puesto fin a la experiencia cristiana en Occidente como ocurrirá con el Imperio cristiano oriental en 1453 conquistado por los otomanos.

Sin embargo el franco Carlomagno, necesitado de que el papa reconociera su autoridad y le transmitiera el título de emperador de los romanos, y el papa León III, necesitado de aliarse al rey franco para poder sobrevivir, se asociaron contra todos sus enemigos. Carlomagno llegó a ser en la práctica un emperador romano en cuanto que sometería a la Iglesia a su autoridad. Pero el papa recibió enormes compensaciones. La más importante que la cristiandad se expandió al ritmo de las conquistas imperiales. Las riquezas de las Iglesia, del alto clero, llegarían a ser inmensas, gracias a la legitimación del Poder imperial carolingio y a su sumisión a ese Poder. Así con la expansión de la cristiandad por el occidente europeo a impulsos de la violencia franca, parecía recuperarse la parte oeste del Imperio romano.

Sin embargo, la desintegración del Imperio carolingio dio lugar a una inmensa fragmentación del Poder imperial en cientos de unidades políticas, los feudos señoriales. El feudalismo. Sobre ellos la única autoridad organizada e imperial que quedaba en la Europa cristiana era la Iglesia. Unos años antes de la fundación del Imperio carolingio, el papa Esteban II reivindicó para sí que Occidente era una herencia imperial romana que caía sobre la autoridad papal y utilizó el medio de la falsificación del documento “La donación de Constantino” para legitimar el derecho a mandar sobre el occidente medieval.

En el siglo XI, en el contexto del conflicto entre el papa y los emperadores germánicos y por extensión con todos los señores feudales, tuvo lugar la lucha de las “investiduras” en virtud de las cuales los príncipes reclamaban para sí la autoridad sobre el clero por ser beneficiarios de feudos. Con la pretensión de afirmar la autoridad clerical frente a la civil el papa Gregorio VII publicó el “Dictatus Papae” un documento con vocación teocrática e impuso el celibato a los eclesiásticos con la finalidad de que los bienes y riquezas de la Iglesia no se disolvieran en repartos de herencias y permanecieran concentradas en torno a la autoridad papal. En el siglo XIII, otro papa Bonifacio VIII volvía a plantear la misma ambición de dominio papal sobre los príncipes laicos en el documento “Unam Sanctam”.

Sin embargo, a lo largo de los siglos XIV y XV algo estaba cambiando en el reagrupamiento geopolítico de los feudos y entre los príncipes más poderosos. Unos porque aspiraban a crear monarquías nacionales  y otros porque aspiraban a crear poderosos estados frente a los monarcas, las ambiciones teocráticas de los papas fueron contundentemente contestadas.

Los canonistas habían creado ya una teoría del papado que transfirió el derecho de la Iglesia a la disciplina espiritual, convirtiéndolo en una cuestión de vigilancia jurídica. En el siglo XIV era difícil hacer frente  esta pretensión, como se hizo en el siglo XVI, negando de raíz la validez del derecho canónico. El proceso se produjo en tres grandes oleadas. En la primera, la controversia sostenida entre el papado y el reino de Francia desde 1296 hasta 1303, acabó por completarse la teoría del imperialismo papal, ya desarrollada en el derecho canónico. Durante la misma época, la teoría fue decisivamente derrotada por la cohesión nacional del reino francés y comenzó a tomar forma y dirección definidas la oposición a aquélla, poniendo límites al poder espiritual y planteando las pretensiones de independencia de los reinos como sociedades políticas independientes.

En la segunda oleada, con la controversia de Juan XXII y Luis de Baviera, ocurrida unos veinticinco años más tarde, cristaliza la oposición a la soberanía papal. Guillermo de Occam, portavoz de los franciscanos espiritualistas intransigentes, reúne frente a ella todos los elementos de oposición latentes en la propia tradición cristiana y Marsilio de Padua en sus ensayos “ Defensor pacis” y Defensor minor” desarrolla la doctrina de la autarquía de la comunidad civil y aboga por la separación entre la Iglesia y el Estado. A la Iglesia no le reconoce autoridad jurídica ninguna pues su competencia es espiritual y los delitos espirituales sólo podrán ser juzgados por Dios tras la muerte. En definitiva anticipa el deseo de afirmación de una cultura laica frente a la cultura religiosa, tal como harán los humanistas del Renacimiento. En el curso de esta polémica, el proceso de limitar el poder espiritual a sus funciones puramente ultramundanas, haciéndole retroceder a ellas, se llevó tan lejos como fue posible frente a la institución clerical, o burocracia clerical, que era el principal obstáculo para reformar la Iglesia.

En la tercera oleada, esta vez con controversia dentro de la propia Iglesia, adoptó una nueva forma la oposición al poder papal de dispensar de los juramentos de fidelidad política. Dejó de ser un conflicto entra la autoridad espiritual y la secular y se convierte en el primer ejemplo histórico de un intento hecho por los súbditos de un soberano absoluto para imponerle, como medida de reforma, las limitaciones del gobierno personal y representativo. Este planteamiento dará lugar al conflicto entre la teoría conciliar y la monarquía imperial papal que se resolverá en el Renacimiento con la formación de iglesias nacionales, la desintegración geopolítica del poder del romano pontífice y la apuesta de lo que quedo del cristianismo: el catolicismo, ratificada en el Concilio de Trento, a favor de mantener la monarquía papal absoluta e imperial.

Finalizando la Edad Media la Iglesia había acaparado inmensas fortunas. Era de hecho la institución más organizada y más rica poseedora de inmensas riquezas en tierras y en acumulación de capital y por su presencia tutelar en todos los reinos cristianos considerada como una potencia universal presidida por el papa. Las sedes episcopales y las abadías estaban monopolizadas por los miembros de las grandes familias y por los dignatarios del Estado, que deseaban encontrar una carrera lucrativa sin abandonar sus actividades seculares. Algunas familias, consagradas a la Iglesia, se reservaban los beneficios provinciales como si fueran de su propiedad. Los ricos beneficiados concertaban entre ellos cambios y permutas, ajustaban entre sí los ingresos, traficaban con los derechos pagados a los tribunales eclesiásticos y llevaban a cabo otros arreglos financieros, engendrando así muchas prácticas simoníacas.

Por si fuera poco, estos dignatarios no tenían por norma cumplir con sus obligaciones, sus vidas transcurrían en las cortes o en sus casas señoriales, en el ejército o en embajadas, no visitaban a sus diócesis más que para tomar posesión de ellas, o, en algunos casos, para ser enterrados en sus catedrales, por lo general delegaban sus poderes en vicarios generales y en agentes encargados de cobrar sus rentas. Los miembros del clero bajo, que procedían del pueblo común y con él compartían su existencia no eran ni más ni menos depravados que el resto de sus contemporáneos, pero como sus superiores no se distinguían del cuerpo general de los fieles y habían olvidado también el significado de la vida religiosa.[1]

En  el Renacimiento se desencadenó una lucha entre la pretensión papal de establecer una monarquía absoluta y la oposición de los príncipes y del clero nacional que quedó expresada en documentos, además de los citados en otros como: Inocencio III en en su bula “Venerabilem”,  Egidio Colonna, representante del papa, en su libro “De ecclesiastica potestate, Campanella, quien en el contexto de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII propone en su libro “De monarchia cristianorum, De regimene Ecclesiae  y De Monarchie Hispanica una monarquía mundial bajo la autoridad pontificia;  los jesuitas quienes, obedientes al Jefe o papa, defienden la teoría del origen divino del poder: Suárez en su  “Tractatus de  legibus ac deo legislatore” y Mariana en “De rege et regis institutione”.

En el Renacimiento explotaron estas contradicciones con el resultado, después de un siglo de guerras ininterrumpidas, de que el cristianismo salía desintegrado en multitud de iglesias nacionales, de que la monarquía absoluta e imperial fue derrotada por las revoluciones nacionales y el humanismo y de que lo que quedó del poder papal fue gracias a su asociación y sumisión al imperio de los Austrias y poco más. Pero dentro del Estado imperial y a diferencia de las iglesias nacionales y del Islam, seguía siendo una corporación clerical autónoma que formaba parte del bloque del poder imperial al que legitimaba y  proporcionaba sus funciones interclasistas y su moral de dominación, manteniendo, al mismo tiempo, su autonomía frente a los gobernantes que personificaban ese u otros gobiernos católicos sin cuestionar nunca el Orden de explotación sobre el que gobernaban, porque de él formaba parte la Iglesia católica.

 Este rasgo distintivo, su autonomía clerical corporativa, se irá acentuando hasta el día de hoy y nos ayudará a entender cómo es posible que la caída de los gobiernos que ella legitimó y apoyó no la hayan arrastrado a su propio vacío. O dicho de otra manera, gracias a esa autonomía corporativa, ha podido  permanecer a pesar de los cambios de forma de gobierno. Porque los nuevos gobernantes prefirieron dejarla sobrevivir como refugio ideológico frente a las ideologías liberales y marxistas.

En el siglo de las Luces, que viene precedido por las experiencias griega, renacentista y de las revoluciones inglesas, se produce un cambio radical con el que se daba la vuelta al sistema de valores monoteísta a partir de la afirmación de que el individuo, y no la familia, la corporación o el Estado, es el fundamento de la sociedad. El individuo, y no la familia, es el sujeto de derechos; el individuo, y no la sociedad, es el fundamento de la libertad y de la felicidad. La afirmación del individuo frente a toda autoridad externa a él, ya enunciada por los griegos en el principio jurídico de “isonomia”, y posteriormente negado por el imperio romano, por Diocleciano, al reducir a los ciudadanos romanos a la condición de súbditos en aplicación del principio jurídico de “utilitas publica”, fue el rasgo distintivo que quedó grabado, primero, en la Declaración de Derechos norteamericana y a continuación en la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Con anterioridad a las luces habían existido teóricos como Altusio, en el siglo XVI o Hobbes, quien a pesar de llegar a la conclusión de la necesidad del monstruo Leviatán reconocía en la base popular el origen de la soberanía, o como los niveladores, levellers”, y cavadores, “diggers”, en la revolución inglesa que reivindicaban el sufragio universal masculino y la formación de gobiernos responsables, como Locke que teorizó sobre la separación de poderes a partir de la experiencia revolucionaria inglesa y que posteriormente Montesquieu reivindicaría para sí pero pervirtiendo el sentido de esa separación ya que su objetivo no era la democratización popular si no situar a la aristocracia como poder intermedio frente al poder absoluto del monarca.

Las revoluciones incorporaron la democracia, el sufragio universal, la declaración de derechos individuales y los gobiernos responsables a las nuevas formas de gobierno impuestas por la clase social burguesa.

Pero esta ni fue la novedad ni la gran aportación que hicieron algunos ilustrados o pre ilustrados. La aportación fundamental junto con la afirmación del individuo frente a todo  poder exterior a él fue afirmar que el individuo tiene derechos. Que el individuo es sujeto de derechos individuales. Y que entre esos derechos está no sólo el derecho a la vida y a la propiedad y seguridad sino el derecho a la libertad de conciencia, de pensamiento y de imprenta. El derecho a la libertad moral. Proclamaron la libertad en el ejercicio de los derechos individuales

Esta afirmación fue lo que cambió radicalmente el sistema de valores del Antiguo Régimen, señorial, jerárquico y clerical, por la nueva ideología y moral laica. Lo que algunos humanistas pretendieron: la afirmación de lo laico frente a lo religioso, se plasmó en las Luces y sus revoluciones. A ello contribuyeron los ingleses  Locke, Gay Godwin y los franceses Helvecio, Holbach, Turgot y Condorcet. Porque se atrevieron a afirmar que el individuo tenía, además de derechos, el derecho a ser feliz, a oponerse a la autoridad del Estado y a la seguridad económica así como el derecho a la educación universal. Y añadieron más, la igualdad de género.

Esta nueva mentalidad la refleja brillantemente Paul Hazard en su libro “La crisis de la conciencia europea” donde dice: “Se trataba  de saber si se creería o si no se creería ya; si se obedecería a la tradición, o si se rebelaría uno contra ella; si la humanidad continuaría su camino fiándose de los mismos guías o si sus nuevos jefes le harían dar la vuelta para conducirla hacia otras tierras prometidas…

Los asaltantes triunfaban poco a poco. La herejía no era ya solitaria y oculta; ganaba discípulos, se volvía insolente y jactanciosa. La negación no se disfrazaba ya; se ostentaba. La razón no era ya una cordura equilibrada, sino una audacia crítica. Las nociones más comúnmente aceptadas, la del consentimiento universal que probaba a Dios, la de los milagros, se ponían en duda. Se relegaba a lo divino a cielos desconocidos e impenetrables; el hombre y sólo el hombre, se convertía en la medida de todas las cosas; era por sí mismo su razón de ser y su fin. Bastante tiempo habían tenido en sus manos el poder los pastores de los pueblos; habían prometido hacer reinar en la tierra la bondad, la justicia, el amor fraternal; pero no habían cumplido su promesa; en la gran partida en que se jugaba la verdad y la felicidad, habían perdido; y, por tanto, no tenían que hacer sino marcharse. Era menester echarlos si no querían irse de buen grado. Había que destruir, se pensaba, el edificio antiguo, que había abrigado mal a la gran familia humana; y la primera tarea era un trabajo de demolición. La segunda era reconstruir y preparar los cimientos de la ciudad futura.

No menos impresionante, y para evitar la caída en un escepticismo precursor de la muerte, era menester construir una filosofía que renunciara a los sueños metafísicos, siempre engañosos, para estudiar las apariencias que nuestras débiles manos pueden alcanzar y que deben bastar para contentarnos; había que edificar una política sin derecho divino, una religión sin misterio, una moral sin dogmas. Había que obligar a la ciencia a no ser más un simple juego del espíritu, sino decididamente un poder capaz de dominar la naturaleza; por la ciencia, se conquistaría sin duda la felicidad. Reconquistando así el mundo, el hombre se organizaría para su bienestar, para su gloria y para la felicidad del porvenir…

A una civilización fundada sobre la idea de deber, los deberes para con Dios, los deberes para con el príncipe, los “nuevos filósofos” han intentado sustituirla con una civilización fundada en la idea de derecho: los derechos de la conciencia individual, los derechos de la crítica, los derechos de la razón, los derechos del hombre y del ciudadano”.

Bien, pues estas dos aportaciones a la historia del pensamiento político: los derechos individuales y la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, planteaban una alternativa moral a la moral clerical y una alternativa social al Orden tradicional. Llevada a sus últimas consecuencias proponía la disolución de Poder clerical por su  función moral al servicio del Poder y la destrucción del Orden socio-económico y por tanto de las Iglesias monoteístas porque formaban parte de él. La respuesta contra estas innovaciones: soberanía popular, derechos individuales, especialmente libertad de conciencia y libertad moral,  y socialización de los medios de producción, desencadenó una reacción brutal.

Lo fue en el pensamiento hegeliano, una ideología oficial al servicio del militarismo y nacionalismo prusiano, y en la Iglesia luterana; lo fue en lareacción intelectual de los pensadores católicos y cristianos,como Burke, Chateaubriand, Hardenberg (Novalis), Muller,Haller, De Bonald, de Maestre, Balmes, Donoso Cortés…; pero si en el cristianismo continental no católico su mejor representante será Hegel, en el católico, el ideólogo de la reacción será Pío VI, contemporáneo de Napoleón. Después de él, hasta hoy, todos los papas repetirán su mensaje contra los valores ilustrados. A lo largo del siglo XIX mantuvieron una cruza intelectual contra los derechos individuales, la libertad de conciencia y la soberanía todos los papas que se irán citando en este libro. Finalizando el siglo XIX, otro papa, León XIII sistematizó toda la doctrina de la Iglesia contra la soberanía popular, contra el ciudadano como sujeto de derechos y contra los enemigos de la propiedad privada de los medios de producción, anarquistas y socialistas. Incorporados a la lucha en la segunda mitad del siglo y amenazadores del Orden legitimado y protegido por la Iglesia católica y por la luterana.

La Primera Guerra Mundial tuvo como una de sus consecuencias la consolidación y difusión de la democracia, en algunos países, no en Italia, y el triunfo del comunismo en Rusia. No sólo la burguesía, el gran capital y los terratenientes, se sintieron amenazados sino  las Iglesias católica y luterana porque formaban parte y defendía el Orden de explotación y dominación capitalista. Si en Alemania el hegelianismo unido al luteranismo alimentaron el nacimiento ideológico del nazismo, en los países católicos con la inspiración ideológica y bajo la dirección del Vaticano triunfarán paso a paso los diferentes sistemas totalitarios y dictaduras que fueron aplicando en sus constituciones totalitarias nada menos que la doctrina expuesta cuarenta o cincuenta años antes por León XIII en sus encíclicas “Rerum novarum”, “Inmortale Dei” y “Libertas”. Así ocurrió en Italia, Austria, Portugal y España donde, junto con los luteranos en Alemania, los católicos alcanzaron la gloria tras el éxtasis del triunfo de todos los totalitarismos. Nacionalcatolicismo le llamaron en España.

La Segunda Guerra Mundial fue una guerra ideológica, en mucha mayor medida que las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, donde la religión se utilizaba para justificar y legitimar intereses políticos y económicos. Fue una guerra inevitable y necesaria para las ideologías totalitarias, emanadas estas ideologías de la doctrina católica, luterana y de la filosofía hegeliana, porque, organizadas en partidos políticos, nacían con vocación de destruir  la democracia liberal y el comunismo. Pero fueron derrotados por demócratas anglosajones y por los comunistas rusos. ¿Qué iba a ocurrir ahora tras el triunfo de las democracias, juramentado en la “Carta del Atlántico” en 1941 y del comunismo, difundido por media Europa e instalado en Italia, Francia, Bélgica, Holanda y otros países y  dispuesto a arrojarse sobre el viejo orden clerical de casi 1700 años de existencia?

Pío XII, aprendiz de brujo a la sombra de Pío XI, se vio obligado a aceptar la democracia como forma de gobierno pero nunca reconoció la soberanía nacional ni los derechos individuales.  Impulsó la reorganización de la derecha colaboracionista del totalitarismo en lo que se llamó democracias cristianas. Posteriormente otro papa, Juan XXIII, reconoció la necesidad del agiornamiento con el mundo moderno y habló de derechos en abstracto pero nunca reconoció los derechos individuales ni la libertad de conciencia y libertad moral. Habría sido lo mismo que renunciar a la función religiosa de dominar la voluntad de sus súbditos.

 


[1]Historia del Mundo Moderno de Cambridge, t. I, pg.208 y ss.

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