La navegación fluvial conoció en Europa una eclosión durante el S. XVII. Dos siglos después fue desplazada por el ferrocarril, pero en ese momento histórico supuso un procedimiento tecnológica y económicamente viable para mejorar el transporte de mercancías y de pasajeros. Un viejo proyecto desde la época romana, construir una vía navegable que uniera el Atlántico con el Mediterráneo en lo que luego sería el sur de Francia, fue llevado a la práctica bajo el reinado de Luis XIV en apenas 14 años, de 1666 a 1681. El Canal du Midi o Canal del Mediodía supuso un potente factor de desarrollo en vísperas del inicio de la Revolución Industrial.
El Conde Duque de Olivares presentó a Felipe IV el proyecto de convertir en navegables, mediante canales, el Tajo, el Jarama y el Manzanares. Dos ingenieros militares, Carducci y Martelli, estudiaron la idea y levantaron sus planos. La conclusión fue que el proyecto era perfectamente factible. El asunto pasó a una Junta de Teólogos y su dictamen fue: “Si Dios hubiese deseado que ambos ríos fuesen navegables, con sólo un fíat [hágase] lo hubiese realizado, y sería atentatorio a los derechos de la Providencia mejorar lo que ella, por motivos inescrutables, había querido que quedase imperfecto” Los ríos quedaron intactos, y los planos de los ingenieros fueron a parar al archivo. Madrid perdió la oportunidad de quedar unida a Lisboa, y al resto del mundo, por vía fluvial.
Durante siglos la Iglesia prohibió la disección de cadáveres para el estudio de la Medicina. Uno de los pioneros fue Vesalio, médico de la corte de Carlos V, quien le protegió de la Inquisición por su gran pericia. Esta libertad para trabajar le permitió redactar su monumental obra ilustrada en siete volúmenes “De humani corporis fabrica” (Sobre la estructura del cuerpo humano). Tras la muerte del emperador fue condenado a la hoguera, aunque Felipe II hizo que modificaran su condena por un peregrinaje a Tierra Santa. En el viaje de regreso el barco naufragó y él murió. Desde entonces, y durante siglos, en la Universidad Papal de Roma solo se permitió operar con maniquíes en los que habían omitido los órganos sexuales.
Se podrían poner muchos ejemplos como estos. Cuanto mayor ha sido el poder de la Iglesia, peor le ha ido a la ciencia y al desarrollo económico y social. Ya se trate del Franquismo o de los momentos actuales, por no hablar del periodo de su máximo esplendor, la Edad Media, las oportunidades no solo se desaprovechan, sino que se desprecia, cuando no se persigue, a todo aquel que trabaja en investigación científica y técnica. Esto no puede ser casual.
La religión adiestra en una creencia única, dogmática e irracional, inhibiendo el sentido crítico y el pensamiento analítico, de ahí que ciencia y religión sean absolutamente incompatibles. No es que se ocupen de objetos de estudio diferentes o que puedan llegar a algunos puntos de acuerdo, es que son dos universos excluyentes. La mayor diferencia entre ciencia o religión no reside en la necesidad de recurrir a la existencia de seres imaginarios para explicar lo real, ni siquiera el pensamiento teleológico (el universo tiene una finalidad, un propósito), sino en algo que podríamos llamar honestidad intelectual. La religión ofrece a partir de ninguna evidencia certezas absolutas y explicaciones sencillas sobre toda la realidad, por lo que permite confortar a aquellas personas convenientemente adoctrinadas. Sin embargo, un científico tiene que estar dispuesto a desechar la teoría a la que ha dedicado su vida si los resultados experimentales la contradicen. La Verdad religiosa es universal, eterna e inmutable. Las verdades científicas de cada momento histórico son consensos de la comunidad científica, siempre sujetas a revisión. Aparentemente, algo mucho más modesto, pero de resultados y consecuencias muy diferentes.
El pensamiento mágico organizado, desde su mismo inicio, y como no podía ser de otra forma, ha perseguido el conocimiento (ciencia proviene del término latín “scire”, conocer). El cuento de la serpiente y del árbol de la ciencia lo explica muy bien. La condición del chantaje para quedarse en el Paraíso es ser ignorante y por tanto sumiso. Querer saber supone automáticamente el desahucio, para ellos y para todos sus descendientes, en un gesto de venganza desproporcionada típica del dios bíblico. Resulta curioso que creer sinceramente en algo, sin la menor prueba que lo respalde, sea considerado un indicio de estupidez o de locura en todas las sociedades, incluida la actual, salvo que se trate de la creencia en dioses, en cuyo caso sigue gozando de cierto prestigio. Se nos sigue vendiendo la idea descabellada de que tener fe es algo noble y positivo. La famosa frase de Tertuliano, “credo quia absurdum”, no significa “creo a pesar de que es absurdo”, sino “creo porque es absurdo”, otorgando de esta manera el valor supremo a la fe ciega en los dogmas en los que uno ha sido aleccionado. No cabe mayor arrogancia ni mayor ataque a la razón. Pero sus frutos no siempre han sido cuentos, sermones o moralina; basta recordar los asesinatos de Hipatia, Miguel Servet o Giordano Bruno, por citar solo unos ejemplos conocidos.
Desgraciadamente, este problema no está superado, y para comprobarlo basta con leer las noticias. Hace unos días se produjo un auténtico hito en el campo de la medicina regenerativa. Un equipo de investigadores en Estados Unidos ha logrado obtener las primeras células madre con el mismo ADN de un adulto. Esto supone que en un futuro será posible “reprogramarlas” para formar otro tipo de células, por ejemplo cardíacas, neurológicas o de la médula espinal, sin rechazo posible. Por tanto, está abierto el camino para la curación de enfermedades como el Párkinson, el Alzheimer, la esclerosis múltiple, paraplejias, tetraplejias, lesiones cardíacas, etc. Millones de personas en todo el mundo actualmente enfermas, y otras que todavía no lo estamos pero podemos estarlo, tenemos una ventana a la esperanza gracias a este avances científicos. Pocas horas después de conocerse la noticia, el cardenal de Boston, Sean O’Malley se manifestó en contra y advirtió: “Un avance técnico en la clonación humana no es el progreso de la humanidad sino todo lo contrario”. La técnica es de clonación terapéutica y no de clonación reproductiva, pero esos matices poco le importan a este cardenal, ni tampoco a los dirigentes católicos españoles, que también se han apresurado a manifestarse en contra. Sin embargo, son ellos los que quieren clonar nuestras mentes como ovejas, autoerigiéndose en nuestros pastores.
Resulta sorprendente la rapidez y la saña con la que en los últimos años se ha desmantelado el débil entramado de la ciencia en el Reino de España. Incluso desde el punto de vista economicista de la competitividad y del cacareado cambio en el sistema productivo, no parece una política muy coherente. Pero no es casual que la tijera actúe sin piedad contra la ciencia española con la coartada de la crisis económica. El gobierno no solo está repleto de católicos, sino de miembros pertenecientes a subsectas todavía más retrógadas, como el Opus Dei. Dentro de ese grupo de científicos que han logrado ese avance fundamental en clonación terapéutica se encontraba Nuria Marti Gutiérrez, joven genetista valenciana que fue despedida en el ERE del Instituto Príncipe Felipe de Valencia. Y este no ha sido su único éxito en estos dos años. Recientemente, ha sido coautora de otro importante trabajo sobre tratamiento de enfermedades mitocondriales. Otra investigadora de este mismo centro, Silvia Sanz, fue despedida cuando tenía inacabado un artículo sobre un tipo de diabetes. La madre de una niña con ese tipo de diabetes organizó una campaña (consistente en meriendas, huchas solidarias, venta de camisetas y lotería) gracias a la cual pudo recaudar 7700 euros, y con ese dinero poder pagarle el contrato durante unos meses y que así pudiera seguir con su investigación y acabar su artículo. La propia madre lo dice: “Los recursos que tienen que llegar a la ciencia no deberían de partir de iniciativas como la mía, sino fundamentalmente de los Gobiernos, y tanto la Generalitat como el Gobierno central han reducido sus partidas”. El trabajo relacionado con la investigación “es muy importante, esta gente trabaja por nuestra salud, bienestar y felicidad”. Sin embargo, la Generalitat Valenciana tiene otras prioridades, por ejemplo, sufragar los 357.000 euros en rehabilitar la iglesia de San Cristóbal en Lorca (Murcia), afectada por el terremoto de hace dos años.
El mejor joven físico experimental de Europa, el gallego Diego Martínez, no ha obtenido una beca del programa Ramón y Cajal “por no tener el nivel necesario” (sic). A sus 30 años, tendrá que seguir trabajando en el Laboratorio Nacional de Física de Partículas de Holanda y en el CERN, lugar donde se está llevando a cabo el experimento más importante de la historia de la Humanidad. En una entrevista reciente argumentaba: “en una economía global, un país puede tener tres cosas: o recursos naturales (que no es el caso de España), o gente capacitada con un nivel educativo alto y una industria que pueda generar valor añadido, o mano de obra barata. No hay más. Un país que no tiene recursos y no tiene personal formado ¿qué puede ofrecer?”
Los dirigentes políticos españoles en el poder de las últimas décadas no dudan en realizar declaraciones grandilocuentes sobre la ciencia: España necesita apostar por la ciencia, hay que reconvertir la industria hacia el conocimiento, la ciencia y la tecnología son fundamentales en el desarrollo de una sociedad, etc. Pero lo importante no es lo que dicen, sino lo que hacen. Y lo que hacen es destruir la ciencia y con ello privar a nuestros hijos y nietos de vivir en un país a la altura de los países civilizados. Mientras tanto, por unas vías o por otras, se destinan miles de millones de dinero público, como en ningún otro sitio del mundo, a tener contentos a los hombres de faldas largas y anillos de oro.
No contentos con laminar la ciencia presente, la ley Wert-Rouco va a “reconducir” la educación para que el Reino de España vuelva a ser la reserva espiritual de Occidente y el hazmerreír del mundo. Se elimina una asignatura donde se aprendían contenidos como los Derechos Humanos o la igualdad de género, y se eliminan otras que “distraen” como Música o Filosofía. A la vez, la religión católica será una asignatura evaluable, es decir, contará para la media, servirá para repetir curso y para baremar en la concesión de becas. El aprendizaje de los dogmas católicos dentro del sistema nacional de enseñanza estará al mismo nivel que la química o las matemáticas.
Los defensores de este dislate invocan el artículo 27.3 de la Constitución, donde se dice: “Los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosas y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Sin embargo, tanto la jurisprudencia del Tribunal Constitucional como la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo coinciden en que este es un derecho de “libertad” frente al Estado y nunca de “prestación”. Que el Estado tolere la educación adoctrinadora no implica necesariamente que deba incluirse en el curriculum educativo asignaturas dogmáticas que prolonguen en la escuela las creencias transmitidas en el ámbito familiar. De no ser así, el Estado estaría obligado a establecer tantos modelos educativos como convicciones pudieran encontrarse entre los padres, algo inviable y ridículo. Los padres no tienen derecho respecto a sus hijos a no darles educación, o a impedirles que sepan leer, o dejarles sin conocimientos de matemáticas o de historia, o a exigir que se les enseñe las teorías creacionistas, o a que estudien que es el sol el que gira alrededor de la Tierra. Los padres no pueden decidir de manera absoluta sobre la educación de sus hijos, porqué el derecho de los hijos a tener una educación esta por encima de la intención de los padres a someterles a sus caprichos doctrinales. A los niños no hay que limitarles los horizontes, hay que ampliárselos, no hay que educarlos en una atmósfera de dogma y superstición. Los niños tienen derecho a ser protegidos de todo eso. Estamos hablando del sistema de enseñanza, de lo que hacen de lunes a viernes, no de donde los llevan sus padres los domingos, los sábados o los viernes, según los dioses que tengan sus padres.
El contenido de la asignatura es dogmático, es decir, propio de la catequesis, por mucho que los obispos intenten convencernos de lo contrario. Es impartida por “profesores” nombrados por el arzobispo de turno, siendo el único docente que no ha superado una oposición en un colegio público. Si en su vida privada contradicen la moral católica, a juicio del arzobispo, pueden ser despedidos, como así ha ocurrido en varias ocasiones. El despido, por supuesto, es improcedente, pero eso no les importa pues lo paga el Estado, es decir, nosotros, al igual que sus sueldos.
¿Qué futuro cabe esperar con semejante sistema educativo? ¿Qué respeto al pensamiento científico podemos esperar en las nuevas generaciones? Eso sí, serán jóvenes bien adoctrinados, que marcarán la casilla que corresponde y que sabrán rezar el rosario. De hecho, esos objetivos nunca han dejado de conseguirlos. Una reciente encuesta demostraba que los españoles son los ciudadanos europeos que menos importancia y apoyo le conceden a la ciencia como elemento esencial para el progreso de las naciones. Cerca de la mitad no podía identificar a ningún científico destacado. La cultura científica media está muy por debajo de las naciones civilizadas. Solo así es posible comprender fenómenos tan chuscos como que la presentadora del programa de las mañanas en la televisión pública, Mariló Montero, se cuestionara públicamente la donación de órganos por un presunto criminal: «¿Alguien querría recibir el pulmón, el hígado, el corazón, de otro que ha quitado vidas? ¿Pasa algo al llevar el órgano dentro de ti de alguien que ha matado a otros?” Para acabar rematando sin ningún pudor: «No está científicamente demostrado que el alma no se transmita». Los programas televisivos de tarot, horóscopo y otras magufadas, o la proliferación de pseudociencias en universidades públicas y privadas, son otros síntomas de ese desprecio sideral al conocimiento científico. ¿Qué se puede esperar de un país donde nada menos que la Ministra de Sanidad del gobierno anterior, Leire Pajín, llevaba durante el ejercicio de su cargo en su muñeca una “Power Balance”, o de la actual, Ana Mato, afirma que se sustituirán algunos medicamentos para afecciones leves por «alguna cosa natural»? Solo en este caldo pringoso de ofuscación e ignorancia es posible que el pensamiento mágico pueda llegar a marcar las decisiones de gobierno hasta esos extremos.
El Reino de España es el único país del mundo donde se siguen produciendo milagros. En 1981 se apareció la virgen en el pueblo de El Escorial y ahora se pretende construir una capilla en un suelo rústico. Es un país donde está aumentando la demanda de exorcistas, y por ello el Arzobispado de Madrid va a organizar la formación de sacerdotes para que puedan “proteger del influjo del Maligno”. Por su parte, la Conselleria de Educació de Valencia se adelanta a las previsiones doctrinarias de Wert e incluye en su listado de cursos de formación del profesorado uno titulado “Apariciones y milagros de Nuestra Señora”. En los mismos hospitales públicos donde se cierran quirófanos y se despide personal sanitario, se calcula que aproximadamente se invierten cinco millones de euros en pagar los sueldos de sacerdotes a jornada completa o a media jornada para visitar enfermos, dar la extramaunción y mantener las capillas que hay en ellos. Y hay que decir “se calcula” pues no existen datos oficiales ni siquiera cuando estos datos son requeridos por la oposición o por la prensa, como era de esperar en un sistema político tan poco transparente como este que sufrimos los que lo pagamos.
En Sevilla hasta la fecha han nacido dos “niños-medicamento”, expresión tosca que intenta describir la técnica mediante la cual se concibe un hermano del niño enfermo compatible con él y se le transplantan células que, por tanto, no generan rechazo, con el fin de salvarle la vida. La Iglesia, cómo no, se ha apresurado a manifestar cada vez su oposición. El hospital en ambos casos fue el “Virgen del Rocío”, y la madre de uno de ellos dijo al ser entrevistada que era un “milagro”. Es el colmo de la ingratitud negar el mérito a todas aquellas personas que han dedicado años de investigación en estos avances, y en cambio concederlo al que, históricamente, y en la actualidad, es el mayor enemigo organizado de la ciencia. Milagro hubiera sido no hacer nada salvo rezar. La ciencia es precisamente lo contrario, utilizar de manera sistemática y concienzuda la razón para ir avanzando hacia la solución.
En la Carta abierta por la ciencia en España se recuerda que en España no existe un sector privado en I+D+i que pueda absorber y aprovechar a los investigadores altamente cualificados que están huyendo en masa al extranjero. Si a esta fuga de cerebros le unimos el daño que se le va a hacer a la Ciencia en las generaciones más jóvenes, que ven como se trata a la ciencia y a los científicos, hasta convertirla en una profesión sin prestigio y muy mal pagada, comprenderemos adonde nos quieren llevar. El daño tardará décadas en ser reparado y, si algún día de verdad se intenta apostar por la ciencia, habrá que importar científicos con costosas ofertas que puedan competir con las de los países punteros en ciencia. Y, por supuesto, hasta que llegue ese momento, si es que algún día llega, el cacareado cambio de modelo económico será imposible.
A pesar de todo, hay algún indicio para la esperanza. El 70% de los españoles rechaza que la religión sea una asignatura y el 80% piensa que la religión no debería limitar los avances científicos. Hay que seguir peleando por lo obvio.
Miguel Hernández Alepuz