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La objeción de conciencia corre el peligro de banalizarse y perder su sentido y utilidad, pues ya no sería la razón la que justificaría el incumplimiento de una norma, sino la mera voluntad.
Uno de los debates de la semana pasada en el Consejo Constitucional se refirió a las enmiendas que proponen agregar la objeción de conciencia como un derecho nuevo dentro del artículo sobre la libertad religiosa. El punto es que ninguna de las propuestas establece que la objeción de conciencia debe estar sujeta a ciertos límites explícitos, lo cual puede generar insospechadas consecuencias en la práctica.
La regla general es que las leyes obligan a todos los ciudadanos. Su obligatoriedad deriva no por su origen democrático, sino por su racionalidad y ordenación al bien común. Así, la excepción es no cumplir las leyes cuando estas son injustas. La objeción de conciencia permite a una persona no cumplir una determinada ley por estimar que atenta contra su conciencia, por razones religiosas o éticas. Como es fácil deducir, se trata de una institución que opera de forma excepcional. Así, los casos en que opera son bastante reducidos, comenzando con los casos de servicio militar obligatorio y transfusiones de sangre, pero han experimentado una expansión cada vez mayor, incluyendo el aborto y la eutanasia, hasta la posibilidad de que los padres objeten que sus hijos reciban determinadas formas de educación o contenidos impuestos por el Estado o, incluso, por prestadores educacionales privados. Es común que la regulación de estos casos sea restrictiva, es decir, determinando con precisión los requisitos, condiciones y forma en que debe ejercerse la objeción de conciencia.
¿Qué ocurriría si no fuese así? Fácilmente, podría invocarse cualquier convicción personal para alegar el incumplimiento de una norma, lo que puede llevar a resultados contradictorios para el ordenamiento jurídico. Como señala el profesor Cristóbal Orrego, “La objeción de conciencia, aceptada genéricamente, es un principio de disolución del orden jurídico. Si la causa de exención de una obligación fuese solamente que repugna a la conciencia de un individuo, el principio de igualdad constitucional exigiría que, por aceptarse la objeción de un objetor, se aceptaran las objeciones de todos los que vinieran después”.
Si bien no se trata de ridiculizar el asunto, es necesario que existan límites explícitos, porque podemos terminar objetando el pago de impuestos o la prohibición de realizar conductas tipificadas como delitos. Un caso reciente en nuestro país permite apreciar el extremo al que puede llegarse por proteger las convicciones personales: a mediados de este año, un tribunal de garantía de Valdivia autorizó a imputados mapuches por usurpación de un predio a entrar en él en determinadas fechas con motivo de la celebración de fiestas de su cosmovisión.
El caso del aborto permite entender el absurdo al que se puede llegar. Es común que las leyes que regulan la realización del aborto bajo ciertas causales o plazos, también permitan que el personal médico pueda oponerse a su realización alegando la objeción de conciencia. Paradójicamente, en Estados Unidos, respecto a las leyes que restringen o prohíben el aborto, se han presentado solicitudes para incumplirlas acudiendo a la objeción de conciencia para que sí se realicen los abortos. Como se puede apreciar, esto nos va acercando al fondo del problema.
La conciencia consiste en el juicio racional sobre la bondad o malicia moral de un acto libre concreto. Si creemos que existen ciertos principios morales objetivos, el juicio racional será cierto o erróneo según si se respetan o no dichos principios. Pero, en los tiempos actuales, lo que reina es el relativismo moral y el predominio de la subjetividad revestida con el lenguaje de los derechos. En simple, las más diversas pretensiones han tomado el nombre de derechos para así hacerlas exigibles. El peligro radica en que la objeción de conciencia ya no obedezca a un juicio racional sino a una voluntad arbitraria. Con esto, la objeción de conciencia corre el peligro de banalizarse y perder su sentido y utilidad, pues ya no sería la razón la que justificaría el incumplimiento de una norma, sino la mera voluntad.
Es cierto que ningún derecho es absoluto y que todos tienen límites implícitos, como el bien común, pero atendido lo delicado de la materia, conviene hacer una pequeña, pero fundamental corrección: establecer límites explícitos, como el orden público, que mantengan la excepcionalidad y seriedad de la objeción de conciencia.