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Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias

En marzo de 1951, el conocido periodista Agustí Calvet (Gaziel), quien había sido uno de los buques insignias de La Vanguardia antes de la guerra y director de la editorial Plus Ultra durante la posguerra, anotaba en su diario personal «tardará más o menos, pero es de esperar que llegará un día en que los enemigos de la iglesia vuelvan a ganar. (…) Si lo que busca la Iglesia en España es que el día de mañana le ajusten las cuentas, que esté tranquila: se las ajustarán. Si lo que quiere es el martirio, que no tenga la menor duda: lo tendrá». Sus reflexiones nacían de un radiomensaje que lanzó desde Roma Pío XII a los trabajadores españoles reunidos en la madrileña plaza de la Armería para tributar homenaje al pontífice romano. Poco después de estas palabras, la ciudad de Barcelona junto a su área industrial se sumergía en una huelga general como consecuencia del desarrollo de las protestas de los usuarios de los tranvías que había comenzado semanas atrás. La movilización señalaba los límites de la política autárquica y el descontento que ésta ocasionaba.

la huelga, organizada por estudiantes y algunos de militantes de falange, fue la mayor protesta que se produjo en la ciudad condal a lo largo de todo el régimen y sus repercusiones llegaron a impulsar otras protestas en otros lugares del país. fue el primer hecho que intentó quebrar la «paz social». Las palabras del periodista catalán se encontraban atravesadas por un sentimiento de profundo pesimismo frente a un contexto político del que no entreveía salida. La represión posterior fue extensa y transformó a la élite política local: el régimen se sentía fuerte. Gaziel se preguntaba hacia dónde iba la Iglesia católica española ante esta situación. y es que consideraba que los apoyos eclesiales al franquismo eran contraproducentes e iban a ser pagados con dureza en el momento en el que se diese la vuelta a la situación. Los «enemigos de la Iglesia» podían regresar al poder, lo que ocasionaría una nueva «persecución» anticlerical. Para Agustí Calvet, este horizonte no parecía tan lejano.

Hoy sabemos que el paso del tiempo le iba a quitar toda la razón. La década de los cincuenta fue un período intermedio entre el primer franquismo y la España del desarrollo que fue definitivo a la hora de establecer la continuidad del régimen. el franquismo sobrevivió mucho más allá de la posguerra mundial en un proceso paradójico que ter- minó por consolidarlo definitivamente. la importancia de esta década intermedia no puede ser exagerada. Entre ambigüedades y dobles juegos políticos, los cincuenta se convirtieron en una década de transición en el que se construye un programa económico no completamente autárquico, lo que evidenciaba el camino errático que había tomado la política económica del régimen, el desarrollo de una política represiva más selectiva o la aparición de un «falangismo liberal» que destacó en el ámbito cultural. Incluso podríamos marcar un hito con la crisis universitaria y política desatada en 1956, unos meses después de la incorporación a la ONU. La bisagra del bienio 57-59 anunció los cambios económicos y sociales que estallarían en la década posterior, los que fueron difíciles de controlar.

La relación entre la Iglesia católica y el régimen también sufrió cambios significativos en esta misma coyuntura de crisis política. a mediados de los cincuenta, aparecen las primeras autocríticas pastorales y sociales. Aunque aún seguía dominando en la jerarquía eclesiástica una mentalidad nacional-católica que sostenía un colaboracionismo que tuvo como resultado la firma del Concordato, firmado en 1953 como espejo de una hegemonía religiosa. el catolicismo y el anticomunismo fueron las dos señas de identidad de un régimen antidemocrático que buscaba su lugar en el nuevo orden internacional. Sin embargo, el catolicismo español vivió un tiempo de ambivalencias y cambios. Las primeras críticas a la «pastoral de Cristiandad» de la posguerra surgieron dentro de ambientes eclesiales minoritarios, pero potencialmente influyentes en la sociedad.

Estos reproches surgieron, sobre todo, en el campo de la Acción Católica, que estaba dando pasos para influir en diversos ámbitos sociales y económicos con el desarrollo de la Acción Católica especializada. Dicha evolución no puede ser comprendida en plenitud si no atendemos a los cambios internos que se produjeron en aquellos años y a la influencia que ejercieron sobre ellos los contactos internacionales. La Acción Católica era entonces una organización de masas que encuadraba cuantitativa y cualitativamente a un sector muy amplio de la población. En este sentido, es especialmente significativa la transformación que se observa en el comportamiento español en los Congresos internacionales de apostolado seglar celebrados en roma en 1951 y 1957, como se puede comprender leyendo la aportación sobre la Acción Católica de Feliciano Montero. Si en 1951, los representantes acudían con una visión triunfalista plenamente nacionalcatólica, en 1957 se presentaron, tras un ejercicio autocrítico hacia el paternalismo defendido, con una conciencia social renovada y mucho más integrada en la tendencia general del resto de las organizaciones internacionales católicas. Del triunfalismo de inicios de la década a la tendencia a la autocrítica se observa una transformación en la agenda pastoral de la Acción Católica. El proceso conllevó el abandono de técnicas multitudinarias, como lo habían sido las misiones populares de intencionalidad reconquistadora, que fueron dando paso al trabajo más personal y de comunidades pequeñas bajo el método de «Revisión de vida». La justicia social llamaba a cambiar la perspectiva de algunos de estos católicos que pretendían una reforma del régimen desde su interior.

Pero antes de todo ello, en Barcelona se celebró el XXXv Congreso Eucarístico Internacional que se convirtió en un éxito indudable del nacionalcatolicismo. Sin embargo, tal y como han puesto de manifiesto diversos autores, con toda probabilidad fue un arma de doble filo, ya que marcó el inicio del fin de un modelo nacionalcatólico, que desencadenó un proceso ambivalente que debe ser leído en los tres planos que señala Natalia Núñez en esta obra: el internacional, el español y el catalán. Esta ambivalencia, entre la tradición y el cambio, va a ir conformando diversas narrativas dentro del catolicismo español, que estará detrás de algunos de los hechos significativos. aunque se intentaran tapar los problemas sociales para ofrecer una imagen ideal del régimen a los visitantes extranjeros, estaban allí. Dos años antes, el entonces obispo de Solsona Vicente Enrique y Tarancón publicó la pastoral «El pan nuestro de cada día», que denunciaba los aprietos a los que tenía que hacer frente la gran mayoría de la población española.

Con todo, ciertamente el contexto eclesial hegemónico era el que representaba el concordato de 1953 de la iglesia de Cristiandad y el catolicismo triunfalista surgido de la Segunda Guerra Mundial. A finales de la década de los cuarenta se habían creado un grupo intelectual, en torno a la figura de Rafael Calvo Serer y la revista Arbor, que defendía un proyecto monárquico y tradicionalista que pretendía la restauración católica. El enfrentamiento con los falangistas era inevitable y fue intenso en los órganos de expresión de cada grupo en relación al «problema de España»13. el concordato intentaba defender un modelo político y pastoral asentado en la recatolización social. Se trataba de un dique nacional-católico contra los intentos falangistas de controlar el régimen, que tendrá sus últimos episodios en el proyecto de José Luis Arrese entre 1956 y 195714.

El concordato se firmó en agosto de 1953, de forma discreta, incluso podríamos decir casi clandestinamente, por la imposición de la Santa Sede. La razón era el temor de las posibles repercusiones internacionales que podía tener para la diplomacia vaticana la legitimación de un régimen antidemocrático aislado en la escena mundial. Pero no solamente. El pontífice y su secretario de Estado Domenico Tardini sabían cómo podía ser recibido por la democracia-cristiana italiana dicho acuerdo. En todo caso, esta firma fue el final de un largo proceso de negociación impulsado, sobre todo, desde un gobierno español donde destacaban prohombres católicos como el ministro Alberto Martín Artajo y los sucesivos embajadores en la Santa Sede, Joaquín Ruiz- Giménez y Fernando María de Castiella. De la documentación interna de los embajadores y del ministro se desprende su conciencia de la desigualdad en las concesiones recíprocas, ya que si el Gobierno concedía casi todo a cambio de obtener su reconocimiento internacional como modelo de Estado católico. El vaticano, que en gran medida ya tenía reconocidas muchas de esas concesiones, debía cuidar su imagen. Sólo desde esta perspectiva se puede entender la insistencia en la discreción durante el proceso negociador y la firma del concordato. Sin embargo, estos cuidados chocan con la concesión al propio dictador por parte de Pío XII de la máxima condecoración vaticana ese mismo año como miembro de la orden Suprema de Cristo. y es que, como afirmó Guy Hermet, el concordato fue probablemente «la última debilidad» de Pío XII con el franquismo. Como argumenta en su texto Pablo Martín de Santa Olalla, el acuerdo fue más un problema que su solución, ya que lo que se había pensado como el modelo de concordato no podía funcionar por mucho más tiempo. el concilio de la década posterior dinamitaba los pilares sobre los que se asentaba el acuerdo del 53.

Pero al margen de esas consideraciones políticas en las que hay que situar la firma del concordato, no se puede olvidar la fundamental convergencia e, incluso en buena medida identidad, entre los valores y las características del régimen franquista y los que defendía la propia Iglesia católica en España. Más allá de las reticencias exteriores la Iglesia y los católicos españoles valoraban el Estado franquista como modelo de Estado católico, protector de una pastoral de cristiandad, constructora a la vez de la nación y la comunidad católica. La cabeza de la Iglesia fue el arzobispo toledano Enrique Pla y Deniel, quien también se convirtió en la voz del catolicismo frente a los enfrentamientos con el gobierno y las instituciones. las tensiones no cesaron en esta década, pese a la fundamental coincidencia de objetivos y valores, sobre todo, en los ámbitos donde la iglesia se reservaba su presencia, como era en el campo educativo y en la vigilancia de ideas y moralidad. Ese reparto tácito y expreso de parcelas favoreció algunos encontronazos. Por ejemplo, la tramitación de una nueva ley de Enseñanzas Medias por parte del ministro Ruiz-Giménez estuvo marcada por unas presiones eclesiásticas que terminaron por influir en el propio proceso negociador del Concordato. después, en 1954, estallaría una nueva y significativa polémica entre el ministro arias salgado y el primado Pla a propósito de unos informes publicados por el director de Ecclesia, Jesús Iribarren, sobre el Congreso de la Internacional del Periodismo Católico, donde éste aprovechó para demandar una cierta liberalización moderada de la restrictiva ley de prensa de 1938. El choque de editoriales y el cruce de correspondencia acabó con la dimisión-cese de Iribarren.

En el plano social y sindical, la tensión se bosquejó en relación con el criterio de la doctrina social católica sobre la libertad sindical dentro de una organización corporativa. Era una cuestión que estaba planteada en los propios orígenes del Régimen (a través de la redacción del Fuero del trabajo o los comentarios del jesuita Joaquín Azpiazu), y que replantearon una serie de pastorales del obispo de Canarias, Pildain, y algunos documentos colectivos de la Conferencia de metropolitanos. en este terreno de la doctrina social de la Iglesia la definición oficial de la jerarquía se solapaba y en cierta medida chocaba con la reflexión y los compromisos de la Acción Católica obrera, cada vez más crítica con la organización Sindical. En este ámbito, nos encontramos la figura de Ángel Herrera Oria, que es analizada en este libro por el profesor José Sánchez Jiménez a través de su labor en el Instituto Social León XIII. El cardenal buscó, a través esta institución o la Escuela de Ciudadanía Cristiana, la aplicación de las tesis políticas y sociales magisteriales para la mejora de las condiciones de vida de los menos favorecidos. Dentro del marco anticomunista del régimen, Herrera consideraba que estas recetas políticas y sociales, si se aplicaban adecuadamente, terminarían por convertirse en la mejor barrera ante el comunismo soviético. Lo que buscaba era poner, como había asegurado el papa Pío XII, «la técnica al servicio de la caridad».

En cualquier caso, la unanimidad en torno al ideal que suponía el Estado católico representado en la firma del concordato, no excluyó la aparición de voces minoritarias y críticas. No se pueden situar tanto en la crítica al régimen de protección otorgado por el pacto con la santa sede, sino con la pastoral de Cristiandad dominante en aquellos años. En gran medida, la colaboración del profesor Francisco Carmona nos ofrece una de las vías sobre las que se asentaron las primeras autocríticas, al poner en relación el desarrollo pastoral de aquellos años con la toma de postura crítica que potenciaba la naciente sociología religiosa. fue en esta década cuando surgen los primeros centros de investigación socio-religiosa que se encargarán de crear mapas sobre la religiosidad española. entre aquellas experiencias podríamos destacar la Oficina de Sociología y Estadística de la Iglesia, el Centro de Sociología Aplicada de Cáritas o el Instituto de Sociología Aplicada de los dominicos. ellos fueron los que comenzaron a describir una situación que no era la que establecía la visión hegemónica del régimen. Antes ya habían existido otras experiencias relacionadas con la investigación en materia religiosa, especialmente significativa fue la de Idearium en el seminario de Vitoria. la experiencia de las cooperativas Mondragón desarrollada por el sacerdote José María Arizmendiarrieta no se puede comprender sin el papel previo del modelo formativo y espiritual impulsado en la diócesis de Vitoria. Como expone Fernando Molina, las actividades de Arizmendiarrieta tenían como objetivo la recatolización de los obreros guipuzcoanos, que buscaban canalizar las prácticas de consenso y consentimiento del nuevo régimen. el texto del profesor Molina ofrece una perspectiva biográfica a nivel teórico que demuestra la importancia y necesidad de elaborar más acercamientos biográficos sobre algunos de los protagonistas centrales de esta historia. tenemos buenas aproximaciones en algunos casos, por ejemplo, Ruiz-Giménez o Herrera, pero necesitamos profundizar en los recorridos vitales de otros personajes, como Tarancón. Nos permitiría elaborar un ineludible prosopografía de los cuadros de catolicismo español de la época y conocer mejor los procesos históricos a través de trayectorias que, en muchos casos fueron cambiantes y dinámicas, y no se dejan someter fácilmente a unos clichés fijos y estereotipados.

si miramos más allá del contexto nacional, el contacto con el catolicismo europeo e internacional favoreció la creación de espacios comunes donde compartir las experiencias. no era extraño que se plantearan las primeras autocríticas religiosas como consecuencia de estos encuentros. probablemente, por ser dentro del propio país, las Conversaciones Católicas Internacionales de San Sebastián, que se organizaron y crecieron en torno a la persona de Carlos santamaría, replantearon abiertamente la oportunidad y necesidad de un régimen de intolerancia. El mismo Santamaría intentó, sin demasiado éxito, introducir el pensamiento del pensador francés Jacques maritain. por su parte, también las páginas de la revista El Ciervo se convirtieron en un semillero de autocrítica como expone en su trabajo María José Martínez. Los colaboradores de esta publicación católica revisaron el modelo de Cristiandad gubernamental. La resistencias de los sectores más reaccionarios e integristas las encontramos en las respuestas a estos intentos de revisión, como la denuncia del obispo barcelonés Gregorio Modrego a la publicación por su defensa a Maritain. Como no podía ser de otra forma, también miraron hacia el exterior para encontrar otras formas de hacer las cosas. Con todo, sus autocríticas a un catolicismo «farisaico» no estuvieron acompañadas de una propuesta seria de transformación más allá del ámbito pastoral. El proceso continuaría en la década posterior, alcanzando una dimensión ideológica clave, que terminaría por favorecer una ruptura con el régimen.

En febrero de 1956, el malestar existente en el país favoreció la expresión de diversas protestas en las dos grandes ciudades, Madrid y Barcelona. estas movilizaciones hicieron que franco tuviera que tomar decisiones concretas para paliar los problemas gubernamentales que no permitían alcanzar acuerdos gubernamentales de calado. el franquismo comenzaba a ser consciente de que el contexto era cambiante y que debía adaptarse, por tímidos que fuesen los pasos a dar. eso sí, en el fondo, estos hechos no pusieron en duda los pilares de una dictadura que se encontraba asentada y que gozaba de buena salud. Como señala en este volumen uno de los mayores especialistas en esta crisis, Miguel Ángel Ruiz Carnicer, la revuelta fue llevada a cabo por los «hijos del Régimen». Probablemente, por esta razón, el impacto fue mayor entre los cuadros políticos. además, no podemos olvidar que entonces se estaba viviendo un conflicto en el interior del régimen entre distintas culturas políticas que pretendían hacer realidad su propuesta socio-política. Ruiz Carnicer nos acerca a un mejor conocimiento del alcance y del significado de la crisis de 1956 a la luz del debate sobre su conciencia generacional, pero también en su proyección posterior dentro de la evolución del franquismo. No podemos olvidar que se fue desarrollando una convergencia entre familias de distinta procedencia ideológica.

Por otra parte, y a través de la figura de Joaquín Ruiz- Giménez, el profesor Javier Muñoz Soro nos acerca a una de estas propuestas como es la que sostuvo el ministro de Educación Nacional, y que acabo fracasando en 1956. La lectura paralela de ambos textos permite advertir que comparten muchas interpretaciones, pero también ciertas divergencias explicativas. El contraste entre ambos facilita una comprensión más compleja, rica y matizada de lo que sucedió entonces. El pensamiento de Ruiz-Giménez fue evolucionando y esto tuvo repercusión en su proyecto social, desde finales de la década de los cuarenta, que fue acercándose más a una particular síntesis regeneracionista. el conflicto cultural y la crisis política subsiguiente pusieron en evidencia los límites de este proyecto.

el simbolismo de la crisis de 1956 está fuera de toda duda. los cambios en los gobiernos que salieron de la crisis fueron significativos con la permuta de doce de los dieciocho ministros y que terminaría por expulsar del poder a falangistas, como José Antonio Girón primero, y José Luis Arrese después. Fue el inicio del desembarco del sector tecnocrático que dominaría la posterior política española. especialmente, la presencia y creciente influencia de Laureano López Rodó quien, junto a Luis Carrero Blanco, diseñó una mutación del régimen. Pero el cambio se consolidó a inicios de los sesenta. las protestas obreras y estudiantiles o las críticas desde dentro de la iglesia fueron favoreciendo la oposición al régimen. De hecho, para finales de la década se constituyeron los primeros partidos demócrata-cristianos de José María Gil Robles y Jiménez Fernández. eran grupos muy minoritarios, pero demostraban que algo se movía dentro del catolicismo español. y es que el fracaso del proyecto político de Ruiz- Giménez había demostrado que la renovación no era posible sin romper con las ataduras del régimen franquista. La alternativa demócrata-cristiana propiamente había nacido fuera de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y se enfrentó al colaboracionismo. En el seno de la ACNP, en el fondo, se creía que la democracia cristiana sólo podía tener cabida encajando en un régimen católico marcado por una democracia orgánica y corporativa, donde habría un ligero margen a la libertad de prensa y un fuerte contenido de «política social».

Por su parte, en 1956 el Partido Comunista hacía pública su política de Reconciliación Nacional, donde se establecía que había que acabar con los dos bandos de españoles. Como dice Felipe Nieto en este libro, fue uno de los hitos más relevantes y de mayor trascendencia en la historia de este partido, ya que abre una nueva etapa en la política comunista. Jorge Semprún se convertirá en uno de los principales artífices de esa transformación interna del PCE, especialmente en el mundo de la intelectualidad, con su regreso a España donde aglutinó a jóvenes estudiantes como Javier Pradera, Ramón Tamames o Enrique Múgica. Probablemente el primer acto común que pretendía convertir en realidad este espíritu de reconciliación fueron los homenajes (tanto dentro como fuera de España) a Antonio Machado del año 1959. el contexto internacional también importaba: la muerte de Stalin produjo una transformación marcada por la idea de la distensión.

No podemos olvidar que en 1965, en los Cuadernos de Ruedo Ibérico Jorge Semprún consideraba que la democracia cristiana era la propuesta de futuro inmediato del catolicismo español. En esas mismas fechas, el sociólogo Linz auguraba un gran éxito electoral a una propuesta que aglutinara a esta corriente ideológica. Como sabemos, fue una profecía incumplida, quizá, porque la transición tardó aún una década en iniciarse. en cualquier caso, y por el momento, estas transformaciones nunca supusieron en esta época un peligro real. no era su momento. antes de la década de los sesenta, la actividad política de estos partidos fue muy reducida. la euforia conciliar permitiría que, antes de la crisis de la Acción Católica con la jerarquía eclesiástica, la Acción Católica especializada agrupara hipotéticamente a las bases sociales de esa naciente democracia cristiana.

Este libro busca, por tanto, acercarse a un período histórico en el que España estaba cambiando. y es que entre la firma del concordato de 1953 y la crisis universitaria y política de 1956, muchas cosas habían sucedido. en la coyuntura de mediados de los cincuenta, aparecen algunos cambios significativos, en forma de autocríticas pastorales y sociales, en medio del predominio de la mentalidad y el estatus nacional-católico y «colaboracionista» que marcaba el Concordato recién firmado en 1953. Poco a poco, las convergencias entre culturas políticas que habían estado enfrentadas hasta entonces fueron apareciendo. Aunque no fueron una tendencia generalizada, el régimen aún no estaba en duda, tampoco podemos entender que ésta fue una cuestión baladí.

Feliciano Montero García y Joseba Louzao Villar

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