Benedicto XVI (Josef Ratzinger o Benito XVI, en román paladino) ha concluído una peregrinación más política que religiosa por la siempre trepidante «Tierra Santa».
El viaje papal ha perseguido fines que nada tienen de esotéricos y mucho de políticamente logísticos. Lo ha subrayado él mismo en diversos momentos, antes y después de aterrizar en Jordania: “ Quiero apoyar con mi presencia a los cristianos que viven en Tierra Santa”.
Entre líneas
Se trata de una declaración simbólica de rico contenido, sin duda, considerando que para el Vaticano “las heridas infligidas por la violencia agravan una emigración que priva inexorablemente a la comunidad cristiana de sus mejores elementos para el futuro, ya que la cuna del cristianismo corre el peligro de encontrarse sin cristianos”, según comunicaba el cardenal Sandri – Prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales – el pasado mes de abril.
Y es que la proporción de cristianos, católicos y no católicos, no deja de decrecer en aquella región, donde, a excepción del Líbano y según las estadísticas más realistas, no sobrepasan el 3% de la población. Las migraciones en Oriente Próximo fueron notables ya tras la caída del imperio turco, en los años 1920, y se han ido intensificando después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación del Estado de Israel. Cerca de 300.000 palestinos viven hoy en Chile y el 10% de los argentinos son de origen libanés, sirio y palestino. Muchos más se dirigieron a diversos países europeos y americanos. Las causas de la alta emigración de las últimas décadas hay que buscarlas en las tensiones socio-económicas entre las comunidades musulmanas y cristianas, reforzadas por el largo conflicto israelo-palestino.
Partiendo de esa situación, la visita papal contemplaba ahora, además, otros objetivos concretos directamente relacionados con la posesión y administración de los llamados “santos lugares”. Ya antes de que el Papa emprendiera su viaje, el Presidente israelí Simón Peres señalaba a su Ministro del Interior la conveniencia de subrayar la absoluta soberanía de Israel sobre seis de tales lugares ubicados en su territorio, aunque sean actualmente propiedad de la Iglesia, a excepción del Cenáculo de la “última cena” – que está nada menos que en el Monte Sión y pertenece a la Waqf o comunidad musulmana local – y cuyo traspaso a la Iglesia provocaría graves problemas. La Iglesia Católica e Israel firmaron un “Acuerdo Fundamental” (o Concordato) en 1993, comprometiéndose a respetar el stutus-quo de esos edificios históricos. El supuesto “santo sepulcro” tiene una situación patrimonial semejante, ya que su propiedad y usufructo es compartido por varias secciones o iglesias cristianas. Curiosamente, los solares sobre los que se levantan el Parlamento israelí (la Knesset) y algunos otros edificios estatales, pertenecen en propiedad a la Iglesia Ortodoxa griega, que se los tiene alquilados al Estado israelí.
Si la pretensión de replantear tal situación – con traspaso de soberanías – resulta claramente inalcanzable para el Vaticano, reivindica éste la supresión de impuestos que sí se contempló en el Concordato de 1993 y que aún no se ha hecho efectiva.
Pero el viaje ha tenido, además, otros objetivos inmediatos. A la reciente tensión producida por las desafortunadas manifestaciones de Benito XVI respecto a la ética musulmana se une el malestar que causan al Estado israelí las protestas internacionales respecto al tratamiento que viene dando a los palestinos y, de manera especial, las emitidas por el Papa con motivo de los últimos ataques a Gaza, la rehabilitación del negacionista obispo Williamson o la exaltación de la figura de Pío XII, reo de antisemitismo manifiesto para judíos y no judíos. A todo ello pretendía responder el Papa durante su periplo, pero es evidente que no ha logrado templar gaitas con demasiado éxito.
La parafernalia de la visita parece haber costado a Israel cerca de 10 millones de dólares, lo que justificaría el gran disgusto colectivo; pero sobre todo, ha recibido críticas negativas de los judíos israelíes y norteamericanos por no haber aprovechado la oportunidad para condenar más explícitamente el nazismo productor del Holocausto, lo que ha dado motivo para que se saque a relucir una vez más el estúpido argumento de su pertenencia a las Juventudes Hitlerianas cuando era sólo un crío y en un país sometido a la más severa dictadura. De eso sabemos bastante por aquí. Creo que hay motivos mucho más sólidos para oponerse a las andanzas políticas de Josef Ratzinger y a su cobertura teológica.
La guinda final ha sido la reiteración del apoyo público a los acuerdos de Oslo, subrayando ante el líder Mahmud Abbas la necesidad urgente y el derecho de los palestinos a crear una “patria soberana en la tierra de sus antepasados, en paz con sus vecinos y dentro de fronteras internacionalmente reconocidas”, en abierta oposición a las intenciones de Benjamin Netanyahu y su equipo sionista.
En resumidas cuentas y como ya es habitual en política, los católicos y sus medios consideran que el viaje del monarca-jefe espiritual vaticano constituye todo un éxito (como siempre), los israelíes progubernamentales lo califican de artera maniobra política, los muftíes musulmanes no parecen muy convencidos de nada y los palestinos, en su gueto amurallado, han podido gozar brevemente la ilusión de una existencia futura diferente… Esa actuación consecuente de Josef Ratzinger con las reivindicaciones palestinas – y sólo esa, por el momento – me ha gustado, ¡qué demonios!
Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho