Ni una lágrima, ni un no te vayas, quédate. Nadie niega que la renuncia de Benedicto XVI supone un momento histórico, de inflexión, una grieta en la roca sobre la que está edificada la Iglesia, pero Joseph Ratzinger, el Papa que acaba de abrir la puerta a todas las incertidumbres, ejecuta su despedida como un trámite burocrático: las palabras justas, sin brizna de emoción, un adiós frío como su pontificado.
Durante la audiencia pública de la mañana, Benedicto XVI ha dicho este miércoles que ha tomado su decisión "en plena libertad", después de orar largamente y de examinar su conciencia "delante de Dios". Después, Ratzinger justificó su renuncia con un enigmático "por el bien de la Iglesia".
Si hay que creer al Papa en retirada, ¿por qué su adiós beneficia a la Iglesia? La verdadera respuesta, por el momento, alimenta el misterio. Sin embargo, por la tarde, durante la celebración en la basílica de San Pedro del Miércoles de Ceniza, Benedicto XVI ha pronunciado otra frase en forma de pista: "El rostro de la Iglesia aparece muchas veces desfigurado. Pienso en particular en las culpas contra la unidad, en las divisiones del cuerpo eclesial".
Ha dado la impresión de que Joseph Ratzinger venía a desmentir a los que, más papistas que el Papa, se empeñan en desvincular la trascendental decisión de las insidias en el Vaticano, de la incapacidad del pontífice alemán para sobreponerse a las luchas de poder que durante los últimos años han convertido a la Santa Sede en una maquinaria ingobernable, en una fuente de escándalos. Por si alguien aún tuviera dudas, ha añadido: "Hay que vivir la Cuaresma de una manera intensa, en comunión eclesial, superando individualismo y rivalidades".
Y ha agegado: "Debemos atravesar el corazón y no los vestidos. En efecto, en nuestros días son muchos los que están dispuestos a rajarse las vestiduras ante escándalos e injusticias —naturalmente, las cometidas por otros—, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre su propia conciencia e intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta".
Ratzinger se va porque no puede con la Iglesia, porque nunca pudo. Estos días, cuando la sorpresa se va retirando para dejar paso al análisis, vienen a la memoria de los expertos el recuerdo de frases, de momentos vividos durante los casi ocho años del papado de Ratzinger.
Y desde el primer día hasta los últimos se puede colegir por sus palabras —no solo por la evidencia de los escándalos, de la fuga de documentos del caso Vatileaks— que jamás gozó del apoyo de la Curia.
Y que jamás tuvo el carisma para ganarse su apoyo ni el carácter para dictar las reglas. Desde su primera misa, aquel ya lejano 24 de abril de 2005, se cuestionó su propia capacidad para llegar a la Iglesia a buen puerto: "Yo, débil servidor de Dios, debo asumir este deber inaudito, que realmente supera toda capacidad humana. ¿Seré capaz de hacerlo?". No se trataba de un injustificado miedo escénico. Cuando fue elegido Papa, Ratzinger ya llevaba 24 años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. Aquellas dudas preliminares se confirmaron enseguida.
Durante su papado, Benedicto XVI ha realizado multitud de declaraciones en las que, a veces de una manera diplomática y otras de forma explícita, ha denunciado "la suciedad de la Iglesia", e incluso la afición de sus príncipes a "morderse y devorarse mutuamente".
Su ya evidente divorcio con el secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, viene de antiguo, pero su decisión de mantenerlo en el cargo —cuatro influyentes cardenales le pidieron su cabeza en el verano de 2009— se granjeó las antipatías de quienes, en un principio, estaban dispuestos a apoyarle. Hablaba de manzanas podridas, pero jamás se atrevió a meter la mano en el cesto y apartarlas. Por esto, a medida que pasan las horas, algunos analistas se van apartando de la tesis de que Ratzinger ha sido víctima de las intrigas para sostener casi la contraria: su incapacidad para gobernar la Iglesia ha provocado el desgobierno.
Él mismo, en su discurso de renuncia en latín ante el colegio cardenalicio, admitió —como si se hubiera caído del caballo cuando ya era demasiado tarde— que para manejar la barca de Pedro no basta solo con la oración, sino también con "el vigor tanto del cuerpo como del espíritu". Desde su apartamento, aislado, el papa alemán ha venido contemplando sin hacer nada como los escándalos entraban y salían por la puerta del Vaticano, a veces contagiándose de los chanchullos que salpican la vida política italiana y otras veces ejerciendo como fuente de contagio Se le acusa de haber comenzado empresas encomiables —su lucha contra la pederastia, su decisión de arrojar luz sobre las finanzas del Vaticano—, pero de haberlas dejado a la mitad.
Dentro de unos días, el Papa se marchará a Castel Gandolfo, pero cuando su sucesor ya haya ocupado sus habitaciones y se haya dirigido al pueblo de Dios desde el balcón de la plaza de San Pedro, Joseph Ratzinger regresará al Vaticano. Ocupará una habitación en un convento, pero él —el antiguo Papa, aquel que reinó la Iglesia durante casi ocho años bajo el nombre de Benedicto XVI— no estará de clausura. Podrá caminar libremente por el Vaticano, tal vez recuperar los restaurantes que frecuentaba en el Borgo Pío cuando solo era el cardenal Ratzinger, el jefe del antiguo Santo Oficio.
Dice el padre Lombardi —está en su sueldo que lo diga— que el carácter del papa alemán hará del todo imposible cualquier intromisión con su sucesor. Pero han pasado solo dos días desde su renuncia, y en la misa del Miércoles de Ceniza ya ha empezado a dar pistas del porqué de su adiós. No es del todo descabellado que quienes, por su lejanía, su frialdad o su enemistad, hayan precipitado la caída de Ratzinger se muestren preocupados por la nueva situación del Vaticano. La de dos papas, con anillo o sin él, con la complicidad del Espíritu Santo o sin ella, caminando por un Estado no más grande que un pueblo pequeño. No sería descartable pensar que las sorpresas no han hecho más que empezar.
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