Para muchos es este un debate caduco, anacrónico, y sin sentido en un Estado democrático y de derecho como el nuestro. Pero sin embargo el importante y crucial papel que la iglesia católica juega todavía entre nosotros supone objetivamente un atentado a la libertad de pensamiento y conciencia inadmisible en una sociedad postilustrada. Precisamos con urgencia de una revolución laica que permita que nuestros espacios de religiosidad o areligiosidad no intenten ser controlados y teledirigidos por quienes se reclaman poseedores de la verdad única, para que nuestra espiritualidad y nuestras cuestiones filosóficas no nos sitúen en el plano de alienación propio de los “idiotas morales” (Norbert Bibleny, dixit) y permitan que los valores éticos de la ilustración liberal tengan su plena realización en un Estado laico para una sociedad plural y abierta.
Algunos pensaran que dramatizamos. Falta concienciar, explicar la realidad con toda su crudeza y podredumbre: España está ligada por unos acuerdos internacionales con la Santa Sede, asumiendo obligaciones inderogables por nuestro ordenamiento interno. Así, todos los Españoles, con independencia de nuestras creencias, estamos obligados a contribuir con nuestros impuestos al caro sostenimiento de la iglesia católica: nada recibimos a cambio: no podemos usar sus locales, ni disfrutar del arte que tiene apropiado,… Además, la exención del pago de impuestos para la iglesia es total. (Así, está recién aprobado el Real Decreto que regula las pensiones del Régimen de clases pasivas que, en propio favor o en el de sus familiares, cause el personal que hubiera ostentado la condición de sacerdote o religioso de la Iglesia católica y que en fecha 1 de enero de 1997, estuviera secularizado o hubiera cesado en la profesión religiosa; un ejemplo de que no se olvida el más mínimo detalle).
En materia religiosa, el Estado obliga a la enseñanza de la religión católica en todos los centros docentes hasta secundaria, permitiendo optar, a quienes no deseen cursar esta asignatura de adoctrinamiento, hacer durante ese tiempo alguna actividad que no contribuya a su formación docente (para evitar desventajas de conocimientos con los católicos) y que sea suficientemente “desagradable” para no desincentivar a los catequistas. Los contenidos, los profesores, la orientación de esta asignatura mal llamada de “religión” esta bajo la única autoridad de la jerarquía eclesiástica aunque financiada por fondos públicos.
En la utilización simbólica de la iglesia, especialmente confusa en el terreno militar es también un nuevo ejemplo del actual poder de la Iglesia. Los concejales, elegidos por el pueblo asisten impasibles a la bronca del arzobispo por su actuación en las fiestas patronales. Un absurdo puente (“acueducto”) paralizada el tejido productivo por que la fiesta de la Inmaculada no puede desaparecer: y las pocas fiestas civico-constitucionales se quedan en el olvido.
Así podríamos elaborar un largo etcétera de agravios, pero lo más importante es lo estancado de esta situación. Es necesario adoptar medidas de autodefensa frente al ataque constante que desde la iglesia, en ocasiones por medio de los fondos públicos, se realiza contra nuestra libertad de conciencia. Estas pueden
ser algunas ideas para empezar a hablar:
– Debe constituirse una amplia mesa civico-política que tenga como fin la denuncia unilateral del Concordato con la Santa Sede. Las relaciones del Estado con cualquier religión deben regularse en el ordenamiento interno y no constituirse como obligaciones internacionales.
– Ante sus posiciones ético-políticas, en todo contraria a los fines de nuestra democracia, deberían romperse relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano (y con la Soberana Orden de Malta), negando el reconocimiento de Estado, que Mussolini entregó, al aparato burocrático de una confesión religiosa.
– Debe organizarse el movimiento laico escolar para frenar el desplome organizado de la enseñanza pública que produce el desvío masivo de fondos a la enseñanza concertada con centros católicos.
– Debe excluirse de las aulas las actividades de adoctrinamiento moral, reservándolas para los espacios de la vida privada de las personas.
– Todas las religiones reconocidas y con cierta entidad deben gozar de un trato similar, de espacios en los medios de comunicación públicos.
– Las ceremonias civiles y militares deben prescindir de elementos simbólicos de cualquier culto. No podemos ver jurar a nuestro gobierno ante un crucifijo, que surge sobre la Constitución. Sus compromisos espirituales deben ser privados; su juramento ante el Rey debe hacerse ante la Constitución como
máxima expresión de la voluntad popular.
En definitiva, o vamos hacia un Estado laico capaz de conciliar los sentimientos religiosos de la esfera privada con una acción política neutral o veremos día tras día vulnerada nuestra condición librepensadora, de forma sutil pero amenazadora. Sin escuela publica laica de calidad, habrá que pensar en potenciar escuelas laicas (privadas, y si nos dejan concertadas) donde los valores ilustrados sirvan como bases éticas para configurar una sociedad abierta y libre.
Santiago Castellà es profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona