La expulsión es otro gesto que alienta la espiral de violencia y represión Al menos 89 personas han muertos desde que empezaron las protestas en 2011
Las autoridades de Bahréin deportaron la semana pasada al clérigo chií Husein al Najati, a quien acusan de actuar como representante no autorizado del gran ayatolá Ali Sistani. La medida ahonda el carácter sectario de un conflicto que empezó como una protesta pacífica por la democracia en 2011. Tres años después, el círculo vicioso de violencia y represión polariza la sociedad y amenaza con enquistarse. En víspera de la visita a Manama del rey Juan Carlos, los disturbios siguen sacudiendo cada noche las barriadas chiíes que rodean la capital de ese pequeño reino árabe.
“Husein al Najati ejercía actividades poco claras y no se coordinó con las autoridades”, asegura el comunicado del Ministerio del Interior enviado por email. Según el texto, las autoridades “descubrieron que era un representante del líder chií Ali Sistani” y que “recogía dinero y lo distribuía” en su nombre, lo que motivó sus sospechas.
Al Najati, que respaldó el levantamiento popular iniciado al hilo de la primavera árabe, fue despojado de la nacionalidad bahreiní en noviembre de 2012, junto a una treintena de opositores, lo que suscitó críticas de las organizaciones de derechos humanos. Ahora, el relator especial de la ONU para la Libertad de Religión y Creencias, Heiner Bielefeldt, ha calificado su deportación de “intimidación contra los chiíes”.
“No hay constancia de que haya defendido la violencia o su uso, o de que haya cometido actos contra la seguridad nacional o el orden público, tampoco ha sido acusado o condenado por cometer tales actos”, asegura el relator.
Los chiíes son dos tercios de la población de Bahréin y desde el principio constituyeron el grueso de quienes se manifestaban contra el monopolio del poder por la familia real. Los Al Jalifa, una dinastía suní, reprimieron las protestas sin contemplaciones, e incluso recabaron el apoyo de su poderoso vecino saudí, que les envió un millar de tropas. Aún así, insisten en acusar a los chiíes de vínculos con Irán, una maniobra que ha abierto la brecha sectaria y polarizado la sociedad.
“La expulsión de Al Najati sobrepasa los límites humanitarios y legales”, ha denunciado Al Wefaq, la principal formación política chií (los partidos están prohibidos). Este grupo, que defiende las actividades del clérigo, vincula la medida a “su negativa a condenar el movimiento popular para una transición democrática en Bahréin”.
Desde las primeras manifestaciones, que movilizaron a decenas de miles de personas, los controles policiales, los registros de viviendas, las detenciones arbitrarias y el uso indiscriminado de gases lacrimógenos se han hecho habituales en las barriadas chiíes que rodean Manama. Es allí donde, ante la falta de avances del diálogo que persigue Al Wefaq, han calado las tácticas violentas de la Coalición de la Juventud del 14 de Febrero, cuyos activistas recurren a cócteles Molotov y armas de fabricación casera.
La violencia da la impresión de haberse reavivado desde que en febrero fracasó el último intento de diálogo entre el Gobierno y la oposición. Al menos cinco personas han perdido la vida en los dos últimos meses. En marzo, la muerte de tres policías en una explosión cuando dispersaban una protesta en Daih, una de las barriadas chiíes, dio pie a las autoridades para volver a acusar a Irán de “implicación activa” en la crisis. Aseguran que entrena a ciudadanos bahreiníes a través de terceros, en una poco velada referencia al Hezbolá libanés.
Los observadores interpretan la deportación de Al Najati en el mismo contexto. Sin embargo, no deja de resultar paradójico. Como seguidor de Sistani, una de las máximas autoridades del islam chií, se opone a la doctrina iraní de que los clérigos supervisen el gobierno (velayat-e faqih). La realidad es que los responsables bahreiníes no han presentado pruebas de su vinculación a Irán, más allá de que sus padres eran de origen iraní, lo que es el caso de muchos ciudadanos del reino árabe.
Los activistas de derechos humanos, por su parte, temen que la expulsión del clérigo aliente la violencia.
“Si el Gobierno sigue encarcelando y exiliando a los moderados, sólo conseguirá más tensión y más violencia en las calles”, ha declarado Nicholas McGeehan, de Human Rights Watch.
Al menos 89 personas han muerto, entre ellas 13 policías, y varias miles más han sido encarceladas desde el inicio de las protestas, según la Federación Internacional de Derechos Humanos. La mayoría de los fallecidos lo han sido por inhalación de gases lacrimógenos y atropellos de vehículos policiales.
Un manifestante lanza un bote de gas a los antidisturbios durante una protesta en Manama. / M. A.-S. (AFP)
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