La democracia o es laica o no es democracia; es decir, es vital acoger la pluralidad de ideologías y sistemas de valores presentes en la sociedad como fruto de la libertad de conciencia de las personas. Una de las bases fundamentales de los sistemas sociales democráticos es precisamente buscar la organización de la convivencia en común desde el pluralismo (lo cual implica no simplemente vivir en comunidad, sino la voluntad de diálogo para construir juntos) y, por tanto, no puede fundamentarse en una única religión, filosofía o ideología.
La laicidad es propia de las sociedades de mayor calidad democrática y los representantes del Estado deben estar al servicio de la laicidad de la sociedad. El Estado democrático debe ser garante de ello como servicio fundamental al bien común de la sociedad. Las instituciones sus representantes deben dar ejemplo en su conducta laica; esto es, deben ser garantes del respeto y promoción del pluralismo y, por ello, no se puede asumir como propia ninguna ideología, filosofía o religión.
En 1979, el espíritu de la Constitución dejaba atrás la España ultracatólica, el nacionalcatolicismo de la dictadura, consagrando en su artículo 16 la garantía de «libertad religiosa y de culto» y que «ninguna confesión» tendría carácter estatal. España es, por tanto, un estado aconfesional, o lo que es lo mismo, laico, simplemente por cuanto no tiene una confesión oficial.
Se tiene un concepto bastante alejado de la realidad, y fuertes contradicciones en cuanto la defensa y los principios democráticos que la socialdemocracia siempre ha defendido. La idea que tienen algunos sobre la laicidad consiste en recalcar que, por encima de todo, están las tradiciones y los eventos culturales. Se atreven al afirmar que «el PSOE es un partido laico, y, por eso, respetan y defienden al máximo el principio de laicidad y neutralidad confesional en el ámbito institucional». Pero, ¿quién dice que no se han de respetar las tradiciones? Claro que sí, pero ello no quiere decir que desde nuestras ciudades y pueblos se deba participar como representantes del pueblo, porque el pueblo insisto, es plural.
La ponencia marco del 15 Congreso del PSRM expresa literalmente que la Región de Murcia debe avanzar hacia la laicidad que garantice los valores, derechos y libertades civiles, adecuando su legislación a las características propias de una sociedad abierta, plural y compleja, en la que se respetan las convicciones y expresiones ideológicas, religiosas, culturales y de género de todos los ciudadanos y ciudadanas. Dice también que nuestra naturaleza laica (la de los socialistas) ha de traducirse en una potenciación de la educación y en valores laicos, que se orienten a lograr que los centros educativos sean espacios de convivencia y escuelas de ciudadanía, reforzando el futuro y el valor de la democracia.
Llevamos esperando 40 años y, aunque siempre es buen momento para hablar de laicismo y laicidad, esto es, de democracia, de derechos, en especial del derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia, pero más ahora que se habla tanto del respeto al Estado de Derecho y al cumplimiento de la ley, bastaría tan sólo con cumplir la vigente Constitución. Es cierto que tenemos un panorama político muy convulso, complejo, frentista y ello ayuda poco o nada, pero pese a ello que el máximo representante del Poder Ejecutivo prescindiera de los dos habituales símbolos religiosos: la Biblia y el Crucifijo. Convirtiéndose así en el más alto representante de los poderes del Estado que promete su cargo sin connotación religiosa alguna. En coherencia su conducta porque aquella imagen nos ofrece la «foto» de la aconfesionalidad que proclama la Constitución Española, único elemento depositado en la mesita de la promesa.
El desarrollo progresivo de la laicidad debe ser considerado como un hecho positivo. Es la lenta maduración de la sociedad hacia una cultura del pluralismo, del respeto a la diferencia; es avanzar hacia la creación de aquellos espacios de libertad que hacen posible el diálogo entre todas las ideologías filosóficas o religiosas, creyentes o no. Y, puesto que el único garante de este espacio público es el Estado, laicidad significa la autonomía del Estado, de las administraciones públicas, respecto de cualquier magisterio o manifiesto religioso que pretenda imponerse como predominante.
Afirmar que el hecho de que los «principios democráticos» como es el proyecto laicista sigan en nuestros días en un segundo o tercer plano de prioridades políticas, mientras que se sigue siendo cómplice de los privilegios de la Iglesia Católica, e incluso se hayan aceptado y sigan vigentes (en las leyes actuales) algunos de sus dogmas, no nos conduce nada más que a la injusticia y a propiciar, en mayor o menor grado, fanatismos indeseables. Ante este panorama, muy poco alentador desde el punto de vista de la política, que espero vaya cambiando por el bien de la Democracia y el Derecho, sólo cabe generar estados de opinión favorables. Para ello, la movilización ciudadana, la formación, la denuncia… son elementos fundamentales. Y ahí estamos los que defendemos que el proyecto laicista es (debería ser), no me cabe la menor duda, un factor determinante.
Juan Antonio Gallego Capel
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