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Crucifijo en una escuela

[Argentina] Simbología religiosa en el ámbito público

A pesar de que la Constitución Nacional no establece una religión oficial, la simbología católica es predominante. El desafío radica en discernir entre tradiciones culturales y la neutralidad estatal frente a creencias, garantizando la inclusividad y el respeto hacia todas las confesiones

Los símbolos religiosos en lugares públicos de la Argentina son una realidad cotidiana, tal como el emplazamiento permanente de crucifijos, imágenes de santos o vírgenes en hospitales, plazas o en lo alto de alguna montaña, en dependencias policiales, judiciales o administrativas estatales, provinciales o municipales. No es infrecuente la imagen de Atenea en las inmediaciones, patios o fuentes, de alguna universidad, los ocasionales rituales candelabros en plazas o parques para la festividad judía de Jánuca y similarmente con el islam, budismo y otras religiones o cultos. Incluso la Torá, los Evangelios o el Corán sobre los cuales juran los funcionarios o representantes electos, acorde a su credo, son rutinarios. Y más tradicional es la institución de feriados calendarios nacionales con motivos religiosos tal como navidad, pascuas, carnaval o el día de la inmaculada concepción, así como días no laborables para habitantes que profesen la religión judía, tales como Pesaj, Rosh Hashaná y Iom Kipur; y para el islam las festividades Eíd alFitr, Eíd alAdha y el Hijri, todo ello dispuesto por Ley 27.399.

Ahora bien, el Art. 2 de la Constitución Nacional Argentina expresa que el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano, cuya interpretación es únicamente de índole económica y financiera, ya que no dice República Argentina ni Estado Argentino ni que adopta el culto católico; no refiriéndose a la confesionalidad del Estado. El catolicismo es la religión mayoritaria de sus habitantes y por ende su simbología la más preponderante, pero no hay una religión oficial del Estado, tal como expresa la Corte Suprema de Justicia de la Nación sobre el fallo Villacampa. El Estado se limita a privilegiar a la Iglesia Católica coadyuvando al sostén y protección económica de sus gastos por el tesoro nacional.

Sin focalizar en dicho privilegio, aquí la cuestión es si la simbología religiosa en espacios y dependencias públicas socava el principio de libertad religiosa o la garantía del carácter laico del Estado, acorde al art. 14 de la Constitución Nacional. Entendiendo por laicidad, el principio de neutralidad religiosa basado en el ordenamiento jurídico que independiza el ámbito eclesiástico del estatal a todo efecto regulatorio o legal, garantizando la libertad de culto y conciencia en igualdad y sin discriminación religiosa. Sin erigir la religión como parámetro para la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos, así como tampoco erigiendo estos para sustentar en razones lo exclusivamente de índole religioso, su integridad doctrinaria y la realización de sus fines específicos en el ámbito de la autonomía y libertad religiosa, teniendo efectos sólo dentro del ejercicio del culto elegido libremente.

La filosofía griega, la ética bíblica y el derecho romano fueron el sustrato originario de la civilización occidental y por ello forman parte de la cultura y su mensaje impregna las sociedades civiles, siendo gran parte de sus principios originados en un credo y sus Escrituras. Por este motivo ciertas simbologías o acontecimientos religiosos trascienden el ámbito de la devoción y se introduce en el secular como una transversalidad cultural, tal como el calendario gregoriano, el domingo, el sábado y algunos de los ya mencionados feriados calendarios nacionales, los nombres de los días, meses o de localidades, ciertas imágenes mitológicas griegas o romanas, expresiones lingüísticas, espacios históricos declarados patrimonio cultural eventualmente relacionados con iconografía religiosa, así como otras cuestiones provenientes del culto pero secularizadas asimilándolas al acervo cultural. Luego, dicho carácter cultural de origen religioso o mitológico no incompatibiliza con la laicidad del Estado, así como tampoco la simbología religiosa personal en todo ámbito, incluso de funcionarios públicos, sino tal como afirma Joan Wallach Scott, son expresiones de identidad o tradición cultural, y eliminarlos podría interpretarse como una negación de la historia y herencia de una comunidad.

Pero a diferencia de todo ello, el emplazamiento permanente de simbología religiosa en espacios públicos, cuyo significado permita representar una devoción al credo o bien son objetos de culto, afecta derechos subjetivos jurídicamente reconocidos o normas positivas, incidiendo sobre la libertad religiosa o de conciencia de las personas. Y esto, por cuanto aquella significación propicia la adhesión del Estado o entidad gubernamental a una determinada religión o culto, tratando desigualmente a quien eventualmente adhiera a una distinta o a ninguna, perpetrando su subordinación simbólica o social, menoscabando la neutralidad justificatoria de la laicidad estatal. Cuestión distinta al uso personal de simbología religiosa por parte del funcionario público, respetando su libertad religiosa y sin implicar su servicio fuera del derecho vigente. La prohibición de esto último incurriría en una conducta antirreligiosa propia de Estados ateos cuya ideología antiteísta es la doctrina oficial del Estado, y donde incluso se prohíbe la simbología religiosa personal de cualquier habitante en toda entidad pública.

Por eso, en un Estado laico, pero no ateo, los poderes públicos no pueden tomar partido por una determinada religión, ni a favor ni en contra, pero tampoco prohibir simbología confesional en sus funcionarios o en sus ciudadanos dentro de espacios públicos, dado que supondría una conducta antirreligiosa que favorecería el ateísmo, manifestando que para los poderes públicos la religión de sus ciudadanos es negativa, y en consecuencia debiendo eliminar su visibilidad. Razón por la cual dicho Estado laico debe arbitrar instrumentos para garantizar la libertad religiosa de sus ciudadanos y a la vez proteger su no confesionalidad y neutralidad en materia religiosa, evitando generar marginaciones producidas por la exhibición permanente de símbolos religiosos en espacios públicos y más aún en dependencias gubernamentales. Porque como indica Peter Berger, la presencia visual de simbología religiosa en espacios o dependencias públicas, refuerza su sentido de pertenencia comunitaria y entre los seguidores de aquella tradición religiosa.

De esta forma, garantizando la libertad religiosa de una sociedad en la eventual simbología que el funcionario desee usar personalmente, la supresión simbólica religiosa del ámbito público es como afirma Charles Taylor, el complejo equilibrio que un Estado laico debe mantener, basado en la idea que su lenguaje es la neutralidad sin manifestar pertenencia a religión alguna y garantizando la igualdad de todas las personas independientemente de su creencia religiosa o de ninguna, a diferencia del lenguaje de la sociedad en el espacio público. Así, es importante garantizar que los espacios públicos y por sobre todo las dependencias gubernamentales sean inclusivas y respetuosas de todos los credos y de quienes no profesan ninguno, evitando el emplazamiento de toda simbología religiosa permanente. Especialmente en las dependencias u organismos públicos o gubernamentales, dado el carácter que revisten por ejemplo los tribunales de justicia, ámbitos legislativos, comisarías, escuelas, hospitales, institutos, secretarías u otras dependencias de la administración pública, donde la presencia de símbolos religiosos genera una mayor sensación de exclusión para aquellos que no se identifican con aquella tradición en particular, pudiendo considerar incluso un factor gravitante para el ciudadano el pertenecer o no a dicha religión, a los efectos de las funciones que dichas entidades cumplen.

Por todo ello, como indica Geoffrey Levey, en el marco de un Estado laico, la simbología religiosa en el ámbito público demanda una profunda reflexión sobre los derechos y principios en juego más el reconocimiento de que no existe una solución única y universalmente aplicable, dada la específica historia, cultura y textura de cada sociedad. Pero siempre debiendo atender a la situación de facto en la cual personas de diversos credos, etnias, cultos y moralidades conviven y donde el pluralismo es su interacción pacífica bajo el equilibrio entre herencia cultural, libertad religiosa y de conciencia en igualdad entre sus habitantes y aconfesionalidad del Estado, promoviendo la coexistencia respetuosa como principal desafío para las sociedades contemporáneas.

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