El “genocidio cultural” por el que se disculpó en Canadá. El rol de la iglesia y el crimen de cuño propio que añadió.
En la extinta lengua powhatan, zapato se decía “makasin”. El pueblo que habitaba lo que hoy es el estado norteamericano de Virginia inventó los mocasines, el calzado que en el siglo XX usó masivamente el “hombre blanco” en Occidente.
Los indígenas que habitaban el sur del actual territorio canadiense también calzaban mocasines, además de chaquetas con flecos como las que se pusieron de moda en las décadas del ´60 y ´70 del siglo pasado. Por cierto, esos pueblos originarios jamás recibieron del “hombre blanco” lo que les habría correspondido de las fortunas amasadas por la industria indumentaria. Lo que recibieron fueron espacios territoriales donde mantener sus costumbres.
De esos guetos llamados reservas indígenas, en Canadá sacaron a 150 mil niños entre mediados del siglo XIX y finales del siguiente, para convertirlos en pupilos de internados situados a distancias remotas de sus hogares. Esos niños indígenas fueron separados de sus familias y tribus para integrarlos al sistema de asimilación que impulsó el estado canadiense, con el declarado objetivo de formarlos como “hombres blancos”.
A ese proceso de culturización forzosa lo impulsó el gobierno de las comunidades británica y francesa del Canadá, pero el instrumento que lo ejecutó fueron las iglesias católica y anglicana, porque manejaron los internados donde fueron recluidos los niños indígenas.
Así se buscó hacer desaparecer las culturas y las instituciones nativas.
En su discurso ante el Parlamento en 1883, el primer ministro John McDonald explicó que si “la escuela está en la reserva, el niño vive con sus padres, que son salvajes…y aunque puede aprender a leer y a escribir, sus hábitos y modo de pensar siguen siendo indígenas”. Por eso, añadió, para que no terminen siendo “salvajes que saben leer y escribir…es necesario retirarlos de la influencia de sus padres…colocándolos donde puedan adquirir los hábitos y el modo de pensar del hombre blanco”.
Promediando la segunda década del siglo XX, el ministro de Asuntos Indígenas Duncan Campbell Scott, afamado poeta y escritor que adhería con fervor a la asimilación forzosa, reclamó continuarla “hasta que no quede en Canadá un solo indio que no haya sido asimilado”.
Esa meta y la forma de alcanzarla es lo que se ha dado en llamar “genocidio cultural”. Y como la iglesia católica fue uno de los instrumentos, el Papa Francisco viajó a Canadá a pedir perdón en nombre de la milenaria institución que preside. El tamaño del tocado de plumas que le dieron sus anfitriones, muestra el alto rango conferido al pontífice por los representantes de las Primeras Naciones, como llaman en Canadá a los pueblos originarios.
Lo que no quedó claro es si también fue a Canadá a pedir perdón por los abusos sexuales y otros crímenes cometidos por sacerdotes a niños indígenas, o sólo porque la iglesia fue un instrumento del genocidio cultural. Igual que las autoridades anglicanas, el pontífice debía pedir perdón por la participación de la iglesia en el proceso de asimilación que implicó la separación de 150 mil niños de sus padres. Pero a ese crimen, la iglesia añadió otros propios: los abusos sexuales y malos tratos físicos perpetrados por sacerdotes contra los pupilos de sus internados.
La iglesia católica cumplió un rol protagónico en aquel proceso de asimilación impulsado por el estado, porque manejó el 70 por ciento de los 139 internados con que se intentó diluir las culturas ancestrales en la cultura del “hombre blanco”. Se llamaban colegios residenciales y estaban situados a remotas distancias de las reservas indígenas. Al crimen de la separación familiar y la culturización forzosa, se sumaron los abusos sexuales, tratos tortuosos y asesinatos perpetrados por los sacerdotes.
De los 150 mil niños, se calcula que al menos 4.100 murieron en los internados católicos por castigos físicos.
No fue la iglesia la que denunció aquel intento de exterminar culturas nativas, ni los abusos sexuales y maltratos aplicados en las escuelas que manejó durante un siglo. Fue el Estado canadiense. Las investigaciones de la comisión establecida con tal fin mostraron miles de muertes violentas, así como las violaciones y demás formas de abusos sexuales.
El primer ministro Pierre Troudeau, padre del actual gobernante, Justin Troudeau, había comenzado a poner la lupa sobre los internados, pero no impulsó el fin del sistema y de su oscuro objetivo. Fue recién en 1996, durante el gobierno de Jean Chrétien, que los colegios residenciales quedaron clausurados y se puso oficialmente fin al proceso de asimilación iniciado en 1863.
A esa altura, las investigaciones ya revelaban casos espeluznantes. En 1975, en el internado católico de Mount Cashel, en la isla de Terranova, empezó a revelarse los castigos y las agresiones sexuales que sufrían los niños indígenas. El Kamloops Indian Residential School, en la Columbia Británica, fue el más grande de los establecimientos de asimilación. Allí se encontraron 215 cadáveres de niños en una fosa común. Lo gestionaba la iglesia católica y el Estado de Ottawa le quitó en 1969 la gestión por el trato cruel a los alumnos.
Después se descubrieron cientos de tumbas cerca del internado Marieval, en el oeste del país. En el pedido de perdón, el Papa usó la palabra “error”. Pero ese término sólo puede ser aplicado a la participación de la iglesia en el sistema de culturización forzosa, culpa que comparte con la iglesia anglicana y con el Estado canadiense. Por cierto, fue erróneo creer que hacían un bien a esos niños alejándolos de sus familias y tribus para formarlos como “hombres blancos”, si es que de verdad creían eso. Pero los abusos sexuales y los malos tratos no pueden considerarse un error, sino crímenes intencionales.
También en Latinoamérica la iglesia realizó culturizaciones. Desde entonces debieron existir los abusos sexuales que recién empezaron a conocerse al comenzar el siglo XXI. Si con la prensa y la Justicia empoderadas por la democracia y el Estado secular, los abusos sexuales aún seguían cometiéndose, está claro que desde los tiempos de la todopoderosa iglesia medieval hasta la aún influyente iglesia decimonónica, esos crímenes sexuales deben haberse cometido en porcentajes inmensamente superiores a los conocidos a partir de que, en enero del 2002, el diario The Boston Globe empezara a develar en Massachusetts lo que ocultaba la iglesia en el mundo.