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Si hubiera que dar un solo argumento decisivo contra la inclusión de una asignatura de religión obligatoria y confesional en el bachillerato, bastaría con éste: la propia insistencia de la Iglesia católica en conseguirla a toda costa. No hay síntoma más claro de una concepción viciada por parte de las autoridades eclesiásticas en sus relaciones con las civiles. ¿Cómo puede confiarse en las aptitudes educativas para formar ciudadanos demócratas de un clero empeñado en que el Estado financie e imponga su peculiar catecismo, invocando para ello un concordato que se remonta a los acuerdos entre la teocracia vaticana y la dictadura franquista?

Precisamente en la hora en que nuestras sociedades tratan de consolidar un pluralismo cívico basado en transmitir oficialmente el marco común de valores establecidos dentro del cual cada uno pueda practicar sus creencias o desarrollar su espiritualidad laica, el culto religioso que con mayor frecuencia ha colisionado con los intentos de democratizar este país y menos ha respetado históricamente a los disidentes logra imponer su doctrina como obligación a cargo de los contribuyentes. Sólo su empeño en perpetuar tal arbitrariedad debería haber bastado al Gobierno para rechazarla. Tanto más cuanto que queda abierto el litigio de cuántos otros credos -quizá no mejores, pero desde luego tampoco mucho peores- puedan reclamar ahora el mismo privilegio oficial.

Se ha pretendido engañar a la opinión pública arguyendo a favor de la iniciativa el interés cultural que reviste conocer la simbología religiosa y sus referentes icónicos, tan presentes en nuestro arte y nuestras tradiciones. Argumento, por cierto, no sólo válido para ilustrar sobre el catolicismo, sino también sobre el paganismo grecorromano, el protestantismo, el islamismo y el judaísmo. Comparto ese interés, así como el de la explicación de otras muchas creencias y de las luchas emancipadoras de los incrédulos contra ellas, pero… ¿qué tiene eso que ver con secuestrar un fragmento del escaso tiempo académico para entregarlo a los propósitos ideológicos de la Conferencia Episcopal, con financiación pública? No dudo de la oportunidad de informar y, en su caso, prevenir a los jóvenes sobre el vuelo poético de las creencias religiosas y también de los desmanes cometidos frecuentemente en su nombre; en el caso católico que nos ocupa, nada podría ser más edificante que dar a conocer las etapas por las que ha pasado la Iglesia desde la comunidad de bienes a las inversiones opacas, desde la fe en el paraíso terrenal a la esperanza en los paraísos fiscales. Pero me cuesta bastante aceptar que sean precisamente los obispos quienes deban determinar ese temario y designar las personas más adecuadas para desarrollarlo. De su sensibilidad histórica en estas materias da cuenta la propuesta de beatificar a la reina Isabel, después de la cual vendrá probablemente proponer a la Santa Inquisición para el premio Príncipe de Asturias de Humanidades a título póstumo. Y también la protesta del Vaticano, apoyada por la Conferencia Episcopal europea y el PP, contra la aprobación por el pleno del Parlamento Europeo hace unas semanas del informe sobre fundamentalismos religiosos y mujeres, exigiendo que prevalezca la legislación de la UE sobre determinados derechos familiares discriminadores de inspiración sacra.

Con todo, lo más significativo es el propio estatuto oficial de esos profesores de religión que eligen los obispos y paga el Estado. Mientras que a algunos docentes de otras materias se les obliga a cambiar en sus libros de texto las afirmaciones sexistas o racistas, a los profesores de religión se les puede rescindir el contrato sin mayores explicaciones porque se divorcien, se casen con divorciados, o voten a determinados partidos: no quiero ni pensar lo que les ocurriría si hiciesen explícita su homosexualidad, en vista de lo que ha ocurrido recientemente con algunos curas y no precisamente de los que se dedican en secreto a abusar de los monaguillos. Es decir, que a los profesores laicos les censuran por enseñar precisamente aquello mismo que los docentes episcopales deben respetar, so pena de perder su empleo.

En algunas regiones se amplía además la lista habitual de cargos por desafección al régimen clerical que puede llevarles al paro. Por ejemplo, la falta de entusiasmo nacionalista allá donde hay que tenerlo, es decir, donde mandan los nacionalistas. En su reciente libro ETA pro nobis (editorial Planeta), muy jugoso todo él, Iñaki Ezkerra cuenta documentadamente el caso de la expulsión en 1988 de quince profesores de religión pertenecientes a institutos de enseñanza media de Vizcaya (uno de ellos fue Jesús Ellacuría, hermano del jesuíta asesinado en El Salvador) durante el periodo en que Juan María Uriarte fue obispo auxiliar de Bilbao. No tengo datos al respecto, pero intuyo que tampoco les irá bien a quienes carezcan del debido celo patriótico en diócesis como Tarragona, Gerona, Vich y Solsona, en cuyas parroquias suelen leerse fervorines ultracatalanistas que han ganado a sus autores una reputación tan notable en su campo como la que los siete niños de Écija consiguieron en el suyo. Por cierto, creo que a finales del verano se estrenará en España la última película de Costa Gavras, Amén, versión cinematográfica de la obra teatral El vicario, de Rolf Hochhuth, que tanto escándalo provocó en toda Europa (menos en España, claro, donde no la catamos) a comienzos de los años sesenta del pasado siglo. La figura central del drama es Pío XII, cuya evidente germanofilia y discreta judeofobia le hizo mantener una actitud pasiva -por decir lo menos- ante el ascenso de la violencia nazi, que no condenó explícitamente hasta 1945, y sobre todo ante sus víctimas (a Franco, con quien firmó el concordato, directamente le felicitó por su ‘victoria católica’ en la guerra civil). ¿Veremos alguna vez por estos pagos un ‘Vicario’ semejante, protagonizado por algún notable obispo de San Sebastián que también navegó con más altanería partidista que caridad entre víctimas y verdugos?

Si el mantenimiento de la asignatura confesional de religión es bochornoso y grotesco, en nada lo mejora proponerle como alternativa obligatoria una asignatura de valores cívicos. ¿Acaso no la necesitan también los que opten por el catecismo? ¿Equivale el adoctrinamiento eclesial a la formación ciudadana? Porque ahí está realmente lo más grave del asunto. Actualmente, la razón común sólo se acepta como cálculo de beneficios o instrumento técnico: sobre el resto, los fines de la sociedad, lo tolerable y lo intolerable en la democracia, los límites de la manipulación colectiva de lo humano, cabe cualquier capricho supersticioso o cualquier oportunismo insolidario. Y así vamos, recibiendo y dando mazazos, pero rogando siempre a algún Dios.

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