Los Hermanos Musulmanes todavía debaten si se debe alcanzar primero el poder político e islamizar después la sociedad desde arriba, o viceversa
El pasado 31 de enero murió discretamente Jamal al-Banna, hermano menor de Hasan al-Bana y uno de los principales críticos del fundador de los Hermanos Musulmanes. Promotor del movimiento sindical egipcio en la década de los cincuenta y autor de más de un centenar de libros de filosofía y pensamiento islámico, aquellos que le visitaban a menudo en su luminoso apartamento de El Cairo —atestado de libros— cuentan que vivió los dos últimos años de su larga y prolífica vida preocupado, angustiado por el ascenso al poder de quienes consideraba que se habían apropiado y malinterpretado el legado de su afamado hermano.
En la que fue su última entrevista, concedida el pasado octubre a la organización pro diálogo interreligioso egipcia Arab West Report, Jamal al-Bana arremetió con dureza contra las políticas del presidente egipcio, Mohamad Morsi —uno de los miembros más influyentes de la cofradía— y fue particularmente crítico con el decreto absolutista que éste emitió en agosto de 2012, que concentraba en sus manos todo el poder, tanto legislativo como ejecutivo.
El pensador, considerado liberal, insistía en que si su hermano no hubiera sido asesinado en 1948, habría impedido la radicalización que se produjo tras el fallido intento de asesinato de Gamal Abdel Nasser en 1954 y hubiera evitado el desarrollo y posterior fortalecimiento del denominado aparato clandestino, del que después salieron movimientos extremistas armados. "Deben retroceder y dedicarse a su obligación: adoctrinar gente", antes de internarse en una vetusta polémica que acompaña a los Hermanos Musulmanes casi desde su fundación en 1928, y que 84 años después incendia aún el debate interno y divide a uno de los grupos islámicos más influyentes del siglo XX: si se debe alcanzar primero el poder político e islamizar después la sociedad desde arriba, o viceversa. Educar y más tarde gobernar.
Al Banna, como otros pensadores orientales y occidentales, era consciente de que uno de las amenazas comunes a todas las revoluciones reside en el peligro de que, para asegurar su triunfo en un momento de ciclópea incertidumbre, se agarren al pasado más inmediato y repliquen los vicios de aquellos regímenes a los que pretenden derrocar. Así ocurrió, por ejemplo, en Irán en 1979. Necesitados de una fuerza represora que atemperara las aguas, intimidara a los opositores y neutralizara cualquier conato de contrarrevolución, los ayatolá apoyaron su poder en comités armados y grupos de radicales hizbulai que penetraron en los aparatos de seguridad del Estado y que en breve espacio de tiempo se convirtieron en una fuerza tan cruel como la despiadada policía política (SAVAK) del Sha al que combatían.
Los cruentos sucesos de la semana pasada en El Cairo —incluida la agresión sufrida por Hamada Saber a manos de un grupo de hombres uniformados, filmada y divulgada por televisión— han devuelto a las tertulias callejeras este temor, una inquietud que se susurra con creciente desasosiego en esquinas y plazas: la callada y constante infiltración de elementos radicales de los Hermanos Musulmanes en la estructura de seguridad del país, tanto en la Policía como en el poderoso Ejército nacional. También en los aún temidos servicios secretos, donde miembros del antiguo aparato clandestino de la cofradía están —según denuncian varios colectivos locales— acaparando los puestos de responsabilidad.
Al igual que en Egipto, esta infiltración ha sumado también presión e incertidumbre en Túnez, inmerso asimismo a un turbulento proceso de cambios que estalló en 2011 como una esperanzadora primavera pero que dos años después parece varado en la crudeza de un estepario invierno. Acosados por los movimientos laicos liberales —que exigen una transformación verdadera, sin ambages— y hostigados por los grupos radicales —en su mayoría salafistas, pero también elementos fanatizados en el seno de sus propias organizaciones— los gobiernos moderados de los Hermanos Musulmanes en Egipto y de EnNahda en Túnez navegan por aguas procelosas, asidos a un timón inestable y sin una visión clara de la orilla. El asesinato del líder opositor tunecino Chokri Belaid, que recuerda a los oscuros días de las dictaduras de Mubarak y Ben Ali, demuestra que el camino es aún largo y pedregoso para unas sociedades donde se multiplican con fuerza aquellos apóstoles de la intransigencia que los hermanos Al-Banna decían que también había que educar.
Javier Martín, escritor y periodista. Es autor del libro "Los hermanos musulmanes" (Catarata).
Jamal al-Banna
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