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Foto: Colegio Peñamayor

Adoctrinamiento y escuela. La carcundia hace güija con Pio XI · por Enrique del Teso

Los ultras atacan fingiendo que se defienden y pretenden que es libertad el derecho a censurar a otros.

Una vez confesé que los líos por el supuesto adoctrinamiento en la enseñanza me producían un cosquilleo como de burbujas y casi picorcillos. Solo al principio. La cosa en sí no tiene gracia, pero uno de sus preámbulos sí. Las fuerzas de la oscuridad tienen los puños y los dientes apretados y se conjuran contra el adoctrinamiento en las aulas por esos vestiglos y endriagos que son los profesores. Me dedico a materias humanísticas. A materias sobrantes y sin utilidad, según les gusta perorar a algunos. Pero estas batallas no son por las matemáticas o la física. Son las materias inútiles las que levantan rugidos, como si realmente tuvieran mucho que ver con la textura de la convivencia y afectaran mucho a la conducta colectiva. Si tanto pelean por ellas, acabarán convenciéndome de que son materias útiles.

La Iglesia lleva tiempo bramando por el adoctrinamiento ideológico de la escuela pública. Dicen que la escuela pública predica ideología y, a la vez, exigen que el estado les pague sus centros privados religiosos respetando su orientación doctrinal. En los centros religiosos no hay ideología, hay «ideario». En realidad, es a los centros privados a quien se reconoce el derecho de tener ideario y son los centros públicos los que tienen obligación de neutralidad, dentro de la Constitución y los derechos humanos. Y son los profesores y profesoras de los centros públicos los que tienen una situación laboral lo bastante robusta como para que no se les pueda presionar ni intimidar con peroratas morales o ideológicas. La Iglesia lleva tiempo dibujando con sus agravios fingidos la silueta silenciosa de lo que realmente añoran: censura; que sí se pueda presionar e intimidar al profesorado. Ahora ya no es silueta silenciosa. Ahora ya va en el programa de la ultraderecha la presión al profesorado y la censura católica, llamada pomposamente pin parental. Y la derecha negocia con la ultraderecha ese adefesio, que no lleva en su programa, pero al que le ponen ojitos. Quieren que los padres tengan el derecho de censurar lo que violente su credo religioso, es decir, alguna novela que en la página 128 diga «pene», alguna actividad por la igualdad, lecciones que cuenten la historia y no tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, algún profesor que mencione a los homosexuales como si no fueran enfermos, … Los padres están tranquilos. El problema del lavado de cerebro de los niños es como el problema de los okupas, las hordas de niños extranjeros que van violando por donde pasan, los inmigrantes que dejan sin pensión a nuestros abuelos, la ruptura y destrucción de España y la entrega del país a la dictadura de Venezuela; chorradas. En la Edad Media querían tener a la población alucinada con brujas y demonios entrando por debajo de las puertas. Y ahora también. Pero, aunque los padres estén tranquilos, siempre hay algún tarado o alguna tarada y pretenden que, con que haya un tarado cada tres años, sea suficiente para que el profesorado tenga problemas y cunda la sensación permanente de tener que andarse con cuidado. Censura católica sin más. Con esa cuña, luego solo hay que hacer palanca.

Organizaciones de extrema derecha de diferentes pelajes fingen ofrecer ayuda para defenderse del adoctrinamiento escolar cuando en realidad quieren atacar e imponer su fanatismo

Los ultras atacan fingiendo que se defienden y pretenden que es libertad el derecho a censurar a otros. Uno puede pegarse un cabezazo contra la pared y después pretender que fue la pared la que nos pegó, porque la herida sería igual en un caso y otro. La escuela pública no afrenta confesiones religiosas. El chichón que la Iglesia y los ultras tienen en la cabeza no es porque la escuela les pegue, es porque ellos dan cabezazos contra la escuela, la Constitución, los derechos humanos, la tolerancia, el conocimiento y la convivencia. Organizaciones de extrema derecha de diferentes pelajes fingen ofrecer ayuda para defenderse del adoctrinamiento escolar cuando en realidad quieren atacar e imponer su fanatismo usando de arietes ese par de padres tarados que siempre habrá cada dos años.

La prensa conservadora está dando vuelo a este activismo e inyectando en el ambiente aromas de pasados oscuros. No hace falta rascar mucho para darse de bruces con la encíclica Divini illius magistri, de Pío XI. Sin necesidad de leer entre líneas, ahí se dibuja el doble fundamento de la segregación por sexos en la escuela. Por un lado, hombres y mujeres tienen distintos cometidos en la sociedad y deben tener una educación distinta. Esta desigualdad asomó en el discurso de Sanz Montes con la chistosa expresión de «igualdad en su complementariedad diferenciada». Y, por otro lado, el contacto entre chicos y chicas es pecaminoso porque induce a no sé qué erróneo desconocimiento de la fragilidad humana. La forma en que se opone a la coeducación (usa esta palabra) y la manera en que advierte de que en la mujer toda exhibición pública desdice de su necesaria modestia suenan desafinadas para los tiempos actuales. Por eso, los documentos ultracatólicos que previenen del adiestramiento escolar bullen de ecos fantasmales del pasado, como si hicieran güija con difuntos de hace tiempo y deslizaran sus palabras en el presente. Este es el tipo de cosas que no es ideología, es «ideario». Y cuando chocan con la democracia, muestran el chichón como si fuera la pared la que le pegó a ellos.

Publicidad del colegio Los Robles.

La escuela pública tiene los tres horrores de los servicios públicos que ofenden a los poderosos, más otros dos específicos. Los servicios públicos molestan a las oligarquías, en primer lugar, porque son los que hacen efectivos los derechos de la gente. Y no les gusta que la gente tenga derechos, porque son cesiones de su posición de ventaja y dominio. Miren a Elon Musk cómo se esfuerza en quitar leyes e impedimentos a los ricos. En segundo lugar, los servicios públicos no son gratis. No hay derechos sin servicios públicos y, por tanto, no hay derechos sin gasto. Mucho gasto, porque los derechos, a diferencia de los privilegios, son universales. Y por ahí vienen esos impuestos que no quieren pagar. Y, en tercer lugar, los servicios públicos limitan el lucro que se podría obtener con las necesidades básicas de la gente. ¿Saben que una enorme red de guarderías privadas es gestionada por constructoras y por gente como Florentino Pérez? Si no fuera por las jodidas escuelas infantiles públicas, el negocio sería más boyante. Pero además la enseñanza tiene otros dos valores para los que estorba la enseñanza pública que trata a la educación como un derecho universal. Uno es que la formación, debidamente orientada, es un buen granero para intereses empresariales. Los bancos andan detrás de la educación. ¿Acercamos a los adolescentes al arte y cultura clásicas o a cómo se hacen planes privados de pensiones? Es un tema extenso el del vínculo de la enseñanza con la actividad económica. El otro es el que nos ocupa. La estructura de la enseñanza es un impagable foro de adoctrinamiento. La orientación de la enseñanza pública es la de la integración social, igualdad de oportunidades y convivencia democrática. Tres horrores que chocan con los programas de ultraderecha. Ni quieren convivencia, porque lo suyo es el odio y el enfrentamiento; ni quieren igualdad, porque sirven a las oligarquías que quieren seguir siéndolo; ni conocen más forma de integración social que la caridad (aunque la Ministra de Vivienda parece apuntarse a esto también, con ese gimoteo de pedir a los dueños de pisos que sean sensibles con sus inquilinos; como dijo un chistoso en la red social, ya era hora de que el PSOE diera vergüenza ajena).

El fundamentalismo religioso es el plasma por donde circulan todas las ultraderechas que llegaron al poder o cerca de él. La ofensiva inquisitorial y censora hacia la escuela pública, disfrazada de defensa ante el adoctrinamiento, es un episodio habitual. Y la defensa debe ser la habitual: reafirmación de principios y profesionales independientes de la única manera en que pueden serlo, siendo estables y no vulnerables. Y que sus embestidas sigan produciéndoles chichones.

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