Si uno se va al registro de asociaciones del Ministerio de Interior se da cuenta del gran número de organizaciones y partidos políticos ultras que siguen existiendo en la España del siglo XXI. Algunos concurren a las elecciones generales e incluso reciben subvenciones del Estado. Detrás subyacen grupos neonazis, neofascistas, neofranquistas y ultracatólicos que se mueven a sus anchas en la Red y que se retroalimentan con ciertos debates políticos envenenados de inicio a los que el principal partido de la oposición se agarra como un clavo ardiendo intentando rentabilizarlos electoralmente con sus arengas contra las políticas que está impulsando José Luis Rodríguez Zapatero.
Pero no hace falta acudir al registro. Solo con habernos dado una vuelta en algunas de las manifestaciones celebradas contra el Gobierno se comprueba que el fanatismo y la intolerancia de estos grupos vuelven a estar de plena actualidad agarrados en esta ocasión a las consignas del PP.
Ha pasado con el aborto, un debate superado hace casi tres décadas, y cuya reforma, impulsada por el PSOE ha revivido a la ultraderecha española. En la marcha celebrada en Madrid el pasado 17 de octubre, dirigentes del PP como María Dolores de Cospedal o José María Aznar caminaron junto a jóvenes simpatizantes de la extrema derecha que portaban la bandera falangista o hacían el saludo fascista. Acción Juvenil Española; Alternativa Española (AES); o la Falange Auténtica y la Falange Española de las J.O.N.S.
Motivos creen tener desde que el PSOE ganara las elecciones de 2004. Primero se manifestaron contra el proceso de diálogo con ETA y ahora contra los denominados bebes Aído; pasando también por los matrimonios homosexuales y la Ley de Memoria Histórica. Nostálgicos del ideario de organizaciones como Fuerza Nueva (partido de extrema derecha fundado por Blas Piñar) cuyo lema pretende seguir escrito a sangre y fuego: Dios, Patria y Justicia, parecen haber renacido de sus cenizas intentando acercar posiciones con el PP de Mariano Rajoy.
Estos grupúsculos también invocan las raíces cristianas del Estado español y en concomitancia con la Iglesia Católica no tienen reparo en esgrimir simbología franquista como la bandera preconstitucional que presidió la misa en "homenaje a los caídos de Paracuellos del Jarama" y que contó con la presencia de Blas Piñar.
Precisamente, la guerra de símbolos es otro de los debates que ha surgido en los últimos días en torno al principio emanado de la Constitución de que España es un Estado aconfesional.
La iniciativa aprobada el miércoles en el Congreso, con el apoyo de ERC y PSOE, instando al Gobierno a aplicar la sentencia de Estrasburgo para la retirada de los símbolos religiosos en las escuelas públicas ha puesto al PP a la defensiva con declaraciones tan salidas de tono como que Zapatero va a terminar por prohibir los villancicos, los belenes y en general las fiestas de Navidad.
Los populares se embarran en cuanto ven un charco que pisar. Ellos que, como partido constitucional y democrático, siguen cuestionando en muchas ocasiones a la propia Carta Magna. Y es que, que cuelgue de un colegio público la cruz de Cristo no sólo es anacrónico sino anticonstitucional, aunque los ‘cruzados’ contra el laicismo se arroguen la voluntad de interpretar a su manera el texto emanado de la Transición.
Nadie debería discutir a estas alturas la necesidad de retirar todos los símbolos religiosos de las instituciones públicas. Lo increíble es que se necesite una ley para dar cumplimiento al mandato constitucional. Ese es el objetivo del PSOE que sin embargo se resiste a llevar al Parlamento la Ley de Libertad Religiosa, quizá también por las presiones surgidas en las propias filas del partido.
Para la asociación Europa Laica, tal y como está redactado, el texto constitucional puede dar pie a interpretaciones interesadas “permitiendo a los sectores más conservadores de la sociedad y de la política seguir alimentando e impulsando una abierta confesionalidad del Estado, rompiendo así con el principio básico de neutralidad ante las diferentes convicciones o creencias, eje incuestionable de toda democracia”.
El artículo 16 garantiza la libertad religiosa y de culto y aunque deja claro que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” asegura en su tercer punto que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones“, lo que según Europa Laica “abre la puerta a una cierta interpretación confesional de la Constitución”.
Es precisamente por eso por lo que se necesita una ley, una norma que obligue a todas las instituciones públicas a retirar todos los símbolos religiosos; más cuando gobiernos como el de Castilla y León se niegan a ello: seis colegios públicos mantendrán en la provincia de Palencia los símbolos religiosos.
Llegados a este punto, cualquier argumento es válido para defender la confesionalidad del Estado. Tanto es así, que en contra de lo manifestado por el mismísimo Vaticano sobre el referéndum celebrado para que no se construyan minaretes en Suiza, el obispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, ha salido en defensa del resultado ya que lo contrario supondrá “desgastar la tradición cristiana en Europa”.
La intolerancia emana de ambos extremos. Porque de lo que se trata es de respetar las creencias en el ámbito privado –sean cuales sean- y preservar por otro el carácter laico de las instituciones en aplicación estricta de la Constitución. Sin más rodeos. Superando ya viejos debates que no sirven más que para dar alas a los sectores más ultras que siguen soñando con un pasado afortunadamente superado.