¿Acaso es la primera vez que se conocen y denuncian las más diversas trasgresiones sexuales bajo las sotanas de los clérigos seculares y regulares? La Iglesia tildaba de anticlericales, ateos y enciclopedistas a quienes nos hemos hecho eco de esta inveterada tradición eclesial
A fuerza de pensar en ello, tengo que decir que no conozco un homosexual mariquita en el desempeño de la labor sacerdotal en la Iglesia Católica. De hecho, puede decirse que las instituciones eclesiásticas oficiales siempre han sabido filtrar perfectamente a sus plumíferos y los han apartado de las primeras filas de la liturgia. Solo he conocido ese amaneramiento feminoide en los servicios auxiliares eclesiásticos y monacales: legos, diáconos, porteros, fratelli, castratti y personas por el estilo que siempre desempeñaban trabajos muy secundarios y nunca labores pastorales ni de especial protagonismo apostólico.
Y también debe decir, basándome en mi experiencia de visu y de trato, aunque no senso biblico, que jamás conocí a un cura pederasta que no los tuviera muy bien puestos e, incluso, que no presumiera de ello, porque esa inclinación tenía un carácter sustitutivo y resultaba un desahogo posibilista de la sexualidad pues, a falta de pan (siendo las mujeres un género vedado por el voto de castidad) buenas son las tortas de lo próximo y accesible (monaguillos, cursillistas, alumnos y compañeros de seminario, etc.), personas sobre las que los investidos con la autoritas pastoral tienen una gran proximidad y mayor ascendencia.
Sentadas estas premisas, lo que se describe en los autos judiciales recién desvelados por el juzgado granadino que entiende del llamado caso de los romanones es, no por frecuente y sabido en el conjunto de nuestra sociedad, menos escalofriante y horroroso: el acoso y derribo de (por ahora) cuatro víctimas infantiles, obligadas física y moralmente a someterse a la voluntad libidinosa de los sacerdotes en quienes se había depositado el encargo de guiar su espiritualidad cristiana. Los “argumentos” no pueden ser más estremecedores y kafkianos: Dios es amor; déjate llevar por su voluntad; no reprimas lo divino de tu sexualidad; vívela con naturalidad; déjala libre y hazla y hazte libre tú también, etc.
Pero dentro de lo malo, lo que me ha producido una cierta satisfacción ha sido saber que alguien le ha filtrado al Papa mis reiteradas peticiones de que no se traslade de sede al señor Martínez y que se le haya asegurado en cierto modo su continuidad (el Papa me ha pedido que me quede; que no me baje de esta cruz). A saber en qué postura estaría pensando don Francisco cuando don Francisco Javier creyó oír esas palabras. Ya sabemos con quién se las habrá de ver la feligresía granadina y, sobre todo, la de los curas encausados, que siguen trabajando como si nada en sus respectivas parroquias.
En lo que a mí respecta, me doy por casi satisfecho con el conocimiento general de los pederastas aunque solo me quedan dos cosillas por puntualizar. La primera que, pase lo que pase en el procedimiento civil seguido contra los Romanones (obsérvese que no se hacen llamar Romanonas, tan machos ellos, como el Espíritu Santo), estarán condenados de por vida en el sentir popular, hayan prescrito o no los crímenes que se les atribuyen y sean o no condenados por los tribunales civiles. Y la otra, mucho más sutil que me sugirió un amigo homosexual, progresista e incapaz de hacer daño a nadie y tan indignado como yo con el proceder de los supradichos. ¿Porqué cargar al arzobispo Martínez con la responsabilidad de lo ocurrido y de lo no reprimido con suficiente diligencia en su archidiócesis? Vale que se haya hecho el remolón en descubrir y castigar estos desmadres, pero ¿y los anteriores pastores granadinos, el bondadoso José Méndez Asencio (RIP) y el ahora purpurado y arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares? ¿Acaso es la primera vez que se conocen y denuncian las más diversas trasgresiones sexuales bajo las sotanas de los clérigos seculares y regulares? La Iglesia tildaba de anticlericales, ateos y enciclopedistas a quienes nos hemos hecho eco de esta inveterada tradición eclesial. ¿Se habrá abobado ahora a ella este Papa Francisco? ¿Qué vientos son estos actuales que lo han hecho a él, populista y peronista sociológico, engancharse al vagón de la memoria histórica y atreverse a reconocer los pecados propios y a sacudir el polvo de las alfombras y esteras vaticanas?
¿Cómo estarán Sevilla y Roma cuando, como parece, no quieren trigo?