El derecho a morir conlleva el derecho al alivio del sufrimiento mediante una asistencia paliativa de calidad.
El jueves pasado, en el zaragozano Paseo de Cuéllar estaba la gente conmocionada: un chico joven se había suicidado, y la noticia iba extendiéndose como la pólvora de corrillo en corrillo. Aquella mañana, tranquila y soleada, parecía estar sacudida por un terremoto, entre coches de la policía y furgones funerarios, pues pocas cosas alteran tanto el curso habitual de la vida como la muerte, especialmente si esa muerte ha sido escogida directamente por una persona. Me enteré realmente de qué había pasado al entrar a comprar en una tienda cercana, donde una mujer estaba haciendo un diagnóstico (?) del suceso: los suicidas están mal de la cabeza. Aquella mujer no reparaba en que, en algunos casos, quien busca voluntariamente la muerte está en condiciones de darnos unas cuantas clases de entereza y lucidez. Y así, de vuelta a casa, resolví permanecer en un saludable torbellino de preguntas.
Todos queremos vivir. La vida nos parece un bien hermoso y valioso que deseamos igualmente a cuantos nos rodean. Por eso lo proclaman el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona) y el artículo 15 de la Constitución Española de 1978 (todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte). Precisamente por ello, sobre la base de que la libertad es consustancial al ser humano, de la libertad de conciencia y de la potestad inalienable que cada persona tiene a decidir sobre su vida y su muerte, el derecho a la vida (buena vida y vida buena, como dice Séneca) se extiende también al derecho a la muerte (buena muerte y muerte buena).
Son siempre un misterio las razones que llevan a alguien a terminar con su vida, y deberíamos percibirlo siempre desde un sincero respeto. Tal decisión nunca se toma a la ligera y a menudo está rodeada de circunstancias duras y difíciles. En esta misma línea, son igualmente misteriosos los motivos que llevan a tanta gente a seguir viviendo: no pocos parecen montados sobre una cinta transportadora en la que se dejan llevar al pairo de lo que va surgiendo día a día, sin apenas consciencia de sí mismos, sin otro motivo para ser y hacer que lo que socialmente se piensa, se dice, se hace, se lleva, se cree o se espera, bajo el dictado de ese sujeto impersonal ("se": nadie en concreto, supuestamente todos) que parece eximir de tener que ser libre, consciente y responsable.
Kant llama a este estado "autoculpable minoría de edad", es decir, la "falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de la razón sin la guía de otro". De ahí que escriba: "¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar; otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso para la gran mayoría de los seres humanos (y –entre ellos– todas las mujeres)".
Existir debería ser siempre un acto permanente de gozoso, consciente y libre zambullirse en la aventura del vivir. Una botella o un lapicero son lo que son, están definitivamente terminados, pero los seres humanos estamos siempre por hacer: cada instante decidimos quiénes somos y no somos, qué hacemos con nosotros mismos, incluso echarnos a perder. Podemos decidir también morir.
Vivimos en un medio sociocultural donde durante siglos se ha producido una cierta sacralización de la vida humana. Sin embargo, mi vida me pertenece, está en mis manos, soy su pleno dueño, para bien o para mal. Hay quien por amor a la vida desea no tanto morir, cuanto no seguir viviendo en un cierto estado o circunstancias. Escoge morir, porque el derecho a la vida y el derecho a la muerte son elementos biunívocos de una sola realidad.
El derecho a morir conlleva el derecho al alivio del sufrimiento mediante una asistencia paliativa de calidad. Todos tenemos derecho a una muerte digna, apacible, libre, consciente, responsable y asumida desde y por amor a la vida misma. El acabamiento de la vida, en lugar de resultar traumático, debería contar con la posibilidad de que legalmente existiese el suicidio médicamente asistido. Y es que todos tenemos el derecho de morir en libertad, sin dolor innecesario, entre el cariño de nuestros seres queridos y, por qué no, también con una sonrisa.
Profesor de Filosofía