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Laicismo y fundamentalismo

Conforme avanza el tiempo los desencuentros entre la sociedad laica y la muy apegada a la religión se incrementan. Las discrepancias son cada vez más profundas y más peligrosas. El diálogo y la razón han perdido. La obstinación ha triunfado. Las diferencias en la forma de pensar el mundo y disecar el ser humano son inmensas. Es evidente que entre los unos y los otros casi no hay similitudes. Predomina la certeza de la desesperanza y de las muertes sin fin. ¿Qué sigue?

Las posibles respuestas tienden al pesimismo. El mundo está empapado de fanatismo. De un fanatismo que no conoce fronteras, pero que se reconoce, sin desearlo, precisamente en sus rivales. Quienes predican alguna forma de fundamentalismo, sobre todo en la forma de excluir, son muy similares entre ellos; afortunadamente, en la manera de actuar las diferencias son bastas: unos matan mucho más que otros. Apedrear hasta la muerte a mujeres musulmanas que han sido infieles encuentra parangón en balacear a médicos estadunidenses que han practicado abortos; maltratar y vejar a homosexuales musulmanes es similar al desprecio y violencia que sufre la misma comunidad en algunos países latinoamericanos; el rechazo de la población suiza a la construcción de minaretes se relaciona con la cerrazón del régimen iraní para impedir la occidentalización de sus connacionales, y, por último, aunque la lista es interminable, la intolerancia de los ultrafanáticos judíos en Israel contra los palestinos es tan insana como las marchas recientes en Irán arropadas bajo los promocionales: Muerte a Musavi, Muerte a América y Muerte a Israel, con la diferencia de que el régimen iraní carece de límites: Occidente es el gran Satán e Israel debe desaparecer del mapa.

La forma de percibir los problemas del mundo es muy similar entre los diferentes ultras. Lo paradójico de esa similitud es que lo único que los une es el odio que se predican mutuamente. En esa paradoja radica la imposibilidad del lenguaje y de la razón. De esa paradoja nace otra pregunta: ¿qué se puede hacer?

Las posibles respuestas también tienden al pesimismo. El fracaso viene desde lejos, desde siempre. La lectura inadecuada de las religiones y la fanatización de algunos ministros religiosos es parcialmente responsable del impasse de la tan mentada y fracasada Alianza de Civilizaciones. La humillación ancestral y la miseria económica cada vez más profundas y más diseminadas son también razones del fracaso. Lo mismo sucede con la inacción de lo que muchos tienden en llamar Dios o de las torpezas de algunos dirigentes religiosos.

El problema para los creyentes es muy complejo. Cualquier deidad debe abogar por la armonía y por la hermandad, no por el sufrimiento. Ante tantas diferencias entre los seres humanos, ¿cómo conciliar dos de los atributos principales de Dios, la bondad y la omnipotencia? Al cavilar acerca de las actitudes de Dios frente al mal, el griego Epicuro formulaba a los estudiantes de teodicea del primer año el siguiente problema: ¿cuáles son las posibles actitudes cuando se piensa en la posición de Dios frente al mal?: 1) O quiere eliminarlo, pero no puede. 2) O no quiere. 3) O no puede y no quiere. 4) O puede y también quiere. En el primer ejemplo, Dios no sería omnipotente; en el segundo no sería ni bondadoso ni moralmente irreprochable; en el tercero no sería ni omnipotente ni bondadoso o moralmente perfecto y, en el cuarto, Epicuro hace la pregunta acerca de cuál es el origen de los males y por qué Dios no los elimina. La imposibilidad para conciliar la bondad y la fuerza de Dios con los seres humanos, y la afrenta que deja Epicuro para responder el cuarto enunciado deviene otra pregunta: ¿cómo y con quién hablar?

A diferencia de los fundamentalistas religiosos los laicos no pregonan ni practican violencia a partir de su modus vivendi; sin embargo, esa óptica de la vida no detiene las acciones de los ultras. La cuestión ¿cómo y con quién hablar? podría encontrar respuesta en los grupos que ejercen la religión cobijados por visiones moderadas que no aceptan acciones extremas de los fundamentalistas y que entienden algunas de las ideas, no todas, de la población laica. Se me ocurre, no encuentro otra vía, que la mirada inteligente de las comunidades religiosas que se permiten cuestionar y dudar los dictados de los ministros religiosos podría penetrar por los intersticios de la fe para matizar algunas de sus posturas, y así menguar su entrometimiento en las vidas de las personas que no predican sus quehaceres.

¿Cuál es el origen de los males?, se pregunta Epicuro. El origen de la mayoría de los males es el ser humano. ¿Por qué no los elimina Dios?, continúa inquiriendo el filósofo griego. No los abate porque no puede, dicen los religiosos moderados; no los elimina porque a los dirigentes fundamentalistas arropados por el poder que les otorga su deidad sólo les interesa su hegemonía y su poder. Acercarse a los religiosos moderados y apoyarlos desde el laicismo parece ser la única opción para disminuir el número y la saña de los fanáticos.

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