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La teología islámica de la liberación

Con el fallecimiento del ayatolá Hosein Alí Montazeri desaparece la máxima autoridad religiosa de la utópica “democracia islámica”. Se ha apagado la voz de quien fundó, junto al también ayatolá Ruholá Jomeini, la primera teocracia islámica en Irán. Pasó de ser de un clérigo conservador a ser la figura religiosa más progresista del chiísmo. Quedaba lejos aquel hombre que en los sesenta junto con Jomeini protagonizó una protesta contra el sufragio universal y la tímida reforma agraria emprendidos por el monarca Reza Pahlevi.

Fue durante su cautiverio en las cárceles del sha (1974-77), y el encontrarse allí con cientos de opositores de izquierda, religiosa y atea, cuando forjó un cambio en su relación y visión personal y política con otros grupos: superó la prohibición religiosa de no comer en la misma mesa que un ateo  –los marxistas– y quedó impresionado ante la resistencia de aquellos presos comunistas, entre quienes se contaban los más veteranos del mundo, con dos decenios a sus espaldas entre barrotes; también fue allí donde conoció los planteamientos socialistas de redistribuir la riqueza. Los comunistas dejaron de ser “quienes comparten a sus cónyuges en la comuna”, según difamaban los aparatos propagandísticos, tanto de los religiosos como del sha.

Después de la Revolución de 1979 el clero chií asumió el poder político en Irán por primera vez en la historia, aprovechando el desconocimiento popular de los preceptos islámicos y la debilidad de otras opciones políticas, a causa de la dura represión del régimen monárquico. Una oportunidad para Montazeri, quien, pese a la revisión de sus ideas y las protestas populares, pedía incluir en la Constitución el concepto velayat-e faqih (gobierno del jurista islámico). Este otorgaba el poder absoluto a un hombre, cuya elección no emanaba del pueblo, poniendo así el cimiento de un Estado totalitario, inaudito, que desde la ideología que lo avalaba partía de la desigualdad de las personas ante la ley. Si tiempo después confesó sentirse avergonzado por ello, no era por la naturaleza antidemocrática de la idea, sino porque “quienes ostentaron el cargo se alejaron de Dios y del pueblo”.

En el espinoso camino de elaborar la nueva teología, el ayatolá seguía ajeno al concepto de república y ciudadano, y hasta el final pensaba en términos de califato y súbditos.

El nuevo régimen se nutrió al comienzo de ideas que cambiaron de rumbo una vez conquistado el poder. Fue así como, al principio de su mandato, el propio Jomeini se dirigió a los campesinos que habían ocupado las tierras y los apoyó con estas palabras: “El único documento válido para apropiarse de un terreno es el callo de las manos”. La izquierda iraní, confundida, le prestó su apoyo creyendo ver en él una suerte de teología de liberación a la islámica. Tras la fuerte presión ejercida por clérigos vinculados a los latifundistas, Jomeini se retractó meses después proclamando que “la propiedad es sagrada en el islam”. Cientos de campesinos fueron encarcelados y ejecutados. Aun así, los desheredados mantenían la esperanza en aquellos hombres de Dios. En 1989, Montazeri calificó a la República Islámica como un sistema peor que la monarquía y al propio Jomeini como “más déspota” que el sha. Dio la espalda al poder, como no lo había hecho ningún otro clérigo, al ver la firma de Jomeini estampada en la carta al Tribunal Islámico que sancionaba la matanza de presos políticos. “No quise ser cómplice del asesinato de inocentes”, escribió. Montazeri recordaba en sus memorias que ya habían ejecutado a unos 4.700 presos políticos en unos días y “tenían pensado matar a otros 6.000”. Su intermediación ante los tribunales fue decisiva para paralizar la ejecución de presas políticas a partir de 1984. Fue capaz de hacer otro gesto sin precedentes entre el clero chií: defender los derechos de la minoría religiosa Baha’i, considerada una herejía en el islam y cuyos fieles pueden ser condenados a muerte.

Definitivamente, no era esta la República Islámica con la que Montazeri había soñado. En sus últimos meses abrazó el Movimiento Verde ciudadano y tachó de fraudulentos los resultados de las elecciones presidenciales de junio de 2009. Fue histórico su edicto contra el “Gobierno policial y militar” que hoy controla Irán.
La teología islámica de liberación, en versión chií, comparte con sus homólogos cristianos el ser un pensamiento crítico con la jerarquía clerical conservadora, en cuestionar los dogmas de fe, desacralizar los mensajes religiosos y asumir la defensa de los desposeídos.

Escuela de breve historia, si bien pone el énfasis en los derechos civiles, carece aún de visiones alternativas al liberalismo que no sean la caridad y la limosna. Lo más interesante en esta teología es el no ocultar, ni negar, ni justificar los puntos más polémicos del islam, como la discriminación de las minorías étnicas y religiosas y de la mujer o cuestiones como la yihad y la esclavitud. Preceptos coyunturales –afirman–, nacidos en circunstancias concretas, y que hoy deben de ser revisadas. El clérigo Mohsen Kadivar, discípulo de Montazeri, planteó incluso la necesidad de la separación entre la religión y el Estado, premisa para construir una sociedad justa.

La teología islámica de liberación todavía está gestándose. Hoy la sociedad iraní, desde el Movimiento Verde, y tras experimentar diversas fórmulas del islam en el poder, reivindica el regreso de la religión al espacio privado y la construcción de una República Iraní basada en las tradiciones y en los valores de su propia civilización milenaria. Es innegable, en este proceso de democratización de Irán, la contribución del ayatolá Montazeri, icono de la honestidad incorruptible ante las tentaciones satánicas del poder.

Nazanín Amirian es profesora de Ciencias Políticas en la UNED

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