Desde el punto social y filosófico son muchas las razones que desaconsejan la celebración del debate promovido por Nicolas Sarkozy en Francia, que sólo puede abocar a empobrecer a la sociedad
El primer problema obedece al origen mismo de este debate concreto y al hecho de que haya sido planteado por iniciativa de un presidente de la República. El que se designe una comisión de expertos para debatir un asunto (como ocurrió con el laicismo), es una cosa. El que las asociaciones de ciudadanos se apropien (libremente) de una temática e intenten aclararla, forma parte del espíritu de la democracia. El que un partido, no importa cuál, se constituya en foro político para lanzar -con sus simpatizantes- una discusión y proponer soluciones, entra todavía en el orden de las cosas (máxime cuando los partidos rivales pueden aportar otras respuestas o negarse a entrar en el juego). Pero el que el Estado como tal suplante a todos esos actores de la vida pública, que se despierte un buen día y, con sus redes, sus prefectos, sus medios y dirigiéndose a las "fuerzas vivas" de la nación, pregone: "Éste es el debate que se impone. Esto es lo que yo, el Estado, decido que conviene debatir. Y éstos son, además, los límites, el tono y el plazo a los que hay que ceñirse", no sólo es muy extraño, sino también inédito. Es un debate de Estado. Un debate forzado. Un debate dirigido, tutelado, controlado. Y, precisamente porque nos apasiona debatir, porque creemos que no hay tópico, opinión o certeza que no merezca pasar por la piedra de toque de la libre controversia, debemos rechazar este falso debate, esta caricatura en la que sesenta millones de ciudadanos infantilizados se ven conminados a entregar su examen -en una fecha fija- al Gran Examinador, que, a golpe de silbato, marcará el final, no del recreo, sino del propio debate.
El segundo problema radica en el hecho de que este "debate de Estado" emana de un Estado -y ésta es una circunstancia agravante- que ha sido el primero de nuestra historia en inventar esa herejía republicana que representa el "Ministerio de la Identidad Nacional y la Inmigración". No creo, como hace Badiou, que el sarkozysmo sea un "petainismo trascendental"; ni tampoco, como Todd, que sea una "patología social". Y en cuanto a comparar a Eric Besson con Pierre Laval o Marcel Déat, simplemente es disparatado. Pero, al mismo tiempo, las palabras tienen una historia. Y las lenguas, un inconsciente. Y las asociaciones libres que éstas inducen son como granadas que explotan en los cerebros -incluso, o sobre todo, cuando los artificieros no lo han previsto ni pretendido-. Se empieza por ese pequeño "y" del "Ministerio de la Identidad Nacional y la Inmigración"… Se empieza, a bombo y platillo, por la presencia en la misma cadena significante de la idea de que hay cierto malestar en la civilización nacional y cierto problema vinculado a nuestra gestión de la inmigración… ¡Y hop! En menos que canta un gallo, tenemos a la señora Morano describiendo, en consonancia con las nauseabundas declaraciones que se oyen ya en todas las prefecturas, a los jóvenes musulmanes como malos franceses que se resisten a integrarse. ¿Patinazos? No. Efectos estructurales de un escenario cuyas bases se sentaron hace casi tres años. Mecánica de un discurso que no podía funcionar sin excluir, sin estigmatizar, sin avivar las tensiones y el odio. Expresión de una retórica xenófoba, por no decir racista, que los republicanos de derechas e izquierdas venían conteniendo de común acuerdo y, de pronto, es aplaudida desde todas las instancias de un aparato de Estado democrático que pierde la cabeza.
Y, luego, hay un tercer problema que obedece al uso que se está haciendo de la noción misma de identidad. Desde el principio, sugerí que, si se trata de identidad, si hay una identidad problemática para los franceses, una identidad "averiada", es la identidad europea. Pero la verdad es que, desde un punto de vista filosófico, el mismo concepto de identidad encierra ya una trampa. A finales del año que acaba de terminar nos dejó un gran pensador francés, que se llamaba Claude Lévi-Strauss. Si todos los que le rindieron el homenaje emocionado y convencional de la nación reconocida tuvieran aunque sólo fuese una vaga idea de su pensamiento, sabrían que uno de los combates de su vida fue la lucha contra la pasión, el veneno, la prisión de la identidad. El 13 de mayo de 2005, durante la ceremonia de entrega del Premio Catalunya, Lévi-Strauss pronunció un discurso en el que advertía: "Yo viví una época en la que la identidad nacional era el único principio concebible en las relaciones entre los Estados. Todos conocemos los desastres a los que dio lugar". En 1978 tuve la ocasión de editar, junto con Jean-Marie Benoist, un libro titulado La identidad, en el que Lévi-Strauss alertaba contra la tentación de reducir un sistema social, siempre más rico y complejo, a su pretendida identidad. Si Lévi-Strauss nos dejó una lección sobre este punto, fue la siguiente: el término "identidad" se aplica a los individuos, no a las colectividades; "se declina" en plural, nunca en singular; y olvidar esto, reducir una nación a ese fondo común o a un catálogo estereotipado de rasgos, que son los dos significados posibles de esa supuesta "identidad", es empobrecerla, abocarla a la muerte, cuando lo que se pretende es devolverle la fe en su futuro.
Al menos por estas tres razones, sería sensato renunciar a tal debate. El presidente de la República abrió la caja de Pandora. A él le corresponde volver a cerrarla.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.