Así como España parece no lograr sustraerse a la maldición de hallarse dividida en dos mitades, siempre enfrentadas entre sí -una simplificación burda pero no del todo errónea las identifica como comunistas y católicos-, el México de principios del siglo XXI se acerca peligrosamente a una partición semejante. No se trata de una guerra de ideologías, acaso porque éstas se deslavaron de manera tan drástica en la pasada centuria que ya nadie se atreve a esgrimirlas sin ruborizarse, sino de una confrontación moral, lo cual en nuestra época supone quizá la expresión última de la política.
Desde la caída del muro de Berlín, las diferencias entre izquierda y derecha se han vuelto cada vez más tenues: las medidas económicas de uno y otro bando apenas se distinguen, e incluso sus políticas sociales han tendido a confundirse entre el populismo y el asistencialismo. Pero existe una drástica excepción: el resurgimiento de la defensa de la "moral pública" -especialmente sexual- en el seno de la derecha. Cuando Malraux afirmó que el siglo XXI sería religioso o no sería, podría haberse referido a esta mutación en el discurso político contemporáneo. Mientras el siglo pasado fue esencialmente laico -o, para decirlo de otro modo, fue la época de mayor retroceso de las iglesias en la historia-, nuestra era posee una honda impronta religiosa: sea el islamismo en Asia y África, el fundamentalismo cristiano en Estados Unidos o la renovada fortaleza de la Iglesia católica en Europa meridional y América Latina, sus obsesiones no sólo han seducido a numerosos grupos de poder, sino que han llegado a convertirse en uno de los centros de la discusión pública.
Que incluso en Francia, la nación laica por antonomasia, la derecha populista de Nicolas Sarkozy esté intentando darle la vuelta a su propia tradición, resulta por demás preocupante. El llamado "laicismo positivo" no sería, en este caso, más que el escudo para permitir la expansión religiosa; la idea de promover desde el Estado "a todas las religiones" traiciona el verdadero espíritu de la laicidad, cuya vocación es separar por completo a las iglesias -cualesquiera que éstas sean- del Estado, no el de convertir a este último en un promotor de todas ellas en circunstancias de supuesta igualdad.
Desde mediados del siglo XIX, México se había caracterizado por poseer uno de los regímenes laicos más sólidos del planeta: las Leyes de Reforma separaron al Estado de la Iglesia y confinaron a esta última a la esfera privada de los ciudadanos. Sin duda se les puede achacar una infinita cantidad de defectos a los Gobiernos mexicanos que se sucedieron desde entonces, pero el laicismo es uno de sus pocos logros inequívocos, pues permitió el desarrollo de una sociedad más abierta y menos dependiente de los chantajes ultraterrenos. Pero en 1992, en un intento por conseguir nuevas alianzas, el presidente Carlos Salinas de Gortari decidió reestablecer las relaciones entre México y el Vaticano y, desde ese momento, la Iglesia católica se apresuró a retomar su papel de guardián de las conciencias y comenzó a opinar de manera cada vez más enfática sobre asuntos de interés público.
El triunfo del Partido Acción Nacional en el 2000 ensanchó aún más su campo de acción. Si bien su fundador, Manuel Gómez Morín, era un católico liberal que confiaba en el Estado laico, el PAN no tardó en volverse un refugio para grupos profundamente conservadores (como ocurre con el PP en España), cercanos a las posiciones más intransigentes de la Iglesia. Ello ha permitido que, si bien a nivel federal el partido mantiene una estrategia más o menos moderada, en muchos Estados el PAN permanece bajo el control de católicos radicales, los cuales no han dudado en impulsar la agenda de la Iglesia en sus gobiernos y congresos.
Así, mientras la ciudad de México, gobernada por la izquierda de manera ininterrumpida desde 1993, se ha convertido en uno de los mayores bastiones de libertad moral y sexual del planeta -recientemente se aprobó una ley de plazos para el aborto y el matrimonio homosexual con posibilidad de adopción-, en el resto del país, el PAN, aliado de manera escandalosa con el PRI -cuya principal dirigente se precia en público de ser feminista y en privado de apoyar al movimiento gay-, se ha dedicado a aprobar normas que no sólo retroceden frente a legislaciones anteriores, sino que llegan a penalizar de las maneras más severas a las mujeres que abortan, incluso en caso de violación, sólo porque así lo exige la Iglesia. Y, por supuesto, han impedido que el tema del matrimonio homosexual siquiera llegue a tocarse como una posibilidad cercana.
Como muchas sociedades de origen católico, México en su conjunto sigue siendo una sociedad machista y homófoba, pero en la cual el respeto a las decisiones individuales ha comenzado a ganar cada vez más peso. El reciente caso de un comentarista de televisión que se atrevió a calificar la homosexualidad como una patología dejó entrever algunos de nuestros prejuicios más arraigados: la polémica posterior no sólo dejó en evidencia la intolerancia de los sectores conservadores del país, sino que también dio lugar a las biliosas respuestas de grupos supuestamente progresistas que en ningún momento se detuvieron a defender, como otro valor fundamental de la democracia, la libertad de expresión. Aun así, no hay que soslayar todos los avances: como señaló una encuesta reciente, puede ser que, preguntados de manera expresa, muchos mexicanos se opongan al matrimonio gay; pero, si se les pregunta sobre la discriminación, una amplia mayoría privilegia la libertad individual por encima de cualquier otra consideración.
Aunque no queramos verlo, ésta es la verdadera guerra que se libra en México: la de quienes se empeñan en limitar la libertad individual -los sectores radicales del PAN, la Iglesia católica y sus aliados-, y quienes, desde la izquierda o la derecha, intentan establecer políticas públicas auténticamente liberales con el fin de protegerla. México se fractura, pues, en dos mitades: de un lado la capital que, más allá de la larga cadena de errores de la izquierda mexicana, se convierte en ejemplo para el mundo, y del otro cada vez más Estados de la República donde se aprueban reformas que, en aras de proteger la vida desde el momento de la concepción, penalizan a las mujeres y discriminan a los homosexuales.
En México, la democracia ha sufrido un vertiginoso desgaste desde el año 2000, y una de sus consecuencias ha sido ver en nuestra nueva pluralidad un terreno fértil para la reaparición pública de la Iglesia. En una sociedad moderna cualquiera puede expresar sus opiniones -qué duda cabe-, pero ello no implica socavar el laicismo ni abrir debates públicos sobre temas como la libertad individual o los derechos humanos, como llegó a sugerir la dirigente del PAN en el DF.
Una democracia funcional no implica que todos los asuntos deban resolverse a través de consultas o referéndums -o, en el otro extremo, de marchas y manifestaciones en un sentido o en otro-: estos instrumentos de la democracia directa a veces resultan terriblemente destructivos para la propia democracia, como se ha podido comprobar en Venezuela y otras partes. La libertad individual no puede estar sujeta a debate: el Estado ha de garantizar y proteger los derechos de las mujeres y de las minorías -en este caso, de las minorías sexuales-, lejos de cualquier debate populista. Y debe confinar la discusión a términos científicos y sociales, ajenos ya no a la fe -Cristo jamás dio instrucciones sobre el aborto o el matrimonio homosexual-, sino a la manía secular de una institución, la Iglesia católica, por regir la vida sexual de todas las personas, incluso de aquellas que no comulgan con sus creencias.
Jorge Volpi es escritor mexicano.