De ahí que no nos quepa en la cabeza el nerviosismo de la cúpula vaticana, que ve demonios hasta en la punta de todos los dedos de sus jerárquicas y trémulas manos
A una semana de la escenificación galaicocatalana por la visita de un alto personaje cuyo pasado, según cargos ocupados por el mismo, no podemos considerar de aperturista precisamente, no nos vendrá mal, con el sosiego que nos depara la relativa distancia de los hechos, reflejar aquí algunas reflexiones inaplazables.
España ha emprendido, por fortuna, el camino del laicismo, imparable e irreversible, estado natural de una sociedad constituida por mentes con mayoría de edad. Pasaron los tiempos de la obligada tutela religiosa. Esta transformación de la ciudadanía, que nadie podrá detener, no solo no interfiere ni un ardite en la libertad religiosa sino que redunda en beneficio de la misma. De ahí que no nos quepa en la cabeza el nerviosismo de la cúpula vaticana, que ve demonios hasta en la punta de todos los dedos de sus jerárquicas y trémulas manos.
Obviando nerviosismos, una sociedad madura afirma que los signos religiosos deben desaparecer de todo lugar público, no solo de las escuelas; que la vida afectiva de las personas del mismo sexo que se aman tiene que integrarse, incluida la denominación de matrimonio para su unión; que el aborto se justifica como argumento a favor de una vida digna en los casos en que no cabe otra salida; que el amor de dos seres humanos, no solo entre hombre y mujer, sobrepasa el concepto de procreación, opción voluntaria; que la enseñanza de cualquier confesión religiosa ha de salir de los centros públicos, lo que redundaría en un mayor rendimiento académico; que la Iglesia debe callar en temas de sexismo mientras tema como contaminación perniciosa el que la mujer venga a formar parte de su jerarquía; que el celibato es un absurdo y la pederastia clerical un crimen; que el Concordato es un anacronismo; y que el mensaje de Cristo está vigente, pero al margen de la tiara de Roma.
La maquinaria del reloj del Vaticano está parada y oxidada. Quien no vea esta evidencia es que no tiene ojos. Por eso, un reloj que no marca la hora no sintonizará con los tiempos, a pesar de los costosos viajes papales. Mientras tanto, la mente de los españoles camina hacia el laicismo. Ya era hora.