Hezbolá, Hamás y los talibanes no comparten el internacionalismo mesiánico de Al Qaeda. Quieren liberar sus territorios de ocupaciones extranjeras. Es éste un matiz crucial que Occidente debería explorar
En los últimos meses, a raíz de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, se viene hablando más o menos explícitamente de la conveniencia de hallar vías de entendimiento con los grupos islamistas que, bien en Afganistán en Irak o en Pakistán, aceptan los límites estatales existentes. Muchos de estos grupos fueron incluidos tras el 11-S por los países occidentales en sus listas de entidades afines al terrorismo. Son listas que posiblemente veremos caducar ante el empuje de la nueva realpolitik norteamericana. En buena medida, las transacciones serán posibles porque Hezbolá, Hamás o los talibanes comparten algo que los distingue claramente de otras opciones islamistas: su carácter islamonacionalista.
En la trayectoria última del islamismo se ha acentuado un rasgo propio de toda su historia: la polaridad en la concepción de la estrategia política. Por un lado, siempre ha existido una línea de tendencia centrípeta, que defiende soluciones locales y acepta un entendimiento posibilista con los regímenes en vigor. Por otro, se da una pulsión centrífuga, que articula la vocación internacionalista de todo islamismo, y que suele estar liderada extramuros de los centros de actuación. La gran novedad de los últimos años es el trasvase que se viene produciendo de la pujanza del islamismo internacionalista al nacionalista.
El desarrollo teórico del islamismo internacionalista yihadista es obra del palestino Abdallah Azzam (1941-1989), creador del concepto de al-qaida (la base). Su concepción de la qaida es psicológica y territorial: psicológica, en cuanto que la base supone una preparación mental e ideológica para la yihad; territorial, en cuanto que la base es un territorio liberado desde el que emprender y propagar la reconquista del suelo musulmán. La yihad se convierte así en una estrategia que combate al enemigo exterior (sea Estados Unidos, Israel, la India o la impía comunidad internacional) antes que al interior (los regímenes totalitarios, el nacionalismo laico, la democracia postcolonial) y que libera el territorio arrebatado al islam (Palestina, Afganistán, Cachemira) antes que el sojuzgado por los tiranos domésticos (incluidos los "ulemas de palacio"). Es una yihad de socialización, que busca implicar a la sociedad en su conjunto, desecha la clandestinidad y desprecia las virtudes miríficas del golpe de Estado. Su mayor expresión fueron las milicias de afganos árabes lideradas por Bin Laden, y su culminación, los atentados masivos en territorios no musulmanes (Nueva York, Madrid, Londres, Bali, Bombay).
Pero el yihadismo así concebido precisaba de una rápida internacionalización que no ha logrado. Esto no significa que haya perdido su capacidad operativa, sino que no ha conquistado el estatus que pretendía de utopía liberadora de los musulmanes desheredados. Su fracaso se ha debido, en parte, a la presión de las políticas antiterroristas globales, pero, sobre todo, a su incapacidad para adaptarse a la realidad concreta de la lucha por la emancipación en cada región. En su lugar, ha ido fraguando una redefinición de la yihad en términos nacionalistas que, a su manera, la seculariza.
Si bien la pretensión genérica del islamonacionalismo es estructurar una identidad nacional en términos islámicos, su articulación desde parámetros yihadíes lo distingue de otras propuestas islamistas de corte nacional, a la manera del desintegrado FIS argelino o del pujante Partido de la Justicia y el Desarrollo en el poder en Turquía. El islamonacionalismo se origina en la defensa militar de un territorio, de ahí su confluencia con la qaida internacionalista. Pero desarrolla e implementa fórmulas de organización social y política que dibujan un nuevo marco comunitario nacional, una nueva base en la que las estructuras vigentes se trastocan para dar cabida a una suerte de Estado dentro del Estado. Su origen doctrinal y utópico se remonta a la experiencia de Mahoma en Medina (llamada al-Qaida al-Sulba, la base sólida), donde se instaló con los suyos tras emigrar de La Meca y fundó las bases para la convivencia de la umma, la comunidad minoritaria de nuevos creyentes. En el siglo XXI, la amalgama de islamismo y nacionalismo confesional, territorial o étnico reorganiza políticamente la umma: Hezbolá en Líbano, Hamás en Palestina y los talibanes en Afganistán lo ilustran.
Hezbolá se fundó en 1984, en plena guerra civil libanesa, y su actuación primera fue de carácter militar. Pero desarrolló, casi de inmediato, un ambicioso programa político, social y cultural, implicando a sus bases en actividades subversivas a través de sus propios medios de comunicación, sus centros educativos y de salud y sus redes comerciales y financieras. La anteposición de su carácter nacionalista árabe y libanés a los intereses pro-sirios y a sus propios lazos doctrinales con la jerarquía chií iraní le ha granjeado apoyos al margen de la población chií. Sus triunfos militares contra Israel han completado la aureola: en el año 2000 Hezbolá logró que el Ejército israelí se retirara del sur del Líbano tras 22 años de ocupación, y en el verano de 2006 transformó en una victoria política la razia israelí contra sus bases. Tras su pulso con el régimen libanés, los Acuerdos de Doha de hace un año le reconocieron el derecho a veto en el Parlamento, y obtuvo un ministro y 11 de los 30 puestos del Gabinete en el gobierno de unidad nacional.
Hamás surgió al calor de la Primera Intifada, en 1987, cuando un grupo de Hermanos Musulmanes palestinos dio el salto a la lucha armada contra la ocupación. Su líder histórico, el jeque Áhmad Yasín, asesinado por Israel en 2004, fue un decidido defensor de una visión estratégica que adaptase los postulados islamistas comunes a los Hermanos Musulmanes de todo el mundo a la situación de cada país. La Carta Fundacional de Hamás establece que el nacionalismo es parte integrante del credo religioso, y la yihad el más elevado deber del individuo nacionalista.
Pero Hamás, al igual que Hezbolá en Líbano, ha pasado de considerar la lucha armada su única herramienta de resistencia a participar en el juego electoral y adoptar políticas que muestran que el movimiento está reconsiderando sus postulados maximalistas contrarios a toda solución pactada del conflicto con Israel. En este sentido, en el seno de Hamás se estaba produciendo antes de la reciente invasión de Gaza un debate sobre la estrategia de la lucha armada (efectividad de los atentados suicidas y reconocimiento del Derecho Internacional Humanitario) y sobre la conveniencia de su integración en la OLP, lo cual supondría la aceptación de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania con Jerusalén Este por capital. Las actuales negociaciones para formar un segundo gobierno de unidad nacional (aun con mayoría absoluta islamista y muchos de los parlamentarios de Hamás encarcelados en Israel) reflejan un pragmatismo alejado del yihadismo inicial del movimiento.
En Afganistán, la declaración de propósitos de los talibanes tras su entrada triunfal en Kabul en 1996 incluía la restauración de la paz, el desarme de la población, el refuerzo en la aplicación de la sharía y la defensa de la integridad del carácter islámico del país. Claramente, no se trataba de un programa de actuación panislamista sino islamonacionalista. Como se está viendo en la actualidad, su estrategia de implantación social ha sido a largo plazo, y el triunfo militar de la alianza occidental no ha supuesto un cambio en el paradigma comunitario por ellos implantado. Su éxito ha consistido en la ruptura de las fidelidades tribales fraguadas en torno a los máliks (ancianos jeques) en beneficio de sus mulaes. Al frente de un sistema de gobierno centenario se ha colocado la joven clase talibán. Hoy el Gobierno central les otorga una capacidad de intermediación que antaño estaba reservada a los máliks tribales.
Tras una década de discurso islamista centrado en el internacionalismo, la pujanza del islamonacionalismo en distintos contextos regionales, culturales y políticos no sólo muestra la permeabilidad de las ideologías islamistas, sino un pragmatismo estratégico que no se ha de desperdiciar en la búsqueda de un mejor futuro global.
Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid y autora de Diccionario de islam e islamismo (Espasa, 2009).