Una biografía revela que varios papas desconfiaron severamente del padre Pío, canonizado por Juan Pablo II
Los papas se consideran, desde el siglo XIX, infalibles cuando hablan del dogma. Cuando hablan de cualquier otra cosa, pueden desbarrar como un tertuliano. Incluso cuando hablan de santos. Un libro que se publica esta semana, Padre Pío, milagros y política en la Italia del siglo XX, revela que sucesivos pontífices tuvieron opiniones diametralmente opuestas sobre un monje, capuchino menor, elevado a los altares por Juan Pablo II. El padre Pío, hoy el más popular de los santos italianos, era para Juan XXIII "un inmenso engaño".
El libro sobre el padre Pío no es obra de un católico, sino de un historiador de origen judío, Sergio Luzzatto, que ha examinado minuciosamente la vida del monje y ha elaborado una biografía con las luces y las sombras de cualquier existencia. Todos, desde los portavoces oficiosos del Vaticano hasta los analistas más lejanos al fenómeno religioso, han elogiado el trabajo de Luzzatto. No era tarea fácil. El padre Pío (nacido Francesco Forgione, 1887-1968) fue un hombre irascible, difícil, carismático, que mostró estigmas en las manos y en los pies durante cuatro décadas y ya desde joven se ganó la fama de hacer milagros.
Lo más curioso del libro es la diversidad de opiniones que el monje de San Giovanni Rotondo (de donde no se movió nunca) suscitó en la jerarquía vaticana. Benedicto XV desconfiaba de él y promovió una investigación del Santo Oficio. Pío XI estuvo a punto de retirarle el sacerdocio. Pío XII, en cambio, animó a los fieles a que peregrinaran al monasterio donde residía.
Con Juan XXIII volvió la desconfianza. El Papa bueno, que convocó el Concilio Vaticano II para modernizar el catolicismo, escribió cosas durísimas sobre el padre Pío. El 25 de junio de 1960, en cuatro folios manuscritos, opinó que el capuchino de San Giovanni Rotondo era origen de una "dolorosa y vastísima infatuación religiosa" y un "fenómeno preocupante"; el entonces Papa hacía referencia a unas fotografías que indicaban "relaciones íntimas e incorrectas con las mujeres que constituyen su guardia pretoriana" y alcanzaba una conclusión devastadora: "Un vastísimo desastre de almas, diabólicamente preparado, en descrédito de la Santa Iglesia en el mundo y en Italia particularmente".
Pablo VI concedió al padre Pío, en cambio, "plena libertad" para ejercer su ministerio, y amplió su residencia. El breve Juan Pablo I no tuvo tiempo para opinar durante el mes que duró su pontificado, pero como obispo había desaconsejado a los fieles que visitaran al monje de los estigmas. Juan Pablo II descartó las dudas de sus antecesores y aceleró la beatificación y santificación del monje, al que profesaba una intensa devoción.
En su libro, Sergio Luzzatto revela que al menos en una ocasión el padre Pío adquirió ácido fénico, una sustancia capaz de producir llagas de tipo estigmático. Los médicos que le visitaron (de parte del Vaticano unos; con interés puramente científico, otros) no hallaron explicación a los estigmas.