El columnista sigue derribando uno a uno los argumentos de quienes defienden los actos religiosos en las escuelas.
En la primera parte de este artículo, junto a la presentación y contextualización de la problemática planteada en el título, se abordaron dos argumentos omnipresentes en el discurso de quienes pretenden perpetuar las conmemoraciones del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en el ámbito de la escolaridad pública mendocina: el tradicionalismo y el esencialismo. Dichas justificaciones ideológicas, que se apoyan mutuamente, constituyen –como ya se ha apuntado– la piedra angular del pensamiento confesionalista. En esta segunda parte, se examinarán otros cuatro argumentos.
3. El argumento mayoritista. De acuerdo a la Primera encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina coordinada por el sociólogo del Conicet Fortunato Mallimaci, el 17,4% de la población del Nuevo Cuyo no profesa la religión católica, y el catolicismo realmente practicante está por debajo de la línea del 25%. La proporción de quienes concurren asiduamente a los lugares de culto ronda el 29%; y la de quienes vehiculizan su fe a través de instituciones religiosas, el 20%. En lo que respecta al culto a la Virgen y los santos, casi el 60% de las personas encuestas declaró no haber participado de él –como mínimo– en los últimos 12 meses. Dentro de ese nada desdeñable 17,4% de la población regional que no profesa el catolicismo, dos tercios (11,8% del total global) corresponden solamente a las diferentes feligresías de las iglesias evangélicas (luteranismo, metodismo, bautismo, adventismo, mormonismo, etc.); mientras que el tercio restante (5,7%) se reparte entre el segmento secular (agnosticismo, ateísmo e indiferentismo; 5,3%) y los otros credos religiosos (judaísmo, islamismo, cristianismo ortodoxo, etc.; 0,4%).
Aunque estos datos estadísticos no se refieren específicamente al caso de Mendoza, resultan de todos modos altamente indicativos, ya que nuestra provincia concentra por sí sola el 55% de la población regional, y esta situación fue tenida en cuenta por quienes diseñaron y realizaron el relevamiento. Además, por razones que aquí no es dable analizar, Mendoza presenta un nivel de modernidad sociocultural comparativamente mayor al de las otras provincias del Nuevo Cuyo (San Juan, San Luis y La Rioja), y ello habilita a pensar que los precitados guarismos que dan cuenta de un proceso de secularización/diversificación de la religiosidad podrían ser, en su caso, ligeramente más altos, o al menos nunca más bajos. De cualquier modo, lo que está claro es que nuestra provincia está lejos de ser unánimemente católica como en los distantes tiempos de la Colonia.
Pero el confesionalismo mendocino no se amilana ante este complejo panorama sociológico, y arguye que, en tanto y en cuanto el catolicismo sigue detentando la mayoría –absoluta o relativa según el cristal con que se lo mire, pero mayoría al fin–, es legítimamente razonable y justo que se continúen realizando conmemoraciones religiosas en las escuelas públicas. El argumentum ad numerum es, desde un punto de vista lógico, un sofisma. No es cierto que la mayoría siempre tenga la razón y que sus pretensiones sean necesariamente valederas. El sistema democrático es algo bastante más complejo que el mero primado del número. Hay reglas de juego, derechos y garantías constitucionales, que ningún gobierno puede desconocer, por muy grande que haya sido el caudal de votos conseguidos en las elecciones que le permitieron acceder al poder. La soberanía popular y el sufragio universal son, sin duda, condiciones necesarias de la república democrática, pero de ningún modo suficientes. Ella también demanda el pleno respeto a las minorías en cuanto a sus libertades fundamentales y demás derechos humanos. Si así no fuera –y aplicando de nuevo el infalible método de la reductio ad absurdum–, habría que considerar republicana y democrática a la Alemania nazi, algo que nadie en su sano juicio podría aceptar.
4. La exégesis forzada del art. 2 de la Constitución Nacional. Otra coartada intelectual a la que suele recurrir el integrismo católico de Mendoza es la tergiversación confesionalista de la ley fundamental argentina en su segundo precepto, a saber: “el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”. Nótese que no se habla ni de República Argentina, ni de adopción, ni de religión católica, sino, meramente, de gobierno federal, de sostenimiento y de culto católico. Tanto el sujeto como el verbo y el objeto directo poseen significados claramente más restringidos que los que serían necesarios para poder afirmar con rigor que el catolicismo tiene en nuestro país estatus de religión oficial, que Argentina es un Estado confesional. Cada uno de estos tres conceptos por separado, pero más aún su interrelación semántica, apuntan a la tesis minimalista de financiamiento o subvencionamiento de la Iglesia católica con fondos presupuestarios procedentes del erario nacional. Si bien la ambigüedad del término «sostiene» (disemia del verbo sostener: asumir/defender vs. financiar/subvencionar) resulta innegable, la misma se ve notablemente disminuida por el contexto, vale decir, por el sujeto y el objeto directo. Para que la exégesis confesionalista fuese acertada, la redacción del art. 2 debiera decir “la República Argentina adopta y sostiene la religión católica” u otra de un tenor semejante. Sin embargo, hay que admitir que todo lo afirmado en este párrafo entra en el terreno de la especulación, y por ende, de las discusiones bizantinas.
Si la cuestión no trascendiera el plano de las conjeturas semánticas en abstracto, ciertamente no tendría resolución satisfactoria alguna. Pero por suerte no es así, dado que disponemos de las actas de sesiones de la convención constituyente de 1852-53, y gracias a ellas es posible reconstruir los debates en torno al 2º artículo de la carta magna nacional. Sabemos así que algunos convencionales de tendencia clerical propusieron modificar la redacción original (la misma que finalmente quedaría firme, y que todavía hoy está vigente) en una dirección netamente confesional, pero que su iniciativa no prosperó a causa de la firme resistencia de la mayoría liberal. El proyecto de enmienda del sacerdote catamarqueño Pedro A. Centeno, por ej., estipulaba sin ambages: “la Religión Católica Apostólica Romana, como única y sola verdadera, es exclusivamente la del Estado. El gobierno federal la acata, sostiene y protege, particularmente para el libre ejercicio de su Culto público. Y todos los habitantes de la Confederación le tributan respeto, sumisión y obediencia”. Una propuesta similar elevó Manuel Leiva, representante por la provincia de Santa Fe: “la Religión Católica Apostólica Romana (única verdadera) es la Religión del Estado; las autoridades le deben toda protección, y los habitantes veneración y respeto”.
Que dichas iniciativas hayan sido descartadas de plano por la convención constituyente, así como el hecho de que la frase “adopta y sostiene” del anteproyecto alberdiano haya sido sustituida por el “sostiene” a secas, nos da la pauta de que el art. 2 de la Constitución Nacional sólo se refiere al sostenimiento económico; sostenimiento vinculado a la decisión política de mantener en vigencia el régimen de patronato y/o de compensar al clero por las expropiaciones de época rivadaviana. Ésta es, al menos, la opinión que –con diferentes matices– prevalece en el ámbito experto de la doctrina constitucional (Sánchez Viamonte, Bielsa, Quiroga Lavié, Montes de Oca, Cayuso, Gelli, de Vedia, etc.). Una opinión que, por lo demás –y esto es clave–, coincide con la de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tal como se desprende de su jurisprudencia (fallo Sejean, 27/11/1986; y fallo Villacampa, 9/2/1989; entre otros).
Cabe acotar que, con posterioridad a 1853, y durante muchísimos años, la Iglesia católica bregó en vano por una enmienda confesionalista del 2º artículo de la carta magna nacional, algo que nunca habría hecho si el Estado argentino hubiese interpretado el sostenimiento en el sentido maximalista que ella defendía (financiación del culto más adopción del credo). En la década del ‘30, cuando su hegemonía cultural y gravitación política se hallaban en franco proceso de recuperación debido a la crisis de la república liberal, ella seguía insistiendo con aquel viejo reclamo. Por caso, el periódico porteño El Pueblo –el influyente órgano oficioso del episcopado– demandaba, en su edición del 25 de octubre de 1930, que la redacción del art. 2 fuese cambiada por otra que dijera: “el gobierno federal adopta como religión de Estado, la Católica Apostólica Romana”.
Todavía en el año 1949, habiendo ya alcanzado el cenit de su poder, la Iglesia católica argentina persistía en su añeja reclamación. Cuando el primer peronismo se aprestaba a reformar la Constitución Nacional, el episcopado presentó sin demora un proyecto sugiriendo que la letra un tanto «liberal» del segundo precepto fuese sustituida por otra netamente confesional que afirmara: “la Religión Católica Apostólica Romana es la del Estado, el cual sostiene y ampara el culto”. A casi un siglo de que se sancionara la carta magna, la Iglesia católica argentina, sabiendo muy bien que siempre había prevalecido la opinión de que el sostenimiento se reduce a lo material, clamaba por una enmienda que le confiriese también un carácter moral. A confesión de parte, relevo de pruebas…
Sin lugar a dudas, Argentina no es una nación radicalmente laica como lo son –por ej.– Francia y Uruguay. En ella, lamentablemente, la separación entre Iglesia y Estado no ha sido completada. En pleno siglo XXI, el anacrónico art. 2 de la Constitución Nacional continúa vigente; y junto a él, el bochornoso e ilegítimo Concordato con el Vaticano firmado en tiempos del dictador Onganía (1966). De manera privilegiada, la Iglesia católica argentina sigue gozando de personería jurídica pública, y de toda una serie de beneficios materiales y simbólicos anexos a ese estatus. No obstante, y pese al trato preferencial que le dispensa al catolicismo, el Estado argentino es aconfesional.
5. La interpretación abusiva de la libertad religiosa. Otro argumento que el establishment integrista de nuestra provincia suele esgrimir en defensa de las celebraciones patronales católicas dentro de la escolaridad pública es el de la libertad de culto. Dicho sector, amparándose en el art. 14 de la Constitución Nacional y el 6º de la carta magna de Mendoza, alega que prohibir los actos conmemorativos del Patrono Santiago y de la Virgen del Carmen de Cuyo en los colegios estatales es conculcar el derecho civil de la mayoría católica a profesar libremente su culto. Este argumento está construido sobre una premisa falsa, a saber: que la libertad religiosa es un derecho absoluto. A excepción –lógicamente– de la libertad de conciencia y pensamiento, ninguno de los derechos constitucionales es ilimitado. Cada una de ellos tiene como frontera demarcatoria a los restantes. Por ej., la libertad de prensa está limitada por el derecho de intimidad de las personas; la libertad de circulación, por las normas de tránsito que velan por el derecho a la integridad física; y la patria potestad, por los derechos de los hijos.
En el caso que aquí nos compete, que es el de la libertad de culto del catolicismo mendocino, la restricción estaría dada, desde luego, por la libertad religiosa de las otros credos, pero también por la libertad de conciencia y pensamiento de las minorías seculares, el principio de igualdad de trato, el derecho a la dignidad y honra personales, y, por último –aunque no por eso menos importante–, el principio de laicidad educativa. No se trata entonces de «prohibir» la conmemoración del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen, sino, únicamente, de regularla como corresponde, esto es, de impedir en lo sucesivo la lesiva extrapolación de dicha práctica devocional al ámbito de la escolaridad pública. El catolicismo mendocino podrá seguir realizando dichas celebraciones patronales como siempre –sin ningún impedimento jurídico o fáctico– en los innumerables lugares de culto y colegios privados que posee en toda la vasta geografía provincial, así como también en sus procesiones públicas. Porque no está en discusión –insisto– la libertad de culto y de enseñanza religiosa per se, como cierta retórica falaz de la autovictimización nos quiere hacer creer, sino la interpretación abusiva de esos legítimos derechos; o dicho de otro modo, la extralimitación en su ejercicio.
Un párrafo aparte merece la frecuente objeción integrista según la cual la profundización del modelo laicista en la escolaridad pública traería aparejado irremediablemente el avasallamiento de la libertad de conciencia de la mayoría católica. Esta creencia trasnochada se basa en una grosera malinterpretación del principio de laicidad, suscitada por la propensión del fundamentalismo religioso a interpretar la realidad de modo maniqueo, en términos dicotómicos de blanco o negro, lo que en lógica se tipifica como falacia del falso dilema. La educación pública laica no es ni pro-religiosa ni anti-religiosa, sino, simplemente, a-religiosa; es decir, ni a favor ni en contra de la religión, sino, tan sólo, sin religión, que es algo muy diferente. Laicizar a pleno la escolaridad pública –como corresponde hacerlo en toda democracia pluralista–, no es promover el ateísmo o el agnosticismo, ni mucho menos fomentar el anticlericalismo, sino impedir el proselitismo religioso so pretexto de la tradición o de cualquier otro motivo. Es, en suma, garantizar la estricta neutralidad confesional del Estado como agente de enseñanza.
Tampoco el ecumenismo es ninguna solución. En primer lugar, porque esta modalidad excluye –al menos en su concepción y práctica habituales– a las minorías seculares, que son, en número, las segundas en importancia de la provincia (las primeras son –recuérdese– las de fe cristiano-evangélica). Y en segundo lugar, porque la implementación de esta alternativa sería, en los hechos, imposible. El calendario escolar público de Mendoza se llenaría de conmemoraciones religiosas, y los procesos de enseñanza-aprendizaje se verían gravemente perjudicados por la pérdida de horas de clase.
6. El argumento del «plus» cultural extra-religioso. Los sectores confesionalistas afirman también que los actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen que se llevan a cabo todos los años en los colegios estatales, exceden ampliamente su origen devocional católico, su inspiración fideísta. Aseveran que ambas celebraciones son de una amplitud cultural tal que, en gran medida, rebasan o trascienden lo religioso en sí. ¿Cuál sería exactamente ese aditamento extra-confesional? En el caso del homenaje escolar a Santiago Apóstol –por considerarse a esta figura legendaria «santo patrono de Mendoza»–, el sentido de pertenencia a la comunidad, la identidad provincial, el sentimiento colectivo de identificación con un nosotros telúrico a la vez que histórico-cultural; y en el caso de la conmemoración mariana –por evocarse la decisión de San Martín de declarar a la Virgen del Carmen generala del Ejército de los Andes–, la gesta sanmartiniana en pro de la independencia rioplatense y sudamericana, y el compromiso del pueblo cuyano con dicha causa.
Ahora bien: si es esta preocupación de índole identitaria la que supuestamente impediría aplicar como se debe el principio de laicidad en la escolaridad pública, ¿por qué no se opta por secularizar ambas efemérides en un sentido más inclusivo? Así como el hispanista Día de la Raza fue repensado críticamente –aunque no del todo, por desgracia– como Día del Respeto a la Diversidad Cultural, los actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen podrían perfectamente ser resignificados en su imaginario y protocolo como Día de la Provincia de Mendoza y Día de la Gesta Sanmartiniana, respectivamente. El feliz ejemplo de la República Oriental del Uruguay es, en este sentido, por demás imitable. Allí, diversos festejos de raigambre cristiana fueron oficialmente redenominados de un modo aconfesional (Semana de Turismo en vez de Semana Santa, Día de la Familia en lugar de Navidad, etc.), sin que ello haya sido jamás un impedimento para que aquellas personas e instituciones privadas que quisieran seguir celebrándolos cristianamente, a la usanza tradicional, pudieran hacerlo sin ningún inconveniente en virtud del derecho constitucional de libertad de culto.
Con todo, hay que reconocer que la secularización de dichas efemérides, aunque representaría un progreso encomiable, tiene sus bemoles. Al fin y al cabo, las fechas no cambiarían, y algunos podrían percibir en esa permanencia cierta cuota de gatopardismo. De ahí que la demanda de eliminación lisa y llana de los actos conmemorativos del 25 de julio y 8 de septiembre sea más que razonable, máxime si se tiene en cuenta que la preservación de aquellos aspectos culturales extra-religiosos que –según se alega– sería preciso preservar, podría ser realizada en fechas diferentes que estén libres de hipotecas confesionales y consensuadas democráticamente con toda la comunidad educativa.
Por otro lado, es indiscutible que las susodichas celebraciones están muy lejos de la masividad, transculturalidad y secularidad que han alcanzado otras efemérides más populares del santoral. Meter las conmoraciones del Patrono Santiago y de la Virgen del Carmen en la misma bolsa donde están los festejos de Pascuas, Navidad y Reyes, resulta ridículo, insostenible. Aunque algunos sectores, movidos por su interés, las igualen con ligereza, es evidente que estamos en presencia de fenómenos culturales muy diferentes. No sólo eso: incluso al interior de la feligresía católica practicante, las advocaciones de Santiago Apóstol y de la Virgen del Carmen distan de ser las más populares, al menos si se las compara con las advocaciones de la Virgen de la Carrodilla y de la Virgen del Rosario.
Como se ve, la coartada conservadora del plus extra-religioso no resiste un análisis serio. Ese plus puede ser preservado perfectamente sin necesidad de perpetuar la conculcación del derecho a una enseñanza pública plenamente laica. Los actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen pueden y deben –en los colegios estatales– ser superados a los efectos de lograr un sistema educativo más democrático y pluralista.
Una digresión respecto a la efeméride del 8 de septiembre: aunque no admite discusión que San Martín resolvió designar a la Virgen del Carmen generala del Ejército de los Andes –puesto que se trata de un hecho histórico comprobado–, la tesis del revisionismo histórico de derecha según la cual dicha resolución estuvo motivada por la «catolicidad ferviente» del prócer, resulta por demás controvertida. Múltiples detalles bien documentados de su trayectoria biográfica –que aquí, por falta de espacio y oportunidad, no podemos exponer– nos hablan de un San Martín posiblemente masón y, con toda seguridad, deísta. La antedicha decisión pudo deberse –así lo han sugerido diversos historiadores de prestigio– a consideraciones de índole político-militar motivadas por la circunstancia de que tanto el pueblo cuyano como la oficialidad y la tropa eran, en su abrumadora mayoría, de fe católica.
Por otra parte, no hay que perder de vista que, entre los liberales americanos y europeos del siglo XIX de tendencia más bien conservadora, no era infrecuente conjugar el deísmo como opción filosófica personal, privada, con la valoración positiva de la religión cristiana como instrumento estatal de control social. Resulta por ende aventurado dar automáticamente por sentado que toda medida de gobierno pro-católica de los próceres decimonónicos era ajena a consideraciones políticas prácticas, y que respondía pura y exclusivamente a motivos de fe, máxime si se tiene en cuenta la herencia del regalismo borbónico y la persistencia de la institución colonial del Patronato.
El debate sobre esta álgida cuestión henchida de implicancias ideológicas concretas, es tan antiguo como la historiografía argentina misma, y ha sido tan intenso y agitado como la experiencia histórica bicentenaria que aquélla tiene por objeto de estudio –una coincidencia que nada tiene de casual, por cierto, pues la ciencia nunca es inmune a la sociedad que la cobija–. La especialista Patricia Pasquali, por ej., en su obra San Martín: la fuerza de la misión y la soledad de la gloria (1999), ha escrito:
Resta decir unas pocas palabras acerca del persistente esfuerzo por negar todo vínculo de la Logia y, sobre todo, de San Martín con la masonería por parte de quienes sólo ven en ella al tenebroso e implacable enemigo de la Iglesia Católica, cuya defensa asumen, y pretenden librar al Padre de la Patria de la excomunión decretada por el Papado contra los miembros de la Orden. Se trata de un planteo erróneo, estéril y anacrónico. Los liberales ilustrados a cuya estirpe pertenecía el Libertador, si ingresaban en la masonería, era para luchar contra el absolutismo y por la libertad; no eran anticatólicos –porque el principio de tolerancia les imponía respeto a todos los credos– sino anticlericales, que es algo bien distinto, pero de todas maneras esa fue otra batalla que recién se libraría cuando San Martín ya no existiera. Más bien debería recordarse, por corresponder al tiempo en el que él actuó, que el pontífice romano condenó la revolución independentista americana; seguramente ésta fue la raíz de la indignación que alguna vez le causaría al prócer el intento de reanudación del vínculo con la Santa Sede por parte del gobierno argentino, no su impiedad. De familia católica, respetaba el ritual vigente en la sociedad de su tiempo y la religiosidad popular (ello explica que contrajese matrimonio religioso, que el Reglamento de Granaderos a Caballo impusiera el rezo de las oraciones por la mañana y del rosario por las noches y la asistencia a misa los domingos; que se preocupase siempre de tener un capellán para la atención de sus soldados, etc.); pero, una vez que hubo abandonado la vida pública, se mostró como un creyente despegado de toda práctica religiosa personal. Nada más elocuente al respecto que su testamento, en el que sólo invoca a Dios todopoderoso, a quien confiesa reconocer como Hacedor del Universo, sin hacer alusión alguna a la Iglesia, como era lo usual en un católico; a la vez que prohibió que se le hiciera funeral alguno. Por otra parte, parece pueril ya discutir su evidente filiación masónica, lo que no significa que fuera un instrumento ciego de la Logia; por el contrario, llegó a desobedecer sus mandatos cuando así se lo impuso su rectitud de criterio, aun a sabiendas de que podría pagarlo bien caro, como finalmente le sucedió.
La catolización póstuma de San Martín, la construcción retrospectiva del mito católico sanmartiniano, es una operación ideológica bastante tardía llevada a cabo por los historiadores revisionistas vinculados al ascendente nacionalismo de derecha del período de Entreguerras, como bien lo explican, entre otros especialistas, Loris Zanatta y Beatriz Bragoni. Ese relato hagiográfico puede y debe ser deconstruido.
Pero –y vuelvo sobre lo dicho– independientemente de cuán veraz o imaginaria sea la tradición nacionalista del San Martín ultracatólico, ella –al igual que cualquier otra tradición– jamás debiera ser considerada per se una fuente de legitimidad absoluta, sustraída al contralor de la razón crítica y la reflexión ética. Elevar indiscriminadamente todas y cada una de las acciones y palabras de los próceres a la categoría de un summum bonum incuestionable, entraña riesgos demasiado grandes, pues los próceres que tanto hemos monumentalizado con bronce y mármol, por muy virtuosos que hayan sido, no dejaban de ser seres humanos, personas de carne y hueso que podían a veces cometer errores.
En la tercera parte de este artículo, que saldrá publicada mañana, se pasará revista críticamente a otros cuatro justificativos del confesionalismo católico: el argumento de la «opcionalidad», el reduccionismo curricular, la errónea equiparación de lo religioso con lo litúrgico y el llamamiento capcioso a «no negar la importancia cultural de la religión».
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