El próximo 13 de octubre, en Tarragona, 522 personas recibirán el honor de los altares como mártires de la Guerra Civil. Setenta y cinco años después de aquellos hechos, la jerarquía de la Iglesia católica parece querer mantener abiertas las heridas de entonces honrando masivamente a las víctimas de un solo bando. Ello pone de manifiesto su incapacidad para superar las posiciones de entonces, y también que sigue considerando aquella guerra como una cruzada.
Además, celebrándose en Tarragona, la ceremonia de beatificación deshonra la figura del entonces arzobispo de esta diócesis, el cardenal Vidal i Barraquer, que en un gesto lúcido y valiente se negó a firmar la Pastoral Colectiva de los obispos españoles de julio de 1937 a favor del levantamiento, lo que provocó su exilio y todo tipo de persecuciones.
Todo colectivo tiene el derecho, y probablemente la obligación, de honrar a sus muertos. Pero para cerrar heridas, y hacerlo en un clima de reconciliación, ambos bandos deben aceptar que cometieron errores, pedir perdón y reconocer en igualdad de condiciones la heroicidad de todos los muertos inocentes, y de ambos lados. A los católicos nos toca pedir perdón por la posición beligerante de la mayor parte de la jerarquía, de instituciones eclesiásticas y de un buen número de laicos, y tener la humildad necesaria que requiere la petición de perdón. Pero hasta ahora la jerarquía se ha negado a reconocer la ilegitimidad del golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la República y el grave error que supuso la Pastoral Colectiva. Sin este reconocimiento difícilmente puede haber reconciliación.
Desde nuestra más profunda admiración y respeto por aquellas vidas y, sobre todo, por las circunstancias de cada una de sus muertes —a menudo con suplicios y sufrimientos añadidos— desgraciadamente esta beatificación no puede evitar ser interpretada como una instrumentalización política de las muertes al servicio de uno de los dos bandos.
En estas condiciones, y en el contexto del actual debate sobre la recuperación de la Memoria Histórica, la Iglesia se coloca en un espacio no solo de fácil crítica como institución, sino también de instrumentalización partidista de los muertos. Los ahora beatificados nunca habrían podido imaginar que, 75 años después, el sector más recalcitrante de la sociedad española pretendería sacar provecho político de su sacrificio. Ciertamente, la jerarquía aduce que nadie puede ser llevado a los altares si en la causa de su asesinato se mezclan motivaciones no estrictamente de fe. Pero olvidar los miles de obreros, maestros y sacerdotes asesinados por el franquismo por motivos de fidelidad al pueblo —y a menudo también de fe— no solo es una injusticia, sino que hace imposible una verdadera reconciliación.
Para poder construir la reconciliación que este país sigue necesitando, es preciso el resarcimiento moral de todas las víctimas. Y eso todavía no se ha hecho con las víctimas republicanas. Si la Iglesia tuviera la libertad y la generosidad suficiente para hacer este gesto, podría honrar a sus mártires sin que ello supusiera ofender a nadie, porque todos, vencedores y vencidos, fueron igualmente víctimas. Y evitaría esa frase maligna: “Los de un lado, a los altares, los del otro en la cuneta como perros”. Mientras no se produzca este reconocimiento, la jerarquía de la Iglesia debe saber que sigue humillando a las víctimas inocentes del otro lado y a sus familiares, que sigue manifestando su incapacidad para ser factor de paz y reconciliación, y, objetivamente, queriendo o no, que sigue apareciendo como jerarquía del rencor.
Quisiéramos que esta nueva beatificación masiva, que sigue manteniendo las heridas abiertas, sirva para que la Iglesia católica, con sincero remordimiento, pida de una vez perdón a la ciudadanía actual por su participación como impulsora del conflicto y, consecuentemente, como agresora; que se arrepienta por su colaboración en la muerte o el asesinato de miles de inocentes, acusando, denunciando, ofreciendo incluso listas de feligreses bajo sospecha a los pelotones de la muerte; que pida perdón por su responsabilidad en la ocultación del sacrificio de tantos que entregaron su vida por causa de la justicia y la verdad, y, finalmente, que pida perdón por los beneficios de todo tipo que obtuvo a lo largo de tantos años del ilegítimo régimen de la dictadura.
Se trata fundamentalmente de ejercer la función de portadora de paz que tiene que ejercer. La Iglesia no debe relacionarse con el mundo en función de sí misma, sino en función de la construcción del Reino de Dios; esto es, en función de la justicia y la verdad. En caso contrario, si se aleja y se confronta con el mundo, por mucho derecho que tenga a reconocer el mérito de los suyos, corre el riesgo de convertirse en secta. Y ya que, como Iglesia, aspira a manifestar socialmente el mensaje de Jesús, no debería olvidar nunca encarnar en sí misma este deseo de Jesús, recogido en el evangelio, sobre la unión de sus seguidores: “Que sean uno como lo somos nosotros. Mientras estaba con ellos, yo los guardaba en tu nombre, los que me has dado. He velado por ellos y no se ha perdido ni un solo” (Jn 17,11-12).
Manifiesto suscrito por colectivos eclesiales de base.